Parachoques 


Caracoleos
Pedro Serrano

El poeta y crítico de arte Luis Cardoza y Aragón cuenta en sus memorias que cuando visitó a Pablo Picasso pasaron la tarde hablando de mil cosas, y nunca se le pasó por la cabeza hacer la menor observación a la obra del pintor. Tantos homenajes habrá recibido, pensó, que sería una reiteración. Al día siguiente la mujer de Picasso acompañó de compras a Lía, la esposa del guatemalteco, y le comentó de pasada que Pablo estaba consternado, pues tenía la impresión de que a Luis no le gustaba su trabajo, ya que no le había hecho ningún comentario. Nadie pensaría que la propia valoración de Picasso dependiera de otro individuo, por más que este fuera uno de los intelectuales más inquietos de su tiempo, su amigo y su contemporáneo. Y sin embargo así era. La confianza de Picasso en sí mismo era inconmensurable, de ahí su infinita libertad, pero la fragilidad de su ego era tan grande como esa fe ciega y por eso todo lo que lo rodeaba era capaz de afectarlo. Esa inseguridad, precisamente, fue el mejor acicate para sus extraordinarias búsquedas. La inmersión artística es un estado frágil, y cualquier cosa afecta su constitución. Los artistas y escritores buscan y construyen alborotados mecanismos para, en un solo movimiento, proteger y exponerse.

 

No. 42 / Septiembre 2011

 

Parachoques 


Caracoleos
Pedro Serrano


Rafael Courtoisie, Tiranos temblad
Ministerio de Relaciones Exteriores, Montevideo, 248 pp.

El poeta y crítico de arte Luis Cardoza y Aragón cuenta en sus memorias que cuando visitó a Pablo Picasso pasaron la tarde hablando de mil cosas, y nunca se le pasó por la cabeza hacer la menor observación a la obra del pintor. Tantos homenajes habrá recibido, pensó, que sería una reiteración. Al día siguiente la mujer de Picasso acompañó de compras a Lía, la esposa del guatemalteco, y le comentó de pasada que Pablo estaba consternado, pues tenía la impresión de que a Luis no le gustaba su trabajo, ya que no le había hecho ningún comentario. Nadie pensaría que la propia valoración de Picasso dependiera de otro individuo, por más que este fuera uno de los intelectuales más inquietos de su tiempo, su amigo y su contemporáneo. Y sin embargo así era. La confianza de Picasso en sí mismo era inconmensurable, de ahí su infinita libertad, pero la fragilidad de su ego era tan grande como esa fe ciega y por eso todo lo que lo rodeaba era capaz de afectarlo. Esa inseguridad, precisamente, fue el mejor acicate para sus extraordinarias búsquedas. La inmersión artística es un estado frágil, y cualquier cosa afecta su constitución. Los artistas y escritores buscan y construyen alborotados mecanismos para, en un solo movimiento, proteger y exponerse.

Tiranos temblad de Rafael Courtoisie, que recoge poemas de 2004 a 2010, y que abre nada menos que con el escudo nacional y el nombre y título del Presidente de la Nación, es un buen ejemplo de esto. Al libro, pensaría uno, le sobra la retahíla de homenajes acartonados y decimonónicos, dignos de las celebraciones del primer centenario de la independencia, que ocupan las primeras cincuenta páginas. Y qué necesidad tenía el autor, me pregunto además, de incluir toda la basura curricular que cada individuo lleva a cuestas. Porque nadie, a menos que tenga que escribir un informe editorial, esté de jurado de una beca de jóvenes creadores o sea presa de morbosa curiosidad, se va a poner a leer todas esas fichas. Siempre es de agradecer algo de información, pero su exceso se nota. Por eso, dudo con duda grave que toda esa pomposa parafernalia inicial no sea en realidad un montaje teatral utilizado por el propio Rafael para abrir de manera lo más bombástica posible su último libro de poemas. Quizás, pienso también, sin ello no sería ni el libro ni Courtoisie lo que son. Porque, paradójicamente, el libro propiamente dicho comienza como debería comenzar, es decir, sin ningún antecedente, sin ningún aviso, abrupto y duro y a la cabeza:

Todos los habitantes del país son tiranos. Desde el más débil al más fuerte, desde el más adusto y solemne hasta el más suelto y alegre. La tiranía es una enfermedad endémica y contagiosa que penetra en la carne y la vuelve tensa, vehemente, ominosa. Un niño de dos años aprende a despedazar sus juguetes.


