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No. 39 / Mayo 2011

 

Amalia Bautista
(Madrid, 1962)


Compañeros de viaje

Un hombre duerme junto a mí. Le miro,
pero no le conozco. No sé si está soñando
con alguna mujer que se asemeje
a la que soy ahora o a la que no fui nunca.
Por la ventana veo el mar en calma,
de un azul tan intenso que parece mentira.
Pero él ya no lo ve, ni me ve, ni ve nada.
Parece casi muerto de cansancio,
no hay ninguna expresión en ese rostro
y tampoco la había con los ojos abiertos.
Tiene las manos grandes y morenas,
supongo que su tacto no resulta agradable,
y suda por el cuello y por la frente.
Está entrando en la zona más profunda del sueño,
empieza a abrir la boca y a roncarme muy cerca
de la oreja. Sus piernas se separan
y con su muslo izquierdo está tocando el mío.
Verle dormido me da sueño. Y asco.
Es una mezcla extraña que jamás he sentido.
Necesito dormir, pero no quiero
dormir con él. Así que me incorporo
y busco otro lugar. Es fácil.
El autobús está medio vacío.




La torre

Hagamos una torre de minutos,
apilemos los ratos que hemos podido vernos,
hablarnos, sonreírnos, hacernos el amor, acariciarnos
hasta el fondo del alma.
Vamos a amontonar con cuidado infinito,
para que no se caigan,
esos segundos de alegría limpia
que nos dieron la paz y las lágrimas dulces.
Construyamos un frágil rascacielos
que centellee al sol y resista las lluvias.
La torre alcanzará las nubes.
Pero nunca alzaremos a su lado otra torre
con todos los minutos que no estuvimos juntos,
con los días perdidos más allá de los mares
y las noches pasadas abrazando otros cuerpos.
Sería insoportable contemplar esa torre.
Daría varias veces la vuelta al universo.

 


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