Parachoques 


El pinball o la abstracción del testigo
Pedro Serrano

parachoques-pierre-yves_soucy.jpg Hoy que tanta gente vuelve a estar ansiosa de referencialidades para no despeñarse por las dificultades de un poema, vale la pena hablar de abstracción en poesía. Puede servir para ver cómo esas dificultades tienen su historia, su razón de ser, su peso y su pura y dura necesidad. Y puesto que desde varios flancos se insiste en que la poesía sea el repaso literal de lo inmediato, ya sea porque no se lee, no se entiende, o simplemente no se sabe qué es, no está mal observar cómo es la inmediatez de quien observa la que obliga a un poeta a internarse en una escritura incapaz de ser imitativa, informativa y ni siquiera comunicadora. Pierre-Yves Soucy, empecemos por ahí, es un poeta abstracto. Es decir es un poeta tan rigurosamente apegado a lo que existe, a lo que ve, a aquello de lo que es testigo y toca, que la única manera que tiene para mostrarnos sus texturas y tesituras es eso que llamamos abstracción. Su relación con el mundo, la experiencia que en sus poemas se ofrece, es a la vez absorta y abyecta, en el sentido filosófico del término, concentrada e incontenible, nunca fijable, resultado de una salvaje y profunda insumisión del ser frente a aquello que pone en peligro su existencia misma, tanto desde el exterior como del interior. Y eso construye una biografía, una necesidad y una obligación. Mal que le pese a algunos, o les cueste leer.

 

No. 42 / Septiembre 2011

 

Parachoques 


El pinball o la abstracción del testigo
Pedro Serrano


Arde el aire
Pierre Yves Soucy
Traducción de Fabienne Bradu
Ediciones Sin Nombre
México


parachoques-pierre-yves_soucy.jpgHoy que tanta gente vuelve a estar ansiosa de referencialidades para no despeñarse por las dificultades de un poema, vale la pena hablar de abstracción en poesía. Puede servir para ver cómo esas dificultades tienen su historia, su razón de ser, su peso y su pura y dura necesidad. Y puesto que desde varios flancos se insiste en que la poesía sea el repaso literal de lo inmediato, ya sea porque no se lee, no se entiende, o simplemente no se sabe qué es, no está mal observar cómo es la inmediatez de quien observa la que obliga a un poeta a internarse en una escritura incapaz de ser imitativa, informativa y ni siquiera comunicadora. Pierre-Yves Soucy, empecemos por ahí, es un poeta abstracto. Es decir es un poeta tan rigurosamente apegado a lo que existe, a lo que ve, a aquello de lo que es testigo y toca, que la única manera que tiene para mostrarnos sus texturas y tesituras es eso que llamamos abstracción. Su relación con el mundo, la experiencia que en sus poemas se ofrece, es a la vez absorta y abyecta, en el sentido filosófico del término, concentrada e incontenible, nunca fijable, resultado de una salvaje y profunda insumisión del ser frente a aquello que pone en peligro su existencia misma, tanto desde el exterior como del interior. Y eso construye una biografía, una necesidad y una obligación. Mal que le pese a algunos, o les cueste leer.