“¡Sopas!”, me digo al empezar a leer, distraído como estaba con tanto antecedente. Y de ahí p’al real. Puesta esta perspectiva queda de manera incontestable que Courtoisie ha utilizado la estructura de los currículos académicos, que tantos puntos dan y quitan, y ha incluido la estructura de los homenajes a los héroes que nos dieron patria, para poner sobre la mesa sus debilidades descarnadas, para explotarlas y hacerlas explotar. El resultado es que el poema que abre el libro no sólo es uruguayo. Ahora que México apunta miserablemente hacia el regreso de sus peores uñas y mañas, vale la pena citar unas palabras de Germán Dehesa, actualísimas, vivas, escritas hace cuarenta años sobre Mario Vargas Llosa, que explican la desconcertante actualidad de la apertura de este libro de poemas:

A partir de que el esquema político está construido sobre la injusticia y sobre el fingimiento, de allí emana un mundo de relaciones que no puede más que repetir la estructura primordial y los vicios y los errores de la estructura política y en la medida en que la política es un mecanismo tramposo y violento, las relaciones humanas del hispanoamericano se contaminan y se contagian de esta trampa y de esta violencia aún si lo que parece ser las relaciones más privadas, más íntimas, aún en las relaciones amorosas entre dos sujetos, entre dos individuos de este mecanismo social, aún esta relación que parece construirse al margen de la estructura política, aún aquí encontramos esta contaminación y por lo mismo también resultan equívocas y resultan frustrantes esta relación que establecen entre sí los seres hispanoamericanos, aún en sus relaciones aparentemente más íntimas y más al margen del proceder político; también entre hombre y mujer, entre amado y amada, se establece la trampa, se establece la violencia y se establece la falta de respeto y el atropello; y esto, entre otras cosas como reflejo de la primera y fundamental corrupción; todo fue estructuras que se repiten y que grotescamente imitan los errores de la estructura fundamental.


Mejor resumen de este libro es difícil de encontrar. El lenguaje, cierto, es tosco y algo extemporáneamente estructuralista, pero en el arco de casi medio siglo la realidad uruguaya y la mexicana no han cambiado demasiado. Porque queda el regustillo de todos modos de que, simultáneamente, el poeta necesita de esos homenajes y de esos reconocimientos para aclimatar sustos, de que eso no es una broma ni una burla, de que va también en serio. No que el libro necesite de ello, bien seguro. La fuerza de Tiranos temblad (más allá de la retórica del título, tomado del himno nacional de la republica oriental) es capaz de burlarse de esto y más. Y si bien es posible que el individuo que lo escribió, muy aparte de su capacidad de afirmación creativa y corrosiva crítica, necesite de apuntalamientos y apapachos, lo interesante de esos relamidos agasajos y gazapos es que la obra misma los utiliza y se sirve de ellos para reforzar su intención iconoclasta y subversiva. Esas cincuenta páginas ridículas refuerzan y activan lo que los poemas van a decir y de esta manera se hacen, casi, parte de él.

El volumen, que lleva el extraño subtítulo de Antología poética (porque es una recopilación, no una antología, que dicho sea de paso ya había aparecido hace cinco años bajo el título de Palabras de la noche) recoge cuatro libros de poemas: Todo es poco de 2004, Amador de 2005, Poesía y caracol de 2008 y el inédito de 2010, Tiranos temblad, que a su vez da título al conjunto. En apenas diez textos, estos poemas cuentan historias, algunas efectivas, otras rayando en la peor ficcionalidad, y sirven de preámbulo a una extraña bifurcación, que se repite a lo largo del libro. En Se aprende a vivir, por ejemplo, Courtoisie saca mil chispas y fosfatos a la confrontación entre país e individuo: “En aquel país todas las cosas eran como piedras, secretos de una dureza infinita, salobres y tercos, peñascos que no hablaban, pedazos de sueño con mínimas incrustaciones humanas. Silicatos con una veta delgada, muy fina, de sentimiento”, un pedazo de poema que dialoga con el final de otro, de varios años antes, que parece una reflexión desencantada de lo que se ve en el espejo de El matrimonio de los Arnolfini: “Y esas piedras contiguas, caídas, rozándose inmóviles en el fondo del mismo pozo”. Frente a esto, en el magro relato titulado El pornógrafo, Courtosie desnuda al personaje desde una pobre y amarga moralidad unilateral, que adelanta lo que va a aparecer en otros textos: “Tiene la llave, pero no abre la puerta. Mira por el ojo de la cerradura. Cierra los ojos. Se relame. Parpadea. Llora por no eyacular.” Estos dos ejemplos sirven para ver la diferencia que hay entre el poema en prosa, en que cada frase reverbera en la condensación del párrafo, como aforismos cuya luminosidad se extiende a lo largo de un pasillo, y esos recortes visualmente idénticos que sin embargo son, no cuentos sino callejones sin fondo. Y sirve, de paso, para entender la fuerza y las debilidades del propio Rafael Courtoisie. La misma diferencia que hay, aunque a la vista sean idénticas, de unas lunetas de chocolate y otras agridulces.

