Parachoques 


Los marcianos llegaron ya
Pedro Serrano


partidas-44.jpgContra la larga curva de inmensidad inerte de Marte, nada de lo que nos sucede en esta vida alcanzaría a aventar más que un mínimo vestigio de polvo orgánico, indistinguible incluso para la más sofisticada herramienta de precisión científica. La serie de infinitas repeticiones que ejecutamos cada uno de los miles de millones de seres vivos que habitamos la tierra serían absorbidas por un campo absolutamente estéril en esa vastedad de materia en que el silencio no es contraste sino exhalación inabarcable. Todo desaparecería sin apenas ser notado. Como de hecho desaparece, si nos paramos un poco a pensarlo. Sin embargo, la confrontación de la inmensidad y la aniquilación con un impulso vital extenuado expresado en palabras ha sido desde siempre estrategia del poema para accionar al máximo su potencia emocional. Como un aparato de resonancia inmensa, nuestras pequeñas miserias adquieren su verdadera perspectiva, y en ese misma acción una dimensión inconmensurable e incontestable. Eso es lo que logra T.S. Eliot en Los hombres huecos al situar sus espantapájaros en un resplandor de atardecer fijo en el que dan mecánicas vueltas alrededor de un nopal de tunas encogidas en medio de un valle desolado. Y es lo que alcanza Leopardi en su poema Bruto el menor al dejar al cuerpo a merced de los buitres e invocar un viento de estratosfera "que se lleve el nombre y la memoria" para en un mismo movimiento de prestidigitación desechar sufrimiento y enfermedad y levantar el vuelo en escritura. Y es lo que logra ahora Francisco Segovia con su libro Partidas.

No. 44 / Noviembre 2011

 

Parachoques 


Los marcianos llegaron ya
Pedro Serrano


Partidas
Francisco Segovia
Ediciones Sin Nombre
México, 2011


partidas-44.jpgContra la larga curva de inmensidad inerte de Marte, nada de lo que nos sucede en esta vida alcanzaría a aventar más que un mínimo vestigio de polvo orgánico, indistinguible incluso para la más sofisticada herramienta de precisión científica. La serie de infinitas repeticiones que ejecutamos cada uno de los miles de millones de seres vivos que habitamos la tierra serían absorbidas por un campo absolutamente estéril en esa vastedad de materia en que el silencio no es contraste sino exhalación inabarcable. Todo desaparecería sin apenas ser notado. Como de hecho desaparece, si nos paramos un poco a pensarlo. Sin embargo, la confrontación de la inmensidad y la aniquilación con un impulso vital extenuado expresado en palabras ha sido desde siempre estrategia del poema para accionar al máximo su potencia emocional. Como un aparato de resonancia inmensa, nuestras pequeñas miserias adquieren su verdadera perspectiva, y en ese misma acción una dimensión inconmensurable e incontestable. Eso es lo que logra T.S. Eliot en Los hombres huecos al situar sus espantapájaros en un resplandor de atardecer fijo en el que dan mecánicas vueltas alrededor de un nopal de tunas encogidas en medio de un valle desolado. Y es lo que alcanza Leopardi en su poema Bruto el menor al dejar al cuerpo a merced de los buitres e invocar un viento de estratosfera "que se lleve el nombre y la memoria" para en un mismo movimiento de prestidigitación desechar sufrimiento y enfermedad y levantar el vuelo en escritura. Y es lo que logra ahora Francisco Segovia con su libro Partidas.

