Y ahora
(Sobre El jardín de tinta, de Bernard Noël)


Por Miguel Casado

especiales-44.jpgBernard Noël es uno de los grandes poetas europeos de nuestro tiempo, uno de los más activos, vitales y exigentes consigo mismo, capaz de hacer de cada una de sus lecturas y de sus textos –tan móviles, tan exactos– ocasión a la vez de una pregunta radical y de una evidencia. Nació en 1930 en Sainte-Geneviève-sur-Argence, en la meseta de Aubrac, en el Aveyron, donde el Midi francés se ha convertido ya en Macizo Central; sus todavía recientes 80 años han sido motivo de relectura y conmemoración de su obra, desde el ya lejano y siempre memorable Extraits du corps (1958) hasta los volúmenes de su escritura reunida que han comenzado a aparecer en los últimos meses: Les plumes d'Éros (POL, 2010), L'outrage aux mots (POL, 2011).

Le jardin d’encre, El jardín de tinta, es el libro que actualmente escribe. Sus cuatro primeras secuencias, compuesta, cada una de ellas, por siete poemas de diecisiete versos, también cada uno de diecisiete sílabas, han aparecido en edición bilingüe, con traducción al español de Sara Cohen, en la editorial francesa Cadastre8zéro, acompañados de un extraordinario trabajo gráfico de François Rouan.

Los poemas de este libro en procesoempiezan con las mismas palabras, que se toman como un pie forzado, como un mínimo y sencillo trazo estructurador: et maintenant, “y ahora”, escrito con la minúscula de quien no parte de cero, sino que continúa hablando desde algún punto de un discurso que no cesa. Esta opción por un ahora se afirma incluso si las circunstancias –las de la vida cotidiana, las del panorama poético, las del mundo actual– pueden no hacerla fácil. Dice Bernard Noël: “ahora es aún ahora aunque todo resbale”, y parece hablarnos como desde una militancia de este, de ese momento.

Sin embargo, el propósito de reflexionar sobre el ahora, de saber acerca de él, de llegar a conocerlo, topa desde el principio también con algo borroso e impreciso, que no se deja captar dócilmente: sombras, huellas en el polvo, vaho, viento, humo…, son las sustancias inaprensibles que se interponen una y otra vez. De algún modo, Bernard Noël viene a decirnos que el trabajo del poeta consiste en esto, en mantener un pulso con “una confusión que no llega a replegarse en un nombre”. El jardín de tinta es un acta viva de este pulso, asume sus obligados vaivenes, avanza y retrocede, se estanca, salta, gira; pero el proceso se reemprende siempre desde el punto de partida: et maintenant, “y ahora”, repite su curso cada vez: sus hallazgos, lo desvaído o lo borroso, su impulso y su cansancio, su desesperanza y su certeza; de modo diferente en cada fragmento, el riquísimo relieve de su itinerario compone, está ahora componiendo, un texto inagotable, denso y tenso, capaz de volver a ponerlo todo en juego.

Así, en vez de aceptar la sencillez de las palabras repetidas, cabe preguntarse: ¿y qué es ahora? En los poemas no hay sólo una respuesta. Primero parece quizá que el ahora es un resultado de todo lo que ha ocurrido antes, última etapa de un largo trayecto previo. Lo que hay alrededor son restos, ruinas, huellas de lo que ya no existe, de lo que está muerto y que incluso lleva uno consigo, encima de sí; subversión del tiempo, ocupación del presente por el aplastante pasado, y por el espejismo de un porvenir que comparte obviamente el mismo estatuto. El modo en que la lengua francesa llama a los espectros, les revenants, los que vuelven, manifiesta este mundo falto de materia, cuando todo lo perdido siempre regresa, y nos ataca por la espalda.

Pero –y sería un segundo ensayo de respuesta– el ahora se dice también como refugio frente a lo anterior, como coartada, un “ancla” para “amarrar mentalmente el viaje inmóvil”. Sería una intuición de diferencia, un afán de abstraerse de lo que la experiencia y el conocimiento acarrean; el poema lo cuenta como un intento de cercar el presente con una muralla que lo aísle de historia y curso; es el mito de la actualidad, el lado mellado, acrítico, de lo que se quiere creer a sí mismo como nuevo.

Hay aún una tercera cara –aquella que les falta a las monedas de uso corriente–; en ella el ahora no existe en cuanto punto ni lugar, sino sólo en tanto se dice, efímero en su ausencia de quietud, en su condición de nombre para un flujo continuo. No es un tipo de tiempo que se le opone a otro dentro de un mismo sistema; más bien, parece otro sistema, inconmensurable con el que mide pasado, presente y futuro, el que asigna medida al tiempo y quiere almacenarlo y clasificarlo.