Poesía y caracol, publicado por primera vez dentro de la Biblioteca Sibila en 2008, es un libro capaz de armar las conexiones, síntesis y sinapsis más inimaginables y efectivas, a partir de la estructura, los detalles y los rastros del caracol. Los textos reunidos en la segunda sección del libro, titulada Prosa de caracol, quedan, en el acomodo propuesto ahora, diferente al de la anterior edición, más claramente como narraciones, al incluir en la primera parte algunos poemas nuevos y pasar a ella los textos de tono más poético que anteriormente aparecían en la segunda parte, haciéndola más apretada y densa. Caracol como poeta, casi piedra quebradiza, Courtoisie abreva en Lezama, para construir una protección que desde ahí se extiende en espiral y saca las antenas y afirma atrevimientos, como en el poema que abre el libro, Poesía caracol, que al escindir la “y” del título despliega toda la potencialidad del símil. Octavio Paz ya había usado la comparación entre poesía y caracol para hablar de Sor Juana, pero el universo no es propiedad de nadie y además está en expansión. El despliegue de asimilaciones va de la circularidad y la baba del caracol a las ovejas negras y de ahí a las perlas irregulares, a los joyeros y a los pastores, para que se entienda el amplio delta de estas marismas.  En Caracol seco, por ejemplo, la deshidratación o desecación saca el siguiente extracto inasimilable: “El jugo de una roca de palabras. El jugo mental de una roca de palabras que el pensamiento exprime y da vueltas, detrás del hueso de la frente, arena que habla, polvo de caracol, piedra muda.” De ahí lo inevitable del siguiente poema, no recogido en la primera edición del libro y que lleva el significativo y exhausto título de No es caracol: “Un hombre cae al fondo de su propia agua corporal y allí se disuelve como un terrón de sueño.” Tanto caracoleo, parece decirnos Courtoisie, ¿a dónde lleva? (Caracolear, para los que no estén familiarizados con téminos del futbol mexicano, quiere decir driblar, burlar, hacer retruécanos con el balón.)

¿Qué había pasado antes, antes de esta recolección, quiero decir? Amador, de 2005, es un libro que no termina de acomodarse, amarillento, ictericio, como si necesitara hablar de más aunque siempre sobre lo mismo, ya sea elaborando sobre mujeres o sobre hojas. No es un libro suficientemente enfermo para dar lugar a la evaporación y sus emanaciones, sino aferrado a una sola vía conductiva, como si allí pudiera de verdad respirar. Una obsesión machihembrada lo recorre, sin diversificaciones poéticas, imaginarias, sexuales, arquitectónicas o químicas (porque todas estas referencias aparecen en Courtosie). Amador deja poco lugar a lo diverso, a lo ovovivíparo, a la homosexualidad, a la no confrontación, al roce puro, a lo fractal, a lo esporádico, digamos. Por lo que la rosa mineral, la rosa hueca de Xavier Villaurrutia, que silenciosa horada las tinieblas y no ocupa lugar en el espacio no cabe en este campanario. Como Fabio Morábito con la repetición de sus martillos y clavos en su Caja de herramientas, aquí Courtoisie borda y repasa una y otra vez los pliegues de un erotismo obsesivo que hace siempre el único y mismo recorrido, a la vez vaporoso e impreciso, de una visión fundamentalista de la sexualidad, basada en la oposición de lo fálico y lo receptivo, como se puede ver en la serie de imaginerías hembradas con títulos como La triste, La fría, La llena o La madre. A veces algún poema se dispara, como La desterrada (¡yo tengo un poema del mismo título!, caigo ahora en cuenta), en memoria de Juana de Ibarbourou y de Delmira Agustini, a quien mató su marido, que parte de esa misma identificación binaria pero que se adentra en mares más complejos desde el momento en que ya no es la voz masculina, sino que, tornada ésta al final en monólogo dramático, es ella, la mujer, la que habla, y todo cambia: “Vivo en el aire, sobre lo que existe y no. Y es tarde”. El penúltimo poema de este libro, La pregunta, de tan justo título, es una liberación. Al alzar Courtoisie el amor enterrado de los topos, el zigzagueante y sibilino de la serpiente, el poema habla de algo más que de una masticada rabia masculina. Frente a la reiterada distribución de papeles masculinos y femeninos de los anteriores, amplia sus resonancias y alcances: “Te imaginas”, dice en este poema pensando en el calor monumental de los osos hibernando, “ese amor pesado, ese amor de tapado de piel viva, aprovechando toda la energía de la noche invernal?”. Por ello, al final, este poema es capaz de presentar al lector y al autor otra pregunta, incontestable con los argumentos previos: “¿Y el amor colectivo, la orgía de las bacterias que constantemente lo hacen intercambiando información y partes, fragmentos de una a otra como extrañas palabras anochecidas, flotantes?”  Aquí no hay más machos ni hembras sino una pulverizada pluralidad, que es lo que en realidad somos.