En el año aciago de 1976 la Revista Plural publicó en su número de abril un poema de Francisco Segovia titulado Lavandera. Para la mayoría de los lectores tal hecho no significó mucho, pero quienes hayan leído Los detectives salvajes podrán darse una idea de lo que era la efervescencia poética en la ciudad de México de esos años. Si por un lado los personajes de Bolaño empezaban a accionar las manecillas de su bomba de tiempo infrarrealista, en sus cuarteles de invierno otros grupos de poetas iniciaban diversos andamiajes, algunos de los cuales desparecieron poco tiempo después, mientras que otros se unirían en un solo caudal, o se aglomerarían en revistas más establecidas. Un grupo de alumnos del Instituto Luis Vives, formado por Francisco Segovia, Roberto Vallarino y José María Espinasa, entre otros, publicaba los Cuadernos de Literatura, una de las revistas que marcaron esos años, al tiempo que otras grupos iniciaban otras aventuras

He comenzado hablando de Lavandera pues sorprende ver cómo las migraciones que imperceptiblemente se suceden y acumulan en estas nuevas Partidas de Francisco Segovia estaban ya avanzando ahí. Empezando por la opaca multiplicidad de sus títulos, y siguiendo con la elaboración efervescente de sus personajes, en ese y otros poemas. Como si salieran de la piedra e inmediatamente volvieran a ser absorbidos en ella, los poemas de Francisco Segovia apuntan narraciones y anécdotas e inmediatamente las borran. La resonancia de Lavandera no está lejos, en reminiscencia y ramificación de los sonidos que evoca, como un oculto palimpsesto, de “la bandera”, prosopopeya ilustre de los niños de México, eco de recuerdos infantiles, de homenajes escolares semanales, de clases de civismo de quinto grado y, finalmente, de la espectacular portada de los libros de texto gratuito que habitaban la imaginación de todo escolar mexicano en los años sesenta del siglo pasado, con una mujer en sus portadas que ahora puedo llamar suculenta, enredada en la bandera tricolor, siempre con un inquieto e incitante escote apuntando a la realidad. Lavandera no habla directamente de esa imagen pero su presencia se mece en la lectura, antes y ahora, como si las manos de esa mujer fueran las que lavaran su sombra, en una proyección que nace del agua en que lava la tela de la bandera. El poema, formado por un tríptico, comienza con una imagen a la vez estática y en un movimiento de continua repetición: “Inclinada sobre la piedra lisa una mujer lava su sombra”, y se abre como un abanico para terminar con la mujer abandonando la escena, lentamente, dejando un rastro de polvo nada más, que es su nombre: “Por el brazo del río una mujer camina… (Sobre la muesca del día su nombre se levanta) y es pura movimiento.” Esta apenas insinuada muesca o pincelada para dejar constancia es marca de la casa, como si decir más fuera un exceso, como si, en efecto, con eso se dijera todo, desde el principio.

Antes de entrar en Partidas quiero hablar del otro poema incluido junto con Lavandera en su primer libro, Dos extremos (Taller Martín Pescador, 1977). Tríptico es también un poema personaje, pero esta vez la humedad que rodea a la mujer es sustituida por un paisaje árido, casi de un cuadro de Remedios Varo. Ahora un peregrino aparece ya a medio andar, avanzando en solitario, apenas salido de la piedra que los enmarca: “Muda confusión de elementos o camino que se recorre a sí mismo y no vuelve en círculo ni es cifra”. Ambos poemas apuntan una voluntad, no de cifrar, sino de producir muescas, de grabar en  el muro del día un recorrido imperceptible pero cierto, indudable si uno se fija. “La lluvia de anoche pasó sin mojar la tierra. Sin pies como una bruja”, dice en Partidas, continuando a la vez la marca indeleble y su escapada de esos primeros poemas que andan a tientas.

