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portada-veinte-aos.jpg Veinte años no son nada
Esteban Moore
Alción
Buenos Aires, 2011.

Por Jorge Rivelli

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No. 41-42 / Julio-agosto 2011

 
 
 

La selección de las piezas de los siete libros de Esteban Moore que realicé para la antología Veinte Años no son Nada, no fue tarea fácil. Es más, con los poemas que quedaron afuera haría otra selección; pero, en fin, será cuestión de que en algún momento se edite en un solo volumen toda la obra.

El advenimiento de la democracia trajo una poética distinta marcada por un compromiso directo con la sociedad y sus libertades, pero también, con la resaca de los siete años de oscuridad y silencio. Había que decir, y Moore poco a poco se desprende del dolor, y dibuja un panorama profundo de la ciudad y su gente hasta transformar las lecciones cotidianas y sus cosas en historias de vida, pasando por la ruta y la desolación de la Patagonia.

La noche en llamas (1982) y Providencia terrenal (1983) son los dos primeros libros, que van marcando un progresivo instinto de libertad poética, que inicia con breves y contundentes piezas que, a su vez, dan cuenta del pasaje a un orden constitucional, con el dolor de los muertos en la memoria. El género social identifica el inicio de su obra, con el poema mi buenos aires querido: “en una bella ciudad/ del lejano sur del mundo/ un niño/ con amorosa osadía/ se tiende en la hamaca/ sus impulsos agitan/ la desparramada ceniza de los muertos/ en nuestras habitaciones/ gobernadas por el cerrojo/ la memoria es un muro/ que no puede ser derribado.” De manera directa, sin perder emoción, va desprendiéndose del romanticismo y culmina con una voz pulida que identifica la generación del 80 en el libro Con Bogey en Casablanca: “(bogey bebe en silencio/ el agrio bourbon del olvido/ su mirada perdida en la noche africana/ oculta las profundas cicatrices del amor.” (1987).

En el prólogo de la primera edición dice Joaquin Giannuzi: “…esta poesía nace de un compromiso a fondo con la existencia. La realidad y la experiencia personal se han conjugado dialécticamente hasta destilar un universo poético de rasgos propios cuya forma ha evolucionado desde un esquematismo riguroso hasta una densidad en expansión de rica imaginación metafórica. Pero el lenguaje ha mantenido no sólo su identidad de acento sino un digno nivel de precisión.”

En los años noventa se editan dos libros: Tiempos que van (1994): “Hay en Tiempos que van el testimonio de un solista a muchas voces –una polifonía que se anuda y hace nudo para el espacio de un tono personal- y que se encuentra en el despliegue de comparaciones y ambigüedades. Escritura impulsada en atravesar como pocas y extrañamente /las ropas, los cuerpos, la palabra. Pareciera que los poemas se sostienen por un delgadísimo hilo donde la extrañeza, el asombro, el desencanto, se despliegan en un lenguaje controlado, terso y riguroso. Se puede evocar al leer este libro un desierto que decrece hasta dar en pozos de ceniza, pero que también el dolor puede transmutarse en goce por la magia y el ‘hacer’ (diría Valery) de una obra sostenida.” –Jorge García Sabal, 1995-; e Instantáneas de fin de siglo (Montevideo, 1995), en el que con suma solidez desarrolla un estilo propio. Diría que junto a Con Bogey en Casablanca forman una trilogía esencial, no sólo de la obra de Esteban Moore, sino, para entender a profundidad la llamada generación del 80; en tanto que una de sus características es el cambio de la influencia europea (francesa, sobre todo), por la norteamericana. Y en esta trilogía es clave el extenso trabajo de traducciones de poetas anglosajones que realizó Moore.

Del primero rescato Fragmentos, un poema único en forma y espacio. La obsesión que siempre da vueltas, “los desaparecidos”, en esta pieza, da cuenta de que “no hay cadáveres”, que es imposible un duelo sin cuerpo, y es muestra de lucidez en tiempos difíciles, o por lo menos, cuando otras voces planteaban otra cosa:

(TATA/ aquí/ hubo muerte/y /mucho más /sí mucho más /después /de /sí /lo /peor /de /lo /peor /sí /después /de /así es /TATA /aquí /hay muertos /muchos /muchos muertos /y ningún cuerpo /ningún /cuerpo /NINGÚN CUERPO /NINGÚN CUERPO /NINGÚN CUERPO /NINGÚN CUERPO /NINGÚN CUERPO /NINGÚN /NINGÚ /NING /NIN /NI /N.)