En Todo es poco, de 2004, el libro más completo de este volumen, Courtoisie despliega una inquietante capacidad para entrar en la metáfora exacta y desde ahí atacar una emoción particular, lo que demuestra que en poesía no hay avances sino rastros y manifestaciones. Veamos por ejemplo el poema La letra A, donde la “a” se abre primero como vacío. La a puede ser muchas cosas: hilaridad, exclamación, llenura. Courtoisie escogió el vacío y el despoblamiento, lo cual está muy bien. De repente la a se vuelve una “monja indecente y obscena”, y como lectores nos perdemos. Pero la obsesiva búsqueda de Rafael no se queda ahí. Avanza, avanza. Va llevando la quilla de la letra “a” ya no por el mar sino por un desierto de arena, encontrando fósiles de lenguaje, de historia, de pronunciación, de gramática. Su A, que parecía destinada al desperdigamiento, se convierte en un barco lleno de luminarias y enredaderas en las que, mágica y efectivamente, lo que campea es la letra A. El riesgo ha sido mucho: el exceso, la pérdida de control, el desbarajuste. Courtoisie se atreve a atravesarlo, como un pez de las profundidades que lleva colgada al frente una pequeña luz, su propio ahogado, una letra a que se hace pequeña y grande y que apenas ilumina, pero que si se le sigue con la fe que Courtoisie ha puesto en su puntería, llega a puerto, si bien este puerto termina siendo más del mundo de un Bob Esponja adulto que de la adusta superficie que nos invita a dormir. La estrategia de Courtoisie es desaforarlo todo, y luego desflorarlo. Es simple, como él dice: de ida y vuelta. A veces trastabillea. Dice, por ejemplo, que las piedras no tienen formas masculinas. Otra cosa es que no tenga el don de vérselas. Pero que hailas, hailas. Aunque hay que reconocer, en su virtud, que termina con una ola de lenguaje que lame y levanta todo, hacia el espíritu: en este caso algunas piedras, como algunas imágenes poéticas en otros poemas, adoptan “la alegría curva de Dios”. A veces es sublime y preciso, como por ejemplo, con la imagen que crea de los imanes como herraduras de caballos invisibles, en el poema Caballos de fuerza, tan hermosa como efectiva.

No es cierto, como dicen algunos en una especie de automatismo lingüístico, que Courtoisie derive de los tres uruguayos franceses. Si se apellidara López, ¿qué dinastías le podríamos adjudicar? Viene más de Quiroga que de Laforgue, está más cerca de Cortázar que de Supervielle, y su sensibilidad poética afina mucho más con Neruda que con Lautremont. No menos ilustre progenie, por otro lado. Y en todo caso, si rastreamos en otras lenguas, lo encuentro más en su picadero en las rastras y arenas italianas, Berlusconi incluido. No por nada mucha de su imaginería, aunque más descabellada, es de la misma familia que la de Fabio Morábito, a quien ya mencioné. En su propio país, pertenece a una rara asimetría de vastos poetas actuales, con Silvia Guerra, con Luis Bravo, con Eduardo Espina incluso, con Melisa Machado y Mariella Nigro. Y si vamos hacia adentro, a su concentrada tierra, lo veo como una mezcla insolente y acrónica de Circe Maia y Delmira Agustini. O, como se ve en el poema de La media de mujer, viene de Girondo y aterriza en Fin de fiesta de Francisco Segovia, para que se muestre su variedad. Y por supuesto, Marosa di Giorgio, quien gravita en toda su escritura. Courtoisie usa en sus poemas un determinado objeto, el caracol o la nuez, la manzana o el cerebro, para despertar el sueño, para hacernos viajar por lo inexplicable pero cierto, como el hecho simple y dificultoso a veces de cortarse las uñas. Busca una conexión y a partir de ella empieza a escarbar en más conexiones, sinapsis dije al principio, es decir enlaces. La nuez y el cerebro, la letra a, las bacterias, el caracol o las ovejas, las células o la gravedad. Va de la metaforización, del disparadero de la conexión, a su planteamiento y cancelación, en poemas que desdoblan en su propia crítica. Por eso casi todos estos textos son en prosa, descubro: porque son a la vez su afirmación poética y su brutal descarnamiento crítico: “casualidades, episodios de la materia”, caracoleos.


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