Mi amistad con Francisco Segovia comenzó en 1981, cuando ambos trabajamos en la preparación del primer Festival Internacional de Poesía de Morelia, organizado por Homero Aridjis y apoyado por Cuauhtémoc Cárdenas, en aquellos años gobernador de Michoacán. Ahí nos hicimos amigos y esa amistad ha ido pasando por una entrañable y a la vez casi inextricable enredadera de vicisitudes, lo cual hace que no pueda menos que seguir en paralelo sus poemas con su vida, desde entonces hasta ahora. Entre 1988 y 1989 compartimos primero casa y luego residencia estudiantil en Londres, y vivimos muchas cosas. Es entonces cuando escribió un libro poderoso y brutal, Fin de fiesta, que publicó en 1994. En Medias, uno de los poemas de ese libro, dice: “Montón de espuma vieja, viejamente empujada a las orillas, como una mancha a punto de turrón y nicotina. Como algo que tragó arena antes de ahogarse y se deseca al borde de la cama como aguamala.” Lo que sucede ahí no es otra cosa que los despojos de tela que quedan después de una escena sexual que bien podría estar documentada en La cama de Tracey Emin, que por esos pubs andaba en esos mismos años. Otro poema suyo de ese tiempo, Naturaleza muerta, relaciona las fichas de una partida de dominó abandonada sobre una mesa con el espinazo de una sierra madre pelona y gris que termina, sierra e hilera de fichas, “a medio hacerse en la cazuela, como un trozo de espinazo ya sin caldo sobre el que se enfría la grasa.” Una de las estrategias de Francisco Segovia es llevar la experiencia de lo cotidiano, incluidas sus emociones, a un plano de naturaleza exterior donde retratarla, ya sea en Marte o en los campos de México, para luego regresarla, no ya a la mesa donde se proyectó como emoción inicial, sino al plano más cercano posible, sea este el plato donde deglutirlo o verlo pudrirse, sea el aguamala al pie de la cama mecido por la arena.

De las cosas que más recuerdo de ese tiempo en Londres están las caminata que hacíamos, como una por calles nada turísticas, desde el barrio de Tottenham al de Walthamstow, alrededor de la Reserva de Lockwood, una especie de Lago de Texcoco invernal y sepulcral, polvo salido de una Noche Triste a la vez moderna y artúrica, al norte de la ciudad oscurecida. Otro paseo nos llevó a través de unos enormes recipientes de agua o de petróleo que se hallaban detrás de la estación de trenes de Saint Pancras a un inimaginable y escondido jardín que tenía unos árboles inmensos y una pequeña iglesia medieval, rodeada de un pequeño cementerio. Parece ser que la pequeña iglesia de San Pancracio es la más antigua de Inglaterra. No sabíamos en ese momento dónde nos encontrábamos, pero al hurgar entre las tumbas descubrimos que ahí se hallaba enterrada una mujer maravillosa, Mary Wollstonecraft. Descubriríamos luego que al pie de esa misma tumba su hija Mary y el poeta Shelley habían iniciado su vida juntos. Todo esto se combinaba con largos y amodorrados viajes en los autobuses rojos de dos pisos que parten de Trafalgar Square cuando se acaba el transporte normal, después de algunas pintas de bitter, o con atentas y silenciosas sesiones frente a la pantalla de televisión de los campeonatos de snooker, ese billar inglés vestido de smoking, si por alguna razón esa noche no había salido alguno de nosotros.

La poesía es un espacio de múltiples conexiones y entramados, de diversas intenciones y sesgados alcances, y entonces el recorrido que hago me lleva a mis propios recuerdos, una fiesta en el barrio de San Ángel de la Ciudad de México en 1986 a  la que no llegó Pancho, las noches de los jueves en el bar Nueve, y la certidumbre de que lo que ahí se apuntaba aquí cuaja de nuevo. “Nada como mi semejante, la compañera o el compañero que puede despertarme de mi torpor, desencadenar la poesía, lanzarme contra los límites del viejo desierto para que yo triunfe. Ningún otro. Ni los cielos, ni la tierra privilegiada, ni las cosas que a uno lo estremecen.”, dice René Char, de quien este libro tiene un epígrafe. Cercana a estas experiencias de lo inusitado inserto en lo cotidiano que ahora cuento, veo la escritura de Francisco Segovia como una lenta segregación, adensada y lúgubre,  surgida ya fuera de manantiales o de glándulas, que imperturbable y fija  llega siempre a donde ha de llegar. Si los poemas mencionados podían pertenecer a un ambiente lunar que extiende su velado poder por todas estas tierras de aquí abajo, Partidas ha sabido ampliar sus mares hasta hacerlos inmarcesibles, extenuantes, inmensos y, como todos los libros potentes, le pertenece a él y nos pertenece a todos. En mi caso en particular, lo leo como el documento vital de un amigo al que quiero entrañablemente, y lo leo como una escritura en la que voy descubriendo y reconociendo procedimientos, estrategias y recorridos que no me canso de desmenuzar y recomponer, a veces reconociendo orígenes, a veces imponiéndoselos.

