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No. 37 / Marzo 2011

 

Juan Manuel Muñoz Aguirre
(Madrid, 1959)



Sabor de hambre

I

El futuro pertenece a los muertos.
El pasado, en cambio, incumbe a los amantes
y a quienes no han nacido todavía.
Más allá, está el mundo.
Y tú lo miras todo.

Hay días claros y días de bruma,
hombres casi felices, viajeros indecisos
que merodean en torno a los muros.
Hay mujeres dormidas
y sin embargo alerta,
como animales indefensos
en la quietud fingida de un claro, bosque adentro.
Hay niños en un sueño, ancianos,
barcas que cabecean en los muelles,
raíles oxidados,
botellas vacías, limones,
caballos de pobre hartos de aventuras.
Y tú lo miras todo.

Hay un cielo oculto bajo un sol violento.
Hay suelos lisos y techos trenzados
como el pelo de una muchacha
la mañana de su boda. Hay puentes
y plazas y calles, puertas cerradas,
pozos resecos,
árboles que bendicen
la lluvia escasa y vientos que se llevan
lejos de aquí la amenaza de lluvia.

Y tú lo miras todo.
Ausente, sin ver, tú lo miras todo.

II

En la quietud de un palmeral
permanecen los héroes.
Visten ropas arrugadas, botas militares
y llevan al cuello pañuelos
de colores llamativos. Allí,
una vez muertos, no hay mucho que hacer.
La piel de los lagartos, puesta a secar al sol,
basta para medir el transcurso del tiempo.

Tras los vencejos llegan los murciélagos.
Muy lentamente, los muros de adobe
varían de color:
de un ocre ensimismado
a un rojo violento. Es la noche
y aunque no lo sientan, traerá el frío.

Echo de menos dormir, dirá uno.

Esa frase —y el eco de un disparo
en la profundidad
del páramo—
suele ser la señal
para que el viento se alce
y borre nuestras huellas.

III

Qué lejos, formas del odio, qué lejos
vuestro viejo corazón retorcido,
qué lejos la luz sanguinaria
que salpica los toldos,
el color ingenuo de las fachadas,
el alcohol barato
que pudre
los dientes y derrama
centelleos por las cunetas.

Qué lejos las vidas que no vivimos,
el olor de la fruta demasiado
madura, qué lejos las niñas
que caminan deprisa,
mirándose los pies,
atentas a los pasos
que llegan
y ansiosas de alcanzar,
un segundo antes,
la sombra de los árboles.

Árboles, sí, árboles perfilados
como líneas de una mano.
Cielo vacío. Sol inmóvil.

Sangre de un dios que humea
en la tierra sedienta.

IV

Ahora entiendo la espera, es decir,
la indecisa confianza
en que es posible que algo ocurra
todavía. No un gran amor,
ni tan siquiera algo que lo recuerde,
sino una proposición más modesta
—un viaje, por ejemplo,
un viaje a tierras muy lejanas,
allí donde viven hombres tan sabios
como dicen que fueron nuestros antepasados.

Camino del lugar que has elegido
para poner a prueba
tu infinita pretensión de inocencia,
los árboles pasan deprisa
hasta volverse invisibles. Hay luces
a lo lejos, ahora que anochece,
y tú fantaseas con ellas:
un barco a la deriva,
un faro abandonado,
fogatas de merodeadores
al acecho de algún naufragio.

Y siempre varios pasos por delante,
como si el tiempo
no quedara atrás sino enfrente
y fuera necesario acometerlo,
caminas hasta la orilla. Hay troncos
podridos flotando en el agua
y otros, los que maldices
como un augurio
de la derrota,
firmes en sus malas raíces.

Es la misma paciencia de los antepasados:
encender una hoguera con la leña robada
y rezar para que algo
dé sabor de hambre al agua sucia.
 

 

 

 

   


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