Uno de sus últimos libros, Fragments de saisons (Fragmentos de estaciones), abre con las siguientes palabras de Jacques Dupin: “El afuera ha entrado por mil cortadas del cuerpo”. Nada mejor que esta cita para ilustrar esa doble hélice extrema de absorción y abyección que fecunda lo que la mirada de Pierre Yves Soucy ve. Incapaz de detenerse en un único punto, siempre yendo más allá, o de regreso más atrás, su mirada es como la canica de un pinball de café, concentrada únicamente en su paso por el campo de juego, una mirada, o un globo ocular mejor, que una vez echado a andar viaja siempre en vertiginoso movimiento, para finalmente quedar inmóvil, detenida. El ojo que mira en sus poemas empieza observando desde la más extrema cercanía y se lanza inmediatamente a ver distancias abismales. En esa separación y escapada lleva consigo a todo el cuerpo, y con cuerpo y ojo, en volandas, al lenguaje que los sigue. Cada instante es una detención en ese vértigo en el punto que se escribe o dibuja, y que nosotros leemos. En la más inmediata cercanía, lo que aparece visualmente son las manchas y partículas lacrimosas que se forman en la retícula del ojo mismo: “El interior desprendido de la noche se abisma en los ojos”, dice en El espacio soterrado, incluido aquí. Ve eso, lo observa con atención, se fija en cada partícula que ahí se mueve, como un cuadro de Kandinski. Una vez recorrido todo lo que sucede en ese plano, se lanza sin intermediación ni contención, cuerpo y lenguaje de por medio, al plano más alejado de ese punto, a la vastedad más lejana, y finalmente accede a escenarios de una extensión vacía, casi de Rothko.

Este recorrido rápido por la abstracción en pintura no es ocioso, y tiene sus garfios clavados en el sentido de modernidad en arte. Para que nos entendamos, “En el siglo XX”, dice John Ashbery en el prólogo a su traducción de las Iluminaciones de Arthur Rimbaud, “las enfrentadas y coexistentes vistas de objetos que los pintores cubistas cultivaron, el despliegue uniforme de todas las notas de la escala en la música serial, y las progresiones antijerárquicas de los cuerpos en movimiento en los ballets de Merce Cunnigham son tres ejemplos entre  muchos de esta fértil desestabilización (del sujeto). Si somos modernos —y lo somos— es porque Rimbaud nos convocó a serlo”. Ninguno de estos ejemplos es fácil para quien se enfrenta a ellos. Pero eso no los hace menos exquisitos, y mucho menos prescindibles, si de verdad queremos entender qué somos. Ni la danza, ni la música, ni la poesía han ampliado su público. Lo han logrado, eso sí, las artes visuales, sin renunciar a su dificultad, sencillamente porque a su alrededor circula mucho dinero, es decir publicidad y difusión. Ahora, por fin, gozan de vastos públicos, que además la entienden, y los museos están llenos, y nadie se queja. No veo por qué no pueda suceder esto con otras artes “difíciles”. No se trata de hacerlas fáciles, sino de construir los puentes económicos, críticos y culturales para que se acceda a ellas. Si se ha podido con Kandinski y con Rothko, se puede también con Mallarmé y su poema en yx, ¿no? Digo, por dar un ejemplo.

Por eso se hace necesario desmenuzar este paseo rapidísimo y ver su desempeño concreto en un poeta actual, para entender cómo la abstracción se afinca en incómoda, y es, a la vez, necesaria expresión para comprender que está en nosotros el poder acceder a ella. En Traversée des vents de 2004, Pierre-Yves Soucy dice: “Cada lugar es el objeto de un encuentro y un detenerse en sí mismo, sin el cual no puede ser un lugar. Todo lugar es un recorrido y una palabra que busca la gravitación.” Como una hélice doble, la súbita detención en el máximo movimiento y el desgarre en la profundidad del pasmo hace que sus poemas no puedan, materialmente, prestarse a configuraciones narrativas o a disposiciones alargadas de figuración. Es como si el ojo que escribe viera en un principio con un microscopio, y desde ahí siguiera recorriendo vertiginosamente con las palabras valles, bosques, montañas, mares, hasta lo más lejano y perdido de los cielos oscuros, vuelto ahora su mirar telescopio. Sus poemas funcionan como esos juegos con dispositivos visuales en tres dimensiones que nos hacen viajar por un glaciar, recorriendo sus precipicios y montañas, y en donde los objetos en un momento están a muchísima distancia y al siguiente encima de nosotros, casi absorbiéndonos, obligándonos a circular sin interrupción por el vértigo que sus poemas proponen, como una montaña rusa sin frenos.