La cita de René Char se la debo a Pierre-Yves Soucy y describe de muy exacta manera lo que es mi relación poética y vital con Francisco Segovia. Lo que a él le pasa, en la escritura y la vida, me importa y acicatea, reconecta mi propio movimiento vital y poético, lo pone en riesgo y en juego. Lo que a mí me pasa, no deja de ver, a veces por el rabillo del ojo, a veces en concentrada inspección e introspección, la manera en la que él va conduciendo su vida, a veces por coincidencias, a veces por acciones que uno de los dos ha hecho antes. En ese sentido, Francisco Segovia es parte importante de la manera en que mi propia escritura se ha fraguado, ya sea en acompañamiento, en enfrentamiento, en pura admiración, y a veces, por supuesto, en regocijada discrepancia. El viejo desierto en el que estamos todos ha sido para mí mucho más rico al haberlo recorrido a veces juntos, al haberme encontrado con él después de largos y sinuosos caminos en solitario, al haber reconocido a veces sin que nos hayamos visto, por algún quebradizo huizache o unas varas arrancadas del monte pelón, que por ahí había acampado. No por nada este nuevo libro, casi de vaqueros, está lleno de objetos de acampada: “aquí el pocillo de peltre en las piedras de la lumbre y más allá la sombra de dos sombras bajo una misma frazada la silueta de las mulas y sus ojos azorados el chasquido y la hojarasca que dejan los roedores al huir”. 

Hace un poco más de veinticinco años, en un día como hoy, Francisco Segovia y José María Espinasa estaban sentados a mi lado presentando El miedo, mi primer libro. En el arco de estos veinticinco años muchas aguas han pasado, vericuetos, nacimientos, renunciaciones encuentros, y todo eso atestigua que no ha sido en balde, que desde entonces y hasta ahora ha habido, no una continuidad, que a veces puede ser una pura inercia, sino el agitado compartir de vida, exigencias, búsquedas, anhelos, descalabros, celebraciones y rompimientos. Nos conocimos en el bachillerato, él en el Colegio Luis Vives y yo en el Colegio Madrid, y desde entonces hemos seguido desbrozando milpas, cada uno como puede, a veces a machetazos surco junto a surco, a veces en barbechos muy lejanos uno del otro. Digo esto porque una de las felicidades que este libro presenta es el rescate, o más bien la reubicación, de muchos términos queridos que aparentemente no tienen ya lugar en la poesía actual, como cárcava, breña, agostadero, milpa, huizache.

Es una rara coincidencia que precisamente ahora que sale y leo este libro se haya dado en el barrio de Tottenham de Londres, y de ahí desperdigada la mecha por todos los confines de esa brusca ciudad, uno de los movimientos o sobresaltos más agitados de su historia reciente. Al buscar en google pude ver de nuevo la calle de Saint Loy’s, en la que vivimos, escribimos y tomábamos café, y un pub en la calle incendiada, The Elbow Room, al que íbamos a tomar cervezas por la tarde, después de un día de trabajo arduo, a veces casi en piyama. “The elbow room” quiere decir el espacio vital propio en medio de los demás, y de alguna manera sirve como emblema de lo que ha sido la vida de Pancho. Lo que él ha hecho antes, entonces en Londres y después es preservar, a veces en las más desorbitada asfixia, ese espacio propio vital necesario para escribir, desde el regocijo o la extenuación, poemas. Muy diferente pero también, ese elbow room se da en el roce con los otros, en el bullir de la conversación y la cerveza, y en el machacado abrazarse de uno mismo consigo mismo cuando ya no queda otra. Nada que ver con la cansina torre de marfil en que Christopher Domínguez ha querido encerrarlo recientemente, por atreverse a poner bajo sospecha argumentaciones políticas poco finas, sólo porque desde las pasarelas de los establecimientos que Christtopher de manera regular frecuenta, los reflectores no iluminan lo que pasa abajo, en el día tras día, lo que duele en la mañana y se escribe por la noche, lo que aflora políticamente cuando tiene que hacerlo: “Parco mundo magro de las piedras que hemos hecho entrechocar y machacarse entre las muelas de una industria que no ronza a los cuatro vientos nomás porquen aquí no hay aire.” Qué afán por encerrar o ver a los poetas en unas torres de marfil que nada tienen que ver con la realidad, que es donde , si de verdad escriben, están. Por eso Partidas no está enclaustrado sino que por el contrario, avanza de manera sagaz por un campamento en guerra en el que hay señores y vasallos, campesinos y obreros, rastreadores y mujeres y niños: “Sobre la reina y el rey dedos de grasa y de carbón. Lo que apostamos a este pokar no tiene las manos limpias”, dice aquí, en una elaboración que de nuevo mezcla un juego de mesa con la grasa de la comida. El libro tiene reyes y reinas, a veces de oro, a ratos de oropel o de papel, listos para jugar en la vida y, cuando de eso se trata, no dar cuartel.

