Esta lucha es para reinventar el lenguaje
Javier Sicilia


Me pide Jorge Fondebrider, a nombre de la revista Ñ (suplemento cultural de El Clarín de Buenos Aires) que escriba algo sobre “lo que el narcotráfico le está haciendo a la cultura” de México. Yo entiendo el sesgo que quiere darle al tema (el narco le hace algo a la cultura, y lo que le hace no puede ser nada bueno), y de eso deduzco que toma cultura en su acepción más general. No me pide pues que hable de las expresiones culturales de los narcotraficantes (como los narcocorridos), quizá porque sería difícil hallar en ellas alguna novedad formal (al fin y a cabo, los narcocorridos son corridos tradicionales), de manera que la caracterización de su cultura tendría que conformarse con señalar meras diferencias de contenido o de gusto. Uno podría decir, por ejemplo, que las Hummers son a los nuevos ricos del narcotráfico lo que los Mercedes a los viejos ricos de la industria, aunque la ostentación sea en el fondo la misma. Esto podría sugerir que los gustos de los narcos se refinarán con el tiempo, y que a la larga cambiarán a Los tigres del norte por Lucerito y Mijares, pero lo que vemos es distinto: Los tigres del norte tienen hoy tanto o más arrastre que las estrellas de la televisión y los altos ejecutivos nacionales ya no creen que sea de mal gusto circular en una Hummer. Tampoco lo creen los políticos, por supuesto, como se muestra en el hecho de que Elba Eser Gordillo, la lideresa del sindicato de maestros (el más grande de Latinoamérica), haya justificado la compra de 59 de ellas —que pretendía repartir entre sus dirigentes regionales— diciendo que “un buen carro protege la vida; yo no creo que los secretarios generales no deban andar en un buen carro y no permitan que se les atraviese nadie".1 “Si se pudiera, serían hasta blindadas”, añadió todavía, antes de recular frente el escándalo y asegurar que las rifaría entre sus agremiados —que podrán estar entre los peor pagados del mundo, pero no tienen por qué dejar “que se les atraviese nadie”. El respeto al prójimo y la discreción ya no son pues una virtud, o lo son sólo entre quienes tienen coches sin blindar y prefieren no alardear frente a los secuestradores. Pero ¿qué pueden importarle la discreción y el respeto a quien tiene una Hummer, símbolo acabado de ese status que se expresa en impunidad y prepotencia; es decir, en violencia y corrupción?

Así como la preferencia por las trocas de lujo ya no se restringe a los narcotraficantes, así tampoco es ya exclusiva de los norteños la afición a la “música norteña” (en la que se cantan los narcocorridos). La expansión del gusto por estas cosas da buen indicio del poder de penetración que tienen las expresiones culturales de los narcotraficantes —ya sea porque las imponen a la mala, amedrentando a músicos, disqueras y estaciones de radio; ya porque las impulsan por las buenas, pagándoles a todos ellos lo que se les debe; ya, finalmente, porque se han asociado con los empresarios o se han convertido en empresarios ellos mismos. En cualquier caso, parece claro que esta nueva expansión no se ha dado sólo por la vía popular —como ha ocurrido, por ejemplo, con la del son jarocho— sino también por la vía mediática. No me atrevo a decir que esto es una imposición, pues hay en efecto un gusto genuinamente popular por la música norteña, pero no deja de ser significativo que, siendo también popular, el son jarocho no llegue a la radio ni a la televisión. Quizá no sea del gusto de los capos de los medios.

He escrito ya una página entera sobre lo que no me preguntaba Jorge Fondebrider. Porque su pregunta, como dije antes, no apunta tanto a la cultura en cuanto expresión como a la cultura en cuanto forma peculiar de concebir y habitar el mundo. Y, en ese sentido, preguntar qué “le está haciendo el narcotráfico a la cultura” mexicana no es muy distinto de preguntar cómo el narcotráfico está cambiado la manera en que los mexicanos percibimos la realidad. Creo sin embargo que, respondiendo a lo que no me preguntaba, he comenzado a responderle. No sólo eso: también he ampliado un poco su pregunta. Al hablar del simbolismo de las Hummer, por ejemplo, no sólo he mencionado a los narcos sino también a los políticos y a los empresarios, que en teoría son sus enemigos. En mi opinión, pues, si en verdad hay un cambio cultural —y eso está por verse—, éste no puede deberse sólo  a las actividades de los narcos sino también a las de sus supuestos enemigos; es decir, a las de todos los actores de eso que el Presidente Calderón ha llamado “la guerra contra el crimen organizado”. Así lo percibe una buena parte de la población: la violencia, la impunidad, la corrupción y la injusticia que vivimos hoy en México no es obra exclusiva de los narcos sino también del gobierno y de “las fuerzas vivas”. A esta situación contribuyen tanto las bandas criminales como el ejército y la armada, pero también la industria armamentista norteamericana (cuyo gobierno filtra lo que va hacia allá, pero no lo que viene para acá), la banca internacional (que lava el dinero de la droga y para la que México representa uno de los países más rentables del mundo), el poder ejecutivo federal (cuyas fuerzas de seguridad, cuando no secuestran, torturan y asesinan, se conforman con allanar casas sin orden judicial), el poder judicial mismo (que deja que se le escapen a riadas los sicarios de las cárceles, o es tan inepto que no logra armar un expediente judicial válido, ni siquiera cuando el criminal ha sido capturado en flagrancia), y un largo, muy largo etcétera.