Los poemas de Pierre-Yves Soucy se despliegan por la página como si fueran la representación de su propio acto de escribir, como si en su cerebro resonaran y aparecieran las imágenes de su propia historia para realizar un recorrido que parte y transcurre en la más amplia soledad. Se les lee como si en su despliegue estuviera resonando todo lo que allí, en la escritura, él ve y escucha, pero también como si esto sucediera, sin nadie alrededor, rodeado por la nada. En De un lugar, de todos lados… y de ninguna parte, el poema que cierra Fragmentos de estaciones, de 2008, y que al estar escrito en prosa fuerza un paso más descriptivo de lo que sucede en la mayoría de sus poemas, Soucy escribe: “Estos paisajes tenían la capacidad de abstraerse antes aún de disolverse en otros paisajes”. Las vistas, los paisajes de sus poemas, surgen de ese acto de abstracción, y desde ahí se desenvuelven en un rigurosísimo proceso de despojamiento. En De lo espiritual en el arte, Wassili Kandinski señalaba que “el blanco afecta nuestra psique como una gran magnitud”, y que el negro es un “silencio de muerte”.  Pierre-Yves Soucy nació y creció en Mont-Laurier, en Québec, y el paisaje de su infancia era uno de bosques, lagos, árboles y largas extensiones, muchos meses y una gran magnitud de nieve. Para entender cómo funciona su experiencia en el poema, veamos, en otro fragmento de Fragmentos de estaciones, como nos hace escuchar Soucy el sonido de la oscuridad y de la nieve en un paisaje surgido de la profunda noche invernal, con todos sus ecos y vacíos: “El silencio, una vez caída la tarde, sólo cedía a las resquebrajaduras, con sus repercusiones estrepitosas y prolongadas, de los hielos que se rompían bajo el peso de la nieve, o a los ruidos provenientes de alguna granja lejana, que perforaban el aire seco y frío durante esas noches en que me entretenía en los matices de los negros que terminaban por estallar en luces al paso de unos vientos cargados de nieve polvorosa”. En esta cita somos testigos de uno de los pocos trazos figurativos que aparecen en su poesía. Desde aquí podemos ir hacia atrás, rastreando en su experiencia, y hacia adelante, afianzando su abstracción. La referencia a la granja en la oscuridad nos da una calidez y un asidero que casi nunca vamos a tener en sus poemas, y que me sirve ahora para ver desde esa exterioridad humana ahí nombrada cómo se sitúa quien los escribe, desde donde viene y hacia dónde se dirige.

parachoques-fragments_de_saisons.jpgComo si desde esa granja nombrada lo pudiéramos ver en un nivel de presencia, es decir de momento de escritura, pero también en una perspectiva histórica y biográfica. “Y cuando la puerta  torna, como una nube que pasa, el poblado es lorenzano, escalonado y luminoso, con porches rojos, techos blancos, salpicado de verde, y tiene un cielo, y nubes, y una aurora boreal.” Esta cita, que podría ser extensión descriptiva de lo que antes leímos, describe los paisajes “lorenzanos”, es decir de Saint-Laurent, la región al norte de Quebec donde creció Pierre-Yves Soucy, pertenece al poema Nevera, de Abraham Moses Klein, un poeta con un registro diferente, y está en el libro The Rocking Chair (La mecedora), publicado en 1948. Me dirán que el paisaje puede ser el mismo, pero que la manera de tratarlo es completamente distinto. Veamos otro poema de Klein, Noche de invierno: Mont Royal, en donde el paisaje mismo fuerza un proceso de abstracción cercano al que vemos en Soucy : “cae una nieve de sonido: tintineo de escarcha. Se diría que los copos de nieve tañen sus brillos para lograr estas suaves, estas sordas tintinabluciones”. Se diría que la fuerza de una vista o experiencia determinada inclina su expresión.

Para dejar en claro lo que quiero decir, la poesía de Pierre-Yves parte y sigue estando en el Quebec donde nació, y el ejercicio que relata en sus versos es el mismo que ejerce una y otra vez en cada poema que escribe. Imaginemos al niño en medio del invierno quebecois, en el umbral de la más vasta oscuridad, escuchemos con él los ruidos de la nieve al caer, del rumiar y mugir cálido y a la vez helado, por la distancia que lo separa de ella, de esa granja en la lejanía. La escena que describo es todo lo contrario a los despojamientos que aparecen en sus poemas, pero esta evocación casi de tarjeta postal sirve de contraste, o de sensibilización, para regresar a ellos. Una vez expuesta la postal, podemos empezar a rayarla, para hacer con él el recorrido de su vida, “para que bailen las luces de los aleros, parecidas a una cicatriz hurtada a los glaciares, para que los límites esbocen las formas más puras en el fondo de los tinteros, para que la nieve encienda los colores del enebro”, como dice en la excelente versión de Fabienne Bradu.

Porque ese transcurso del día es también, me atrevería a decir, el transcurso de su vida, como si los años le hubieran permitido tomar distancia e intimar mucho más con todo lo que ha sido y transcurrido. Lo rayado en realidad es un internamiento. En un ensayo dedicado a la poesía de Paul Auster, Pierre-Yves hace una descripción que puede leerse también como un arte poética, y que sirve de explicación para lo que he venido queriendo decir aquí: “Dirigir la atención de la mirada hacia la realidad más cercana, más familiar, para alejarse poco a poco de ella a fin de impregnarse con la proximidad de las cosas, de probar sus límites, de discernir su fuerza de inmanencia, de tal modo que la palabra pronunciada revela cuando nombra y afirma dicha realidad, le otorga al habla un lugar al que se remite y a partir del cual puede irradiar.” Esta descripción, que yo veo aparecer una y otra vez en sus poemas, describe el viaje continuo de su escritura, siempre originario y destinatario en el mismo gesto. Como un pinball que se extendiera en un paisaje nevado. Por ahí corre la canica o el ojo.

Una de las banderas de Pierre-Yves Soucy es la extranjería, como se puede ilustrar con toda claridad en el título de la revista que fundó y dirige: L’étrangère. Desplazarse para él implica un dejar de estar que se afirma no en el lugar de llegada sino en el traslado. Por esa razón en su poesía el origen es un dispositivo de la acción, más que un lugar en sí. Si bien es cierto que Pierre-Yves Soucy nació en Québec, más que un origen esto es el inicio de una errancia. Dado que su mirada se aferra a todo lo que ve, y en el mismo movimiento se despega de ello, no puede entonces estar fija sólo en el punto de partida. A él regresa siempre, como la canica en el pinball, pero su movimiento y sus decisiones lo llevan a muchos lados. Como dije al principio al hablar no del individuo sino del ojo, es una poesía que se sitúa en un umbral. Desde ahí es desde donde ve, y desde esa mirada se empieza a desplazar el movimiento, tanto exterior como interno. Como dice en otro texto sobre el poeta y pintor Abdelmadjid Kaouah, “no se puede nunca afirmar que el gesto se encierra en el solo movimiento circunstancial del  cuerpo — gesto de la voz o gesto de la mano. Todo gesto incorpora la totalidad de lo que somos, de lo sensible a lo expresivo. A cada momento movilizamos la totalidad de nuestras facultades. Escribimos como creamos, en el dominio plástico, que es el lugar de la creación de las formas, de la misma manera que en el lenguaje.” Este nudo doble de significación, esa hélice doble que mencioné al principio, es la fuerza que cohesiona cada uno de sus poemas y la totalidad de su proyecto, que no es otra cosa que la abstracción, se da en varios niveles de su poesía. Como dice Yves Bonnefoy en L’arbre au-delà des images, refiriéndose a la pintura de Alexandre Hollan, “los confines de lo visible y de lo invisible son los lugares mismos donde el espíritu se busca, donde se arriesga a extraviarse.” O como le contesta Pierre-Yves en En el extremo atardecer, su último libro, no traducido todavía: “lor todo el árbol como un dolor ajado en las hojas ver y respirar”. Estas razones históricas, personales, geográficas, incluso de tradición literaria, hacen que sus poemas estén atravesados por miles de corrientes. Son estructuras fragmentarias, quebradas. Son pedazos de espejos aventados al aire que, en el movimiento que va de su lanzamiento a su caída, es decir, de su partición en la página a su desaparición al pasar a la siguiente, intentan rasgar la membrana imaginaria del lector. Por eso incomodan y se los rechaza. Pero la abstracción, en realidad, no busca la desaparición del sentido, sino reflejar en quien lee este o aquel recuerdo, esta o aquella sensación, sin unificarla en un discurso, dejándola sola a que, en el poder de la intensidad de su propia cohesión insular, reconstruya en quien lee su poder evocativo.