De tal manera que ahí, en ese espacio encerrado que no hay aire, eso no quiere decir que Francisco Segovia no haya estado, un día tras otro, entregado a la obligación inescapable de escribir. Una responsabilidad que no se mide directamente por el número de candilejas que lo pautan, ni tampoco por las veces que se ha recorrido la calle con pancartas, sino por el ejemplo que vida y escritura pueden dar a los otros, si allí se hallan: “Porque no nos juntan los rezos sino ese puñado de actos simples que hacemos frente al fuego o por ver que el agua es agua y motivos los motivos”. Francisco Segovia es un ejemplo de congruencia para quien lo quiera ver, para quien lo busque leer, en sus impagenes, en sus ritmos, en sus conexiones. Partidas es uno de los libros más importantes que se han escrito en México, y en él hay la prueba, es decir la posibilidad de múltiples probadas, de un ejercicio poético riguroso, aunque también transigente. Por eso es variado y dúctil, un libro de más de tres décadas de apasionada y terca labor: “Cada quien se busca el alma en la camisa en la reliquia de un retrato o en aquellas palabras que resuenan donde algo queda todavía”, dice en uno de los poemas Baste con decir también que es la bitácora, dolorosísima y finalmente gozosa, de un recorrido vital que yo ahí intuyo y que él en algún momento ha declarado. Pero la virtud de un poema está en acendrarse el autor en sí mismo sino que a partir de ahí proponer y reconocer otros territorios, compartido no la historia personal sino la pujanza que las palabras que se necesitaron para darle forma alcanzan, fuera ya de sí.

Para que se entienda lo que quiero decir con esto quiero ir, aunque sea rápidamente, por partes. El título tiene varias implicaciones, que se van a cumplir a lo largo de su recorrido. “Partidas” pueden ser simplemente salidas, pueden ser partidas de ajedrez, o partidas de caza, o partidas de expedición, partidas de guerra, partidas de cartas, o partidas de tabaco. Toda partida es un bonche de cosas, como señalaba al principio. Uno de sus primeros libros lleva por título El error, en el doble sentido de equivocarse y de errancia. En la contraportada, supongo que José María Espinasa, describe este libro como una épica. Yo creo que se acerca más a lo que entiendo yo por epopeya. La diferencia es mínima quizás, pero para mí en la épica hay más historia y en la épopeya más canto. La épica es triunfal, la epopeya no tiene por qué serlo. Las dos dan voz no sólo a un individuo sino a toda una comunidad pero la épica se concentra en las hazañas de un héroe y la epopeya en la constitución, a través de personajes y voces, de una historia colectiva en la que el propio cantor se desdibuja en el nosotros y reaparece en el yo y en el tú, para volver a sumergirse luego. Digamos, para simplificar, que la Odisea es un poema épico cantado por Homero (sea quien sea este, por lo demás) y el Ramayana una epopeya en la que no importa nombrar, inventar o reconocer a quien lo escribió, pues la voz se expande en lo narrado, más que levantarse de ello hacia el nombre.