Al menos estos tres ahora se mezclan en El jardín de tinta, y no lo hacen con fácil convivencia: su vínculo es la contradicción, el conflicto, el impulso recíproco de anularse, de imponerse sobre el otro. Precisamente por eso resultan muy reveladores de la escritura de Bernard Noël, siempre constituida en el medio de un choque, extremadamente consciente de las contradicciones en que se juega a sí misma. La realidad ha sido sustituida por la representación, ahuecada por sus codificaciones, emborronada por su ideología; y este vaho, este polvo que empaña o ciega la mirada, son en buena medida los de la lengua: en torno a ella se organizan los sistemas de representación, los que van sustituyendo y postergando la realidad hasta eliminarla. Así, la propia escritura acumulada se convierte entonces en problema para la escritura y para el pensamiento: “la garganta está agotada de agitar el aire para formar una palabra”, leemos. Y Bernard Noël atribuye siempre a las imágenes el papel de comer, de tragar lo que pueda tener alguna consistencia: apagan la sonoridad de las vocales y consonantes de la lengua, consumen la intimidad personal, vacían lo que hubiera alrededor de cada frase. De este modo, un poeta que se ha distinguido por nutrir su voz de las materias orgánicas puede afirmar: “se ha hablado tanto del cuerpo que no le queda la más mínima carne”.

De todo esto, leyéndolo como el negativo de una fotografía, podrían deducirse las líneas de pensamiento que traza Bernard Noël –siempre en el terreno de lo que he descrito como un tercer ahora, el mero fluir, movimiento permanente de la vida–, o proponerse como resistencia a los otros dos: el mundo espectral de los residuos, el mito de una actualidad. Los gestos de la escritura que se busque así a sí misma son sencillos, elementales, pero también difíciles: reconocerse como problema, hacerse consciente de los rasgos propios que la fuerzan a ser actor o cómplice del desplazamiento de la realidad, no dejarse llevar por la complacencia de las imágenes o de los conceptos, no depender de las herencias ajenas ni de las personales. Pues la lengua, ¿no consiste precisamente en todo eso que querría evitarse? Toda poética –y en esta convicción trabaja la lucidez de Bernard Noël– se articula en torno a las imposibilidades que la definen.

Así, una poesía que trata de hacer presente el cuerpo en vez de representarlo, se distinguiría por el esfuerzo de conferir carácter carnal a los sonidos verbales, o de hacer restallar la materialidad directa de los signos: “esas líneas esas manchas esos pájaros de tinta”, seguramente no sirven estos signos para traer las cosas, para relatar, dar cuenta de una historia, pero en todo caso “una vida se mueve entre sus pliegues” –corporalidad del trazo, carne, jardín de tinta. Y en vez de componer un escenario mental, virtual, el poema trataría de abrirle un lugar a la evidencia, realidad que se impone con el fulgor inequívoco del ahora. Para ello, contra la imagen, se ofrece el ojo: “ver es el único acto que levanta un instante la piel del mundo”.

De esta manera de entender la poesía es muy significativo lo que se propone sobre el problema de la forma, otra de las tensiones que recorren la obra de Bernard Noël, y de sus imposibilidades. “El problema de la poesía más o menos insoluble desde hace un siglo”, se lee en L’espace du poème, un volumen de conversaciones, “es que sólo puede ser informal. Y que no desea ser informal. Nos fastidia que sea informal, es como la ausencia de Dios. Lo informal es mucho más difícil de asumir que lo formal. En todos los regresos a la forma (…), se trata de reintroducir la pauta, la constricción…” Podrían recordarse aquí los 7 poemas de 17 versos de 17 sílabas, pero interesa sobre todo el modo en que el permanente debate entre lo informal y lo formal se engrana con el sentido del ahora.

El segundo poema de El jardín de tinta habla del propósito de “reparar el corazón” que, una vez reparado, quizá marcara “el ritmo del presente”; el ahora podría entonces definirse en relación con la persistencia del corazón: “sentir que un órgano/ es un ahora que adquirió forma y la mantiene/ a despecho de la razón y del vocabulario”. Lo que asume el nombre de forma pertenece al cuerpo, no al pensamiento ni a las palabras; se trataría de la concordancia entre el cuerpo y el ahora, el ritmo en que se produce ese acuerdo. No es fácil ver cómo esto se concreta y tampoco se elimina así un desafío siempre por afrontar; pero sí se proporciona con ello una dirección a la mirada.

Por supuesto, el corazón no actúa ahí como presunto centro emocional, sino como lo que es: “un órgano práctico una simple bomba activa/ [situado] en todo momento en medio del apetito de vivir”. La forma no es el esquema, el pie forzado, sino el movimiento que lo atraviesa: el vivir, su movimiento continuo, es el correlato de la forma y del ritmo, referencia privilegiada del poema. Por eso, se dirá que la vida es “norte misterioso que tira siempre hacia sí del corazón”. O se abrirá la puerta a un sueño que nos remite al ojo del corazón, suturando con él el ritmo y la evidencia del ahora: “el agujero en el corazón de cada vida es como una pupila/ dirigida hacia algún afuera”.

De otro pasaje de L’espace du poème anoto: “Lo que importa es el movimiento. No hay vida fuera del movimiento”. No se halla ningún yo en esta frase, ni tampoco proyecto ni meta; no hay otro sentido que la vida misma. “Vivir”, dice un verso de El jardín de tinta, “es un ejercicio que cada día borra la costumbre”. Tal vez esto, que no solemos pensar en tales términos, sino a menudo en los contrarios, es lo que puede quedar resonando ahora. No conozco otra propuesta más abierta. Como cuando el poeta resume su quehacer: “toma una palabra otra la pone al lado luego espera”

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