¿Estamos pues ante una “cultura de la corrupción”? Tal vez, aunque no es nueva. Lo nuevo es el grado en que se da y la situación en la que ocurre. Hace unas décadas, cuando nos gobernaba un partido de Estado (el PRI), Luis Buñuel podía decir que México era “una dictadura atenuada por la corrupción” (como si no fuera corrupta toda dictadura). Hoy tendría que decir que es una democracia invalidada por la corrupción. Por eso dudo en llamar a esto una cultura. Porque me abrumaría llamar cultura a algo que nos envilece, a algo que da al traste con la convivencia entre los hombres y con la idea misma de comunidad. Cuando Javier Sicilia habla del “desgarramiento del tejido social”, yo veo brillar las largas uñas de la corrupción.

En medio de todo esto se han publicado, desde luego, innumerables crónicas, cuentos, novelas, ensayos y poemas que toman como tema la violencia en que nos tienen sumidos tirios y troyanos. Se han cantado canciones, esculpido esculturas, pintado pinturas, instalado instalaciones… Pero yo no diría que esto es algo que el narcotráfico le está haciendo a la cultura mexicana sino al revés: es lo que la cultura le hace a la violencia de los narcos y del Estado, a la prepotencia y a la impunidad, a la corrupción institucionalizada, a la podredumbre del país. Porque está claro que los desastres de la guerra afectan a la cultura, pero ésta no es un mero recipiente de la violencia, un enfermo que sufre pacientemente su infección. Es mucho más que eso. Es incluso lo contrario de eso: la única parte que de veras hace frente a la violencia. Un testimonio, por más que se escriba con objetividad y desapego, no deja de ser además una denuncia, una respuesta a la barbarie de las balas. Se comprenderá que con esto no me refiero solamente a los testimonios que da el arte (las novelas, las películas) sino a cualquier expresión en que una comunidad se manifiesta en cuanto tal. Son culturales en este sentido las agrupaciones que defienden los derechos humanos en general, o los de las víctimas en particular. Es cultural el albergue “Hermanos en el camino”, desde donde el Padre Solalinde defiende a los migrantes centroamericanos que van hacia los Estados Unidos y a su paso por México son vejados, violados y asesinados; es cultural el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que encabeza Javier Sicilia, que da voz a los familiares de las víctimas para que por ellos hablen ellas; es cultural la empresa de Nuestra Aparente Rendición, que mantiene una página Web donde se publican testimonios y reflexiones sobre la violencia, pero que además se ha dado a la tarea vital de recoger los nombres de todas esas víctimas que el gobierno ha considerado simples “bajas colaterales”. No es azaroso que Lolita Bosch, la principal animadora de este grupo, sea autora de un relato extraordinario cuyo centro se sitúa en el Lager de Auschwitz, Una: La historia de Piiter y Py2 y que ahí hable de los “parientes de las víctimas que buscan con desesperación sus nombres”. En los cinco años de gobierno del Presidente Calderón, las bajas son numerables pero no nombrables. Suman ya más de 50,000 personas.

He subrayado muy a propósito la palabra personas. La maestra Gordillo nos ha mostrado ya que la gente de poder (criminales, políticos y demás) no tiene por qué permitir que “se le atraviese nadie”. Dicho de otro modo, nos ha enseñado cómo quien osa atravesarse en el camino de una Hummer es por definición una “baja colateral”, un criminal, un ser sin rostro y sin nombre. Nadie: un zoe. En la carta abierta que marca el inicio de su movimiento, Sicilia define el significado de la palabra zoe: “la vida no protegida, la vida de un animal, de un ser que puede ser violentado, secuestrado, vejado y asesinado impunemente”.3 Fue Michel Foucault quien introdujo esta vieja palabra griega en las reflexiones políticas del siglo XX, pero ha sido sin duda Giorgio Agambem (en su trilogía Homo sacer) quien más partido ha sacado de ella, especialmente al describir la deshumanización que inflige en los hombres todo estado de excepción —como el que priva en las prisiones norteamericanas de Guantánamo, como el que pretende oficializar en México la nueva Ley de Seguridad Nacional propuesta por el Presidente Calderón. Agambem usa el término zoe para reflexionar sobre los testimonios que han rendido Primo Levi y otros sobrevivientes de Auschwitz —ese caso inconcebible de estado de excepción, donde los internos vivían la “vida desnuda” del que ya no es de verdad un ser humano, una persona. Diez meses antes del asesinato de su hijo, y de la publicación de su carta abierta, Sicilia se había referido ya a Agambem y a la zoe en un artículo publicado en Proceso: “El hombre desnudo y la guerra de Calderón”.4 En su protesta va implícita pues una comparación de las víctimas anónimas de “la guerra contra el narco” con esos zoe de los campos de concentración nazis que tanto preocupan a Agambem.

Entre las muchas páginas que Primo Levi dedicó a Auschwitz, hay una especialmente escalofriante. En ella cita a Simon Wiesenthal, quien cuenta cómo, al abandonar los campos de concentración ante el avance del Ejército Rojo, los oficiales de las SS les decían cínicamente a los prisioneros que iban a ejecutar: “No importa cómo termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos ganado nosotros; ninguno de vosotros quedará para dar testimonio; pero incluso si alguno logra escapar, el mundo no le creerá […] la gente dirá que vuestro testimonio es demasiado monstruoso para ser creído”.5 Aun hoy no falta quien niegue el Holocausto. Aun hoy hay quienes oyen las palabras de Levi con la misma impasible incredulidad con que los aqueos oyeron las de Casandra. O, mejor dicho, no las oyeron. Porque es cierto que lo que dicen estas palabras es increíble, inconcebible, pero la sordera  ante ellas no es inocente. Implica que las palabras han sido pervertidas hasta vaciarlas de sentido. H. G. Wells mostró los mecanismos de este envilecimiento en una fábula famosa: 1984. Unos años más tarde, Victor Klemