El poeta en el desierto: Rubén Vargas


Hojarasca y naipes
Por Jorge Aguilar Mora
 


El escenario consta
De una línea continua y tensa
Remota como ella misma:
                                  el horizonte.
A un costado
No importa cuál:
                           las vías
largamente abandonadas.
Al centro
Una gran piedra
Sin sombra.

                      Ahora
Sólo faltas tú
Dondequiera que estés.

(“Ejercicios en el desierto”, I, La torre abolida)

 


El poeta en el desierto: Rubén Vargas 


Hojarasca y naipes
Por Jorge Aguilar Mora
 
El escenario consta
De una línea continua y tensa
Remota como ella misma:
                                 el horizonte.
A un costado
No importa cuál:
                       las vías
largamente abandonadas.
Al centro
Una gran piedra
Sin sombra.

                   Ahora
Sólo faltas tú
Dondequiera que estés.

(“Ejercicios en el desierto”, I, La torre abolida)

 

Entre los poetas activos de la poesía boliviana contemporánea, destacan muchos nombres. Uno de ellos es el de un peregrino de la literatura, un caminante tenaz, incansable que recorre los lugares públicos de la lectura y encuentra en ellos el rostro más secreto; que visita los sitios de las palabras más compartidas y vive en ellos las experiencias más íntimas, más personales y más incomunicables. Más suyas.

Rubén Vargas (La Paz, 1959) ha publicado dos libros de poemas: Señal del cuerpo y La torre abolida.

seal-cuerpo.jpgLos títulos mismos de sus obras muestran su colocación tangencial en el mundo de los signos y de los símbolos; mejor dicho, en las entrañas del mundo de los signos y de los símbolos. Un espectáculo feroz ese interior, que impide la mirada directa, que hace inútil querer hacerle sombra. Por eso, la realidad está en el canto, la realidad del poeta que escribe y del poeta ausente: “sólo faltas tú/ dondequiera que estés”.

¿Faltas “dondequiera que estés” o faltas sólo en este lugar aunque estés llenando todo el resto del espacio? ¿Dónde no estás? La ausencia está donde están las sombras, en el resto de los sitios donde no cae el sol desde su cenit para darle su lugar a la gran piedra “sin sombra”. El escenario de Rubén Vargas es el del viajero y su sombra de Nietzsche, que va caminando para tener siempre sobre él al sol en el cenit, o que no se mueve, ocupando el lugar de la torre abolida, donde no quedan sino ruinas de los símbolos. A Nerval le desesperaba esa destrucción, y le desesperaba más la imposibilidad de encontrarle un sentido.

Rubén Vargas contempla a su bisabuelo, entregado al suicidio, y se ofrece a sí mismo, para sobrevivir, las cuatro últimas canciones de Richard Strauss, que cierran magníficamente su libro: la canción de la planicie, la canción de los silencios, la canción de los abrazos, la canción de los cuerpos, que evoca sutilmente el poema corporal de Moreno Villa: “cuerpo perdido/entre los cuerpos/cuerpo buscado/entre los cuerpos/cuerpo deseado…” Y entre los cuerpos, el cuerpo se borra: el cuerpo. Rubén Vargas no es un poeta del cuerpo; su poesía es el silencio donde ese cuerpo, perdido, buscado, deseado, borrado, sobrevive a la ruina del engaño, a la ruina de la lejanía, a la ruina continua y tensa que siempre está lejos de sí misma.

La poesía de Rubén Vargas nos da ese instrumento, como no queriendo, siguiendo su senda de peregrino, de caminante sin fin: el instrumento de estar siempre más lejos de nosotros mismos que de la imposibilidad de recuperar ese cuerpo. Ese cuerpo que se ha vuelto de nadie, ignorando la luz:
el
alba
trae tu nombre

dormido
mi cuerpo

ignora la luz

(Señal del cuerpo)



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