No. 38 / Abril 2011 |
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Con mi cola larga, lengua ancha, roja y bífida mi aspecto marino es más temible que la herida que puedo causar. Tengo que decirte, no hay nada en mí que sea tan mortífero como parece, me gustaría saber cómo es tu vida, si tus viajes son amables y generosos, si encontraste el sosiego, yo te contaría que se me ha dado por volar y alimentarme de lagartijas. Es la hora del amanecer, el cielo estriado por minúsculos cauces rojo-escarlata; tengo un nido nuevo y me dedico a raspar un palo con una navaja, lo dejo suave, cuando termino de rasquetearlo lo guardo. Durante el atardecer suelo hacer collares o cualquier otra cosa sin significado: levantar una pera dulce, un poco podrida, pero dulcísima. Mordisqueando una pera te das cuenta que estar solo en la hora roja de la tarde es como dejar que del cuerpo salga una hoja y de esa otra y otra. Hay días en los que me hundo en el agua y no sé si por influjo de la luna o por un simple movimiento del sol puedo deslizarme sobre la tierra tan sinuosamente como una serpiente con aros de color azul intenso desde la cola a la boca, pero ese cuerpo de serpiente pálido y embozado no soy yo, quisiera poder aclarar cerca de tus oídos algunas de estas cosas, me has dicho que no es posible por ahora, ya que las nuevas ocupaciones te llevan todo el día y también que tu vida es mejor, más sólida. No me hagas caso, simplemente podrías decirme si es verdad que las escamas de mi cuero siguen brillando a pesar de haber sido arrancadas una por una, y que aún así el cuerpo está contento con esta pequeña vida. |
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