Partidas está constituido de cuatro partes. De guardia abre con un epígrafe de Rikaku” el cual define quien habla y cuál es su destino, si no inescapable sí ominoso: “Y nosotros los guardias, alimento de los tigres”. Se nos sitúa desde el principio en una posición de frontera, de límite entre lo conocido y lo desconocido, en donde la voz que narra abarca todo el ámbito de expresión. El libro inicia ya en campaña, pero en un momento a la vez de peligro y reposo. Se está “de guardia” en la guerra, en la vigilia, en la salida; nunca se está de guardia durante la marcha, sino cuando la expedición se detiene, reconoce, mira hacia atrás y adelante, marca los límites que separan. Estar de guardia significa también cuidar el descanso de otros. Unos duermen mientras otros vigilan. Por esa razón, en esta sección predomina la reflexión, la observancia, el detenimiento: “Y en los pensamientos de cada quien hay una frontera donde se sobrevive”, mientras los tigres acechan, como en la novela de frontera Esperando a los bárbaros de Coetzee, con la que este libro comparte no pocas pulsiones. La geografía de esta primera sección recuerda las escenas de los bandidos de la sierra de Granada en el siglo XIX que retrata Carmen, intercalados entre historia e historia, entre mundo y mundo, bajando a veces al pueblo, siendo parte de él y luego subiendo al ámbito de los forajidos, de los vigías, de la atención y alerta, a veces en una secuencia de diálogos, a veces en entrechocados o castañeteantes monólogos en sordina. La atención con que Francisco Segovia conecta el mundo que observa con su propia emoción aparece aquí en un despliegue topológico cercano a los paisajes agrestes de René Char: un contraste entre lo agreste del barranco: “Pero había ese arroyo que el verano desenredó de entre las peñas y soltó barranca abajo”, y la suavidad de su paso por los campos de cultivo:  “Había ese arroyo entrando a la paciencia de los llanos”, allí donde habita el buen gobierno (o el malo), la estratificación social, el orden. Quien está de guardia, observa, en plano de igualdad y con todos sus sentidos alerta, más despierto que nunca, más atento que de día: “El sonido de unos pies que lijan el suelo es un hombre vivo”, dice uno de los fragmentos. Quien le llame esto torre de marfil merece una sonrisa.

De tan lejos inicia con un epígrafe de René Char, que echa andar la espera y hace internarse el libro en nuevos territorios: “¿Cómo me oís vosotros? Hablo de tan lejos.” Ahora, lo que estaba a la espera se ha puesto en movimiento: "Piedras desabridas que castañeteaban loma abajo". De nuevo el alimento y el paisaje. Se pasa del desierto al mar, del bosque a la planicie cultivada, al campo extendido. Suceden grandes travesías. En esta parte hay mucha más acción, todo está mucho más localizado y aumenta el caudal de la narración. Aparecen el grupo y la familia, el trabajo colectivo y el roce humano: “Nosotros cobijamos las mazorcas porque la escarcha no las pudra. Y echamos una manta a los niños : que la humedad no los malogre”. Se acentúa lo descriptivo, lo anecdotal. Se pasa del yo al nosotros y de regreso. Hay historias personales y familiares. El mundo está habitado pero la choza campesina incluye una violencia muda que en la escarpada soledad no existe: “Porque hace temblar los fustes del maíz como el pulso de la sangre hacía temblar el bieldo que dejaste en el vientre de tu hermana”, dice uno de los poemas de esta sección. Hay migraciones y la capacidad para la observación más apegada, como “la polvosa carne del tejocote que se encoge en torno de la lengua”, o se recala en poblaciones y desde ahí se observa. Es como si los soldados de barro chinos avanzaran y avanzaran, a la vez vivos y de barro, entraran en el mar y desaparecieran. Hay cosas vivas y hay cosas que mueren. Hay desierto y hay mar, hay luz y hay frío, de nuevo en una proyección del yo hacia el mundo y de regreso, como de un bebé adulto regurgitando: “El mar deglute de golpe el bulto de su ácida resaca de algas negras y amarillas como un borracho su vómito y su hiel.”

