Defensa de la poesía



Virtualidades
Pedro Serrano 

defensa-37.jpgUn puente no conduce de un lugar a otro. Para cruzarlo, es cierto, partimos de una de sus puntas o lenguas, damos un paso, luego otro, y ya estamos del todo en él. Lo que sigue es recorrerlo. Pero no es sólo eso lo que nos pasa al cruzar un puente. No por nada aparece en tantas manifestaciones artísticas, como concepto, como elemento, como vehículo, como símbolo. Die Brüke, por ejemplo, da nombre al grupo de pintores que a principios del siglo veinte en Alemania trazaron los rasgos del arte moderno al mismo tiempo que, desde la otra orilla, lo hacían los fauvistas en Francia, que también pintaban puentes. Ambos, junto con muchos otros, lanzaban los primeros trazos y los primeros cables para alcanzar esa rivera en la que todos abrevamos. Guillaume Apollinaire canta, en esos mismos años, “Bajo el puente Mirabeau corre el Sena y nos amores”. En realidad esta escena ya está presente, unos pocos años antes, en el Puente japonés del jardín de la casa de Claude Monet en Giverny, a las afueras de París, o en el más distanciado Puente japonés de van Gogh, surgido de entre los pinceles de Utagawa Hiroshige, un pintor este sí japonés que perteneció a la escuela de Ukiyo-e. Ukiyo-e literalmente quiere decir “pintura del mundo flotante” Y en efecto, sin mundos flotantes no hay puentes posibles. Y los puentes son la representación más exacta de los mundos flotantes.

 

No. 37 / Marzo 2011

 

Defensa de la poesía



Virtualidades
Pedro Serrano


defensa-37.jpgUn puente no conduce de un lugar a otro. Para cruzarlo, es cierto, partimos de una de sus puntas o lenguas, damos un paso, luego otro, y ya estamos del todo en él. Lo que sigue es recorrerlo. Pero no es sólo eso lo que nos pasa al cruzar un puente. No por nada aparece en tantas manifestaciones artísticas, como concepto, como elemento, como vehículo, como símbolo. Die Brüke, por ejemplo, da nombre al grupo de pintores que a principios del siglo veinte en Alemania trazaron los rasgos del arte moderno al mismo tiempo que, desde la otra orilla, lo hacían los fauvistas en Francia, que también pintaban puentes. Ambos, junto con muchos otros, lanzaban los primeros trazos y los primeros cables para alcanzar esa rivera en la que todos abrevamos. Guillaume Apollinaire canta, en esos mismos años, “Bajo el puente Mirabeau corre el Sena y nos amores”. En realidad esta escena ya está presente, unos pocos años antes, en el Puente japonés del jardín de la casa de Claude Monet en Giverny, a las afueras de París, o en el más distanciado Puente japonés de van Gogh, surgido de entre los pinceles de Utagawa Hiroshige, un pintor este sí japonés que perteneció a la escuela de Ukiyo-e. Ukiyo-e literalmente quiere decir “pintura del mundo flotante” Y en efecto, sin mundos flotantes no hay puentes posibles. Y los puentes son la representación más exacta de los mundos flotantes.

Debajo de un puente se esconden, en La isla del tesoro, Jim y su madre, para iniciar la aventura que narra esa novela tan llena de pequeños ajustes sabios. Y al pie de un puente, cada uno de un lado, se encuentran por primera vez y luchan a garrotazo limpio Robin Hood y el Pequeño Juan para ver quien tiene derecho a cruzarlo primero, hasta que de un golpe en la oreja Robin cae al agua, y ese es el principio de una hermosa amistad. Y también es en un puente donde, a las puertas de Salamanca, el ciego le da su primera enseñanza a un tierno Lázaro de Tormes, al estrellarle la cabeza contra un toro de piedra. Y va a ser en un puente virtual, en una parábola perfecta, que éste inicia su aventura ya solo, cuando pone al ciego frente a un pilar y al saltar éste “da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza”. En la novela Housekeeping de Marilynne Robinson, una chica va a pie, de la mano de su joven y alocada tía. En la madrugada de un día helado, por  las vigas de un puente de ferrocarril que cruza un lago, escapan de la cerrazón de todo un pueblo. “Parecía que el puente se había creado debajo de mis pies mientras caminaba, y desaparecía de nuevo detrás de mí.” 

Hay una sensación de euforia siempre que estamos sobre un puente, y nos dan ganas de correr, no por alcanzar el otro lado, sino por el mero hecho de estar ahí, por su perspectiva, su linealidad, su ligereza. Eso no quita la necesidad que podemos tener de recorrerlo, sea un puente de piedra o un puente colgante. Quien regresa de cruzarlo trae consigo información nueva, frutas del otro lado, piedras. Al poner por fin un puente de un lado al otro del Támesis los pobladores de una de sus riveras seguramente salieron corriendo felices a cazar conejos y explorar lo que había del otro lado. En ese sentido, un puente es un medio de comunicación y un medio de información. Por él circulan cosas y gente. Así el lenguaje. De un poema, de la misma manera, se pueden extraer frutos productivos, pero su subversión es otra. Esa información está contaminada por el juego, por el excedente, por lo que sobra, por lo que salpica y ensucia. Como el niño que hace el recorrido de su casa a la escuela en “Las mañanas oscuras” de Gerard Woodward, quien describe esas madrugadas del invierno escolar infantil y donde las calles son largos puentes submarinos: “Nos entregaban unos brazaletes de color naranja fluorescente para las mañanas oscuras. Estábamos confundidos. Los relojes habían perdido su ajuste, las ventanas sólo nos mostraban a nosotros mismos lavándonos en la cocina… Todo estaba mal. No era ninguna hora. Lo único que sabía es que tenía que ponerme mis brazaletes brillantes, como unos flotadores, que hacían que no me hundiera mientras braceaba hacia la escuela en las corrientes de oscuras calles cuyos nombres olvido.” Buceando en su propia experiencia el lenguaje es un juguete, y los juguetes no son medios sino fines en sí. Esto detiene un poco las funciones tanto de los puentes como del lenguaje.

