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No. 39 / Mayo 2011

 

Carlos López Beltrán
(Ciudad de México, 1957)



La esposa de Lot

Cuando sintió el filo de una lista de cristal sembrarse en su costilla, muy cerca del esternón, sabía que no había regreso. Ya todo fue cazar los microsismos de la duda que interrumpían sus pasos al bajar la escalera, los sobresaltos al cambiar de posición. Distinguir contra el bullicio de la hora del recreo de la escuela vecina la crispación diminuta de otra aguja, y luego otra. Reconocer el crecimiento milimétrico de las lajas que capa a capa sustituía entre sus intersticios lo líquido por lo sólido. Dejar la seda.
Comenzó a sentir la pesantez de los humores, cargados de sales ariscas. Sus remolinos densos y ruidosos que en descuidadas descargas de quincalla la escayolaban. De adentro hacia afuera. Una de cal por otra de carne. Asumir la armadura.
El dolor cuando llegó fue sutil e insistente. Con él sabía de las guadañas arañando sus telas, desvirutando la faz de sus sentidos. En la cúspide supo ponderar sus cadenas: el peso sedimentario que cada vez más la molía, la atería; y anheló la parálisis.
Cómo olvidar el instante de la primer señal. Él la llamó desde el abismo y aún sabiendo que se trataba de un esperpento, ella volteó. Sabía.




El hombre que se convirtió en hormigas

“Un anciano entra a un hospital con el cuerpo lleno de hormigas”.
Todos los desahuciados volteamos a verlo con tedio...
Baja los brazos, se abre el batón a la altura del vientre,
y con las palmas volteadas hacia el grupo
nos muestra la sonda conectada a su estómago.
Su rostro apenas tiene expresión...
Entran hormigas y salen de su cuerpo
acarreando fragmentos mal digeridos,
recuerdos a medio morir...
Su hermana cayendo de un columpio y la culpa
que siente están ahora al aire, atenazadas
por una hormiga que deambula sobre adoquines blancos.
La mano suave de la mujer de su amigo
bajo su pantalón, sobre sus nalgas, en el asiento trasero,
la culpa enroscada con el gozo. La sensación
de las sábanas en casa de su hermana aquel invierno
es la tibieza que otra hormiga se lleva para siempre.
Otra lleva el color del cielo atardecido entre junio y agosto
por el tragaluz del tendajón donde su padre y él
despacharon por décadas. Dispersándose
también van los indicios y señales para orientarse
en su pueblo, los tonos de la voz de conocidos...
Una pátina musgosa de tenue radiactividad,
un apenas resplandor el que reparten las hormigas
en esta penumbra de las seis de la tarde.
El hombre ahí parado, a media sala de hospital
con el cuerpo plagado por hormigas, que entran
tenaces a su cuerpo  y salen cargadas de alma.
Nos ha tomado por testigos:
“Me están comiendo vivo estas hormigas” dice,
como no creyéndolo del todo. Y nadie entre
nosotros se mueve, ni se conmueve. Sólo
esperamos retrasar la aparición de las hormigas.




Vecinos

Nadie vive más de siete meses en esa casa
de grandes jardines y porte espectacular.
Llegan se van familias como de una terminal.

Se mudan con bombástica coreografía.
Ocho mascotas peludas que corretean cargadores
ciertos domingos soleados y airosos.

Y se escurren a oscuras una madrugada
plenos de gris severidad como intentando
desmaterializarse entre las sombras.

Los maridos son gordos o altos o gritones
y las mujeres menudas, con cohorte de sirvientes
étnicos, endogámicos, desequilibrados.

Los niños son la sorpresa. Trapecistas o mongoles
o cruzados o torturadores de ardillas o poetas
desnudas en la azotea o gacelas que coleccionan libélulas.

Nunca se quedan tres estaciones en la casa
de puertas pesadas y ventanales opacos.
No avisan cuando llegan ni cuándo se van.

Detrás de nuestras persianas adivinamos.
El día de su huida es la colecta de despojos.
Ropa, trebejos  y papeles que asiduos catalogamos.

 

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