Tierra roja, el tercer libro, inicia con la siguiente cita de Ray Bradbury “A orillas del seco mar marciano.” Si todo era ominoso aquí alcanza un límite brutal, enjuto, ensimismado, vástago (de sí mismo, como ese mar ya mencionado), desde la más extrema esterilidad. El paisaje marciano es una traslación de un estado de ánimo, de una caída en cuenta, de una caída en la tierra. Sustituir a la luna por Marte es uno de los grandes riesgos que ha corrido Francisco Segovia, y quizás el que le ha permitido el regreso, no de la diosa blanca, sino del planeta rojo: “Más allá de la luna dicen que no hay Fortuna” Pero el riesgo es asumido como voluntad, en una geografía precisa y a la vez cerebral: “Aquí todo está de pie o tumbado en una fijeza Terminal de absisas y ordenadas”. No hay en esta sección ninguna condescendencia. El mundo campesino y el paisaje urbano son sólo secas nostalgias muertas, como capullos encogidos, porque no hay vida, sino un universo al revés, casi el mundo bizarro de Supermán: “Ráfagas de hierro atomizado que arriba se apisonan contra el cielo”. Allí el único aire que se respira es el de la escafandra. Entre el exterior y el yo, sólo queda el vidrio y el poco aire que ahí se guarda, y si no ahí en ningún lugar. Con el paisaje lunar se puede convivir, si se quiere desde el malogro. Pero llegar a los vastos valles marcianos no deja títere ni cabeza, lo que le permite darle la escasa robustez necesaria a lo que quiere poner sobre la mesa, es decir, aquello que no tiene esos movimientos mínimos de lo que vive, de donde se respira,. Es un sitio “Sin la lenta justicia de la ósmosis que cumplen los terrones desmenuzándose en los surcos”. Pocas veces se ha alcanzado a decir tan absoluta escasez, tan absoluta muerte.

El paisaje de Marte, la visión y el conocimiento del planeta Marte le sirve a Pancho, como en Alien, para exponer y palpar la crudeza de lo que se experimenta, de lo que se siente, de lo que se vive. Es ya puro desierto. Aquí lo verde es reminiscencia, recuerdo, olvido, lo dejado atrás. No hay mar, no hay agua. No hay nadie. El nosotros es un nosotros mudo, desconectado, inconexo: “En la comisura de los labios se acumula un mastique que no aflojan las palabras”. Sólo la existencia del viento, que no es vida, anuncia la posibilidad de movimiento, el anhelo de que las virutas de metal regresen a ser astillas. Eso explica “por qué entonces nos metemos como insectos en rendijas  y cárcavas resecas y fingimos que es posible  regresar a la crisálida que dejó vacante el día”. Al final, por ese esfuerzo inconmensurable, llega la salvación. Lo que Francisco Segovia sabe de Marte le permite construir un paisaje y un estado en el que poner una de las maneras o marcas que el yo tiene de ser, casi en la inexistencia. “Se que bastan los  acentos de un ritmo simple para tener a raya la entropía y despertar a la mañana todavía en un mundo”. Con todo, y con eso, el idilio salvaje del libro se resuelve en bullicio: “aún nos bullen en el pecho tantas palabras no dichas”, dice Pancho. Por fin, la escafandra se cae y se vuelve a respirar.

Posdata, la última sección de este enorme volumen, tiene otra construcción. En lugar de la numeración secuencial que aparece en todas las otras partes, lo que propone una lectura serial, en este caso los poemas se abren sin numeración, sólo con un espacio marcado por un punto.  También, el ritmo es completamente otro, como si viniera de los tambores de Calenda de Buñuel, casi juguetón: “El amor jamás nos deja de veras en la calle”. En él hay salvación. El amor, a pesar de todo, es lo que amarra la cita de Lucrecia con que abre el poema: “En el Cielo y la Tierra los mortales tienen suspensas con pavor sus almas”, cita Pancho. Sí, pero, “y las tienen cosidas a la tierra”. Por este último hilo, último nervio que une la muela a la boca, la vida a la tierra, el poema regresa a la vida, abandona la sequedad brutal de Marte y reaparece en la tierra, en la orquestación de la naturaleza, ahora con un predominio, no del nosotros, sino del tú, de un tú individual al que la voz se dirige, a quien se encomienda: “Te habrían gustado las piedras de estos llanos libres a su modo en la inclemencia”. No deja de narrar la inclemencia, el abandono, la sequedad, el sitio que se habitó solo, y del cual regresa, como los últimos dorados de Villa en el huizachal desierto de la derrota en Se llevaron el cañón para Bachimba:

Meses negros y sonámbulos de inercia sideral
de ir dormidos en la silla del caballo
con la arcada continua de siempre estar cayendo y la mirada
achatada en ese plano de absisas y ordenadas
donde vemos reptar a las estrellas sin hondura

Eso era el lugar en que se habitaba, en que se puede habitar si descuidamos el borde por el que siempre caminamos, como el burro de Lezama. Desde el regreso Francisco Segovia explica el viaje ascético: “¿Qué mascaban entonces nuestras almas? Vigilancia, disciplina.” Pero así y todo, con la ayuda del ventalle en los cedros de san Juan, del ritmo repetido en la queja del “no viniste, no viniste”, con la queja de lo dejado atrás, como un arrullo en el niño al regreso del horror o la pesadilla, la presencia luminosa y radiante del tú, rítmico y presente, lo aquieta todo: “el amor nos echa al mudo pone pulpa en nuestros labios abre frutas”.

Regreso a la cita de René Char: “Nada como mi semejante, la compañera o el compañero que puede despertarme de mi torpor, desencadenar la poesía, lanzarme contra los límites del viejo desierto para que yo triunfe. Ningún otro. Ni los cielos, ni la tierra privilegiada, ni las cosas que a uno lo estremecen.” Quince páginas de citas acompañan este libro y este viaje singular y común, y representan el recorrido de un individuo y de una comunidad por mares y desiertos, por espacios fructíferos y paisajes devastados, hasta el límite. Pero el límite está en todos lados y en todo momento, aquí y allá, conmigo y con ustedes, a la vuelta de la esquina y de los años. Si repasamos su recorrido vamos a encontrar infinitas rastras de vida, rastros de lo que ha pasado y sucede, a cada paso, y a cada poema, a veces en el yo hablando consigo, a veces en la pura esplendencia del paisaje, a veces en el nosotros o depositado hacia el tú. Todo esto con la maestranza de alguien que ha alcanzado la virtud, al revés de como lo dice él en un poema: “que mi lengua fuera aún bárbara y rupestre”. Porque lo ha sido, porque supo de la sequedad y la sal, este libro es la más ardorosa prueba del sufrimiento y de la reconstrucción, de la desesperanza y de la vida. Me siento feliz de acompañar y de ir acompañado por Francisco Segovia, de retrazar su redoblado recorrido, a la hora que me siento a hablar sobre él, con él, libro y amigo.

Termino con el libro puro. Al extraer la experiencia de su contexto cotidiano y llevarla a la mas absoluta desolación, la historia personal se reconstituye y adquiere otra dimensión. Es virtud del poema encontrar en esa exacción y aislamiento la manera en que una experiencia igual a tantas otras adquiera a la vez sus dimensiones reales y se alce hasta significar algo que no queda en la mera observancia del sufrimiento propio.  Es precisamente en esa perspectiva, y por efecto mismo del violento contraste que expone, que cualquier pequeño aire de vida, puesto ahí, se potencia hasta alcanzar proporciones epopéyicas. Llevada esa experiencia humana a su mínima expresión, ese polvo orgánico apenas levantado en el planeta inerte se intensifica a tal punto que se convierte en herramienta de respiración vital para quien lo lee. Y de regreso a esta tierra hace que de nuevo los mínimos actos de levantar el pan y comerlo, de tragar agua y ver el vaso en contra la luz, se vuelvan de nuevo indispensables y necesarios. 



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