En Instantáneas de fin de siglo hallamos una obra maestra, me animo a decir, el mejor poema o el más significativo es Ángeles caídos. Un recorrido contundente por la poesía, los poetas, el dolor y la ciudad envuelta en palabras e imágenes que desborda de emoción: “no busquemos en el pasado/ edenes ilusorios/ menos aún/ la seguridad de las jerarquías/ el siglo nos presentará/ las imaginadas ruinas.”   

En la década del 2000 salen a la luz dos nuevos libros: Partes mínimas (2006), y El avión negro (2007). Con el primero se produce un cambio notorio en el ritmo, la respiración se corta mediante el uso de largas líneas, hileras de puntos y amplios espacios. Organizado en dos secciones, formamos parte de la experiencia de un viaje de ida y vuelta por las rutas del sur argentino. Estas piezas breves llevan por título versos de poetas, y alternan descripción y abstracción con una notable fuerza lírica. Moore nos sorprende nuevamente en este giro inédito. Se alza la voz porteña. Acerca de este libro dijo el poeta Luis Benítez: “La frecuente combinación de magnitudes máximas y mínimas hace intensas las imágenes; las graciosas codornices, vívidamente captadas por el ojo poético de Moore, nada saben del fragor del lejano deshielo, pero de algún modo lo leen en el brillo de las gotas; la mano que sopesa un canto rodado palpa también un inmemorial trajín de aguas y de edades; otra piedra tocada, al despertar en la mente la palabra “meteoro”, desencadena una instantánea percepción de espacios siderales. Cuadros misteriosos, cuya atmósfera se enrarece aún más cuando, en algún pasaje, la marginalidad de lo humano se margina hasta desvanecerse, dejando ante el lector un mundo entrevisto un instante antes o un instante después de la presencia del hombre en la tierra, un mundo de puras presencias elementales o puras ondas de energía en caprichoso entretejido. La imaginería, de impresionista y expresionista, pasa entonces a ser abstracta; la mirada del cosmólogo se ha combinado con la de un físico atómico algo fantaseador y travieso.”

En el segundo libro aparece el contador de historias, es increíble la destreza lírica que se plantea en estas piezas. Historias que para cualquier escritor con oficio le llevaría entre cinco y siete páginas, el poeta las desarrolla en cuarenta o cincuenta versos. La extraordinaria madurez poética hace infinitas las posibilidades para el futuro de su obra.

Insisto en esta voz porteña que toma una fotografía: los cines, un programa de radio, lugares en pueblitos del interior, y con ello escribe poemas de alto poder emotivo. Una nueva lírica abre las puertas del siglo. Dijo el filoso Daniel Fara: “Con todo esto, Moore logra el tipo de unidad propia del mosaico, del collage. La logra dentro de cada poema y en el conjunto, que es el libro. En cuanto al reconocimiento explícito de lo literario, esto no determina que El avión negro... sea un poemario para intelectuales, para escritores; al contrario de eso, el autorreconocimiento aparece como un rasgo de sinceridad, natural a la enunciación, que potencia, en vez de apagar, la emotividad de las piezas.”

Convengamos en algo: todo el que escribe, sean cuales sean sus temas, su estilo, sus referentes, terminará dibujando su propia cara. Sin embargo, entre el onanismo de la ensimismada, monoideativa escritura memorialista que ahoga cada vez más a nuestra literatura, y logros como los de Moore en este libro, hay mucha, muchísima distancia. Media el espacio de lectura más caro al amante de la buena poesía; territorio en el que lo incidental, como un pantógrafo, reconoce minuciosamente los rasgos del autor sólo para trazar en un plano trascendente la forma inenarrable de nuestra emoción lectora.

En síntesis, los pilares de la obra poética de Moore son el minucioso y productivo trabajo de las traducciones anglosajonas, la extensa y profunda lectura de la literatura rioplatense, y su vida curiosa, a veces como un flaneur y otras involucrado totalmente en la escena. Y de sus publicaciones podría decir que los dos primeros libros tantean el terreno; tercero, cuarto y quinto, el punto más alto de la vanguardia ochentista; el sexto, el habla porteña, una vuelta de tuerca a todo lo anterior; el séptimo, el punto más alto de su obra. Siete libros que tienen en común una voz inconfundible, por más que cada tanto queme las naves o mezcle y vuelva a dar.

Es un placer leer esta obra en sus bodas de plata, en sus veinticinco años de poesía. Ahora a esperar lo que vendrá.   

 



 


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