Si recorremos los títulos de sus libros, vamos a ver que desde ahí, y desde el principio hasta el final, está presente este doble esfuerzo por mantener y presentar la experiencia, y al mismo tiempo, la necesidad de astillarla y lanzarla al viento. De El espacio soterrado a Travesía de los vientos, y de ahí a Fragmentos de estaciones, pasando por Un temblor y Fragmentos del desvelo, su obra no hace sino pronunciar y proferir el mismo gesto desgarrado, siempre yendo, como otro título suyo indica, desde esa desposesión hasta Más allá de la voz. En el extremo atardecer, uno de sus últimos libros, Pierre-Yves se sitúa en el momento en que la luz se va, en el momento en que, como dice Emily Dickinson en un poema que habla del alba y del amanecer, los niños del atardecer ruedan una alfombra naranja y la van recogiendo, volviéndola primero púrpura y luego gris, hasta que dejan caer, detrás de ellos, los barrotes de la noche: “Hasta que al alcanzar el otro lado - un Dominio del Gris - Alzan con suavidad los barrotes de la noche – y sueltan al rebaño-”. En el extremo atardecer, como su nombre lo indica, es ese momento en que el sol deja caer su último rayo y se pierde detrás del horizonte, después del borbotear de sus sonrientes niños. Cae entonces la noche. Y del otro lado, como el mismo poema de Dickinson, como abre este libro con un epígrafe de Marina Tsvétäiéva: “La aurora es la norma”. Fabienne plasma así en su traducción: “No son sino leves rasgos tus refugios, cargas y cenizas del día detenido por sus membranas. El equilibrio despega del suelo y el espacio devela la paciencia. En el origen, el paisaje fue íntimo; pero poco a poco el ojo se ensanchó con la aurora.”

Desde ahí y con esos instrumentos quirúrgicos de agrimensor y dibujante, Pierre-Yves Soucy alcanza el otro lado de la escritura. Como dice en Tu quemadura ya no está sin sombra, la elegía que escribió a la muerte de su amigo Thierry Hentsch:

Mucho antes      lo visible retirado
de lo visible
caída la noche mucho antes             
abrupta
tu transparencia      cuando se
derrumba
el ojo ciego               con el olvido mucho antes.



Y por eso y con eso sabemos que todo estaba ahí, palpitando, siempre, desde la infancia. Somos lo que fuimos y lo que dejamos de ser, y la poesía es el elemento en el que se da tal reconocimiento, con todas sus dificultades, por supuesto.

 


 

Ilustración:

Fotografía de Pierre Yves Soucy tomada de la página de Les Éditions d l'Hexagone
http://www.edhexagone.com/popUpAutresVues.aspx?codeaut=souc1010

Portada del libro Fragments du Saisons también de la página de Les Éditions de l'Hexagone
http://www.edhexagone.com/Fragments-saisons/Pierre-Yves-Soucy/livre/9782890068063



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