Uno de los pasadizos más arduos de un poema es el que tiene que ver con su supuesta intención, con lo que comunica o informa. Esto ha sido recorrido una y otra vez, zanjado en enésimas ocasiones, pero no hay manera de no regresar a ello, como si no nos hubiéramos movido de lugar, como si tuviéramos siempre qué preguntarnos a dónde conduce, o para qué sirve. Buscamos incansablemente qué nos informa un poema, y nunca atinamos a encontrarlo. Y es que los poemas son puentes que llevan a sí mismos, y a nosotros con ellos. En un poema famoso por su verso final, Antonio Machado afirma airosamente: “el arte es largo y además no importa”. Esto, inmediatamente, nos quita un  peso de encima, pero en el mismo envión nos pone otro: el arte no es fácil, parece querer decir en la primera parte de este verso. Sólo que, un poco antes, había escrito: “la vida es larga y el arte es un  juguete”. Este verso ha sido menos frecuentado que el anterior, quizás por la falta de enjundia en su afirmación. Un juguete parece poco serio. El arte es un sinuoso camino y al mismo tiempo es un juguete, afirma Machado. Por eso no importa. Un poema es un puente que no lleva a ningún lado. El puente sólo está en nuestros pasos, como en el personaje de Robinson. Estamos en otro lado, y al mismo tiempo no nos hemos movido ni un milímetro, ni un instante, de donde estábamos antes de leerlo. Como si nada hubiera pasado, y al mismo tiempo todo. Como me hizo ver Verónica Zondek, Hugo Mujica escribió en la revista Trilce de Concepción que “las dos orillas son siempre una, pero se sabe sólo al final, después de naufragar entre ellas”.

Hay muchas anécdotas que hablan de ese desencuentro entre lo que un poema dice y lo que se le pide que informe o comunique. Como si cada vez que le pidiéramos eso el puente que es el poema se borrara. En una ocasión en que el pintor impresionista le contaba al poeta simbolista de sus dificultades para escribir un soneto cuya idea traía en la cabeza, Stéphane Mallarmé le contestó a Edgar Degas que la poesía se hacía con palabras, no con ideas. Y César Vallejo les aclaraba a los vanguardistas que más que los motores o su hombría lo importante en un poema son las palabras: “No quiero referir, describir, girar ni permanecer. Quiero coger a las aves por el segundo grado de sus temperaturas y a los hombres por la lengua dobleancha de sus nombres.” Más claro ni el agua. Y además sin que suceda nada. Nos da un pitazo, que a su vez no nos lleva a ningún lugar. La fuerza sorda o estridente de un  poema está en la forma que adoptan sus palabras y no en la información de sus enunciados. Es decir, está en su comportamiento, no en su funcionalidad. Un poema no lleva a ningún lado. Y en ese sentido es todo lo contrario a un medio, ya sea de información o de comunicación. Y eso lo hace a la vez repetitivo. Por eso su temporalidad no importa, como no importa la de un cuadro, ni la de una coreografía, ni la de la música. Su fascinación está en donde engaña.


Trataré de decirlo de otra manera. El puente en que un poema se convierte en su lectura, más que recorrer un camino, se desplaza como una ruleta. Uno se sube a ese puente y de repente éste empieza a girar, primero en un solo plano e inmediatamente después en múltiples direcciones, y luego en distintas dimensiones, para al final depositarnos en el mismo sitio en el que estábamos, y al mismo tiempo en un punto en el que nunca esperábamos encontrarnos. Digo “al final” por cuestión de procedimiento, porque lo que estoy imaginando es un juego mecánico que súbitamente se vuelve electrónico y sin que nos demos cuenta termina siendo virtual. ¿En dónde se haya? ¿A dónde nos conduce? Nos subimos a él y nos lleva a muchísimos sitios sin que nunca nos hayamos movido de donde estábamos. Como si nunca hubiera existido. El lenguaje, en un poema, es vertiginoso y a la vez fijo. Lleva a muchos sitios y no lleva a ningún lado. Porque la lengua dobleancha de los nombres de los hombres, y la segunda temperatura de los patos, son inasibles, y en ese sentido inexistentes. Y sin embargo las sentimos. Se nos abre y ensancha la lengua en un decir doble, que es a la vez escindido y desplegado, y subimos a un segundo grado de calor al sentir en nuestras manos la temperatura de esos patos palpitantes. Ya sé que el pato no está en Vallejo, pero no importa. Después de leer lo que un poema se esfuerza por plasmar ya no estamos donde estábamos, y seguimos ahí. Algo ha pasado en nosotros que la lectura ha desacomodado y vuelto a acomodar, súbitamente, aunque parezca que nada ha sucedido y aunque creamos que forma parte de un procedimiento temporal. Parece que hemos hecho un recorrido cierto pero que en realidad es inexistente. Nunca lo hicimos: el puente nos ha recorrido a nosotros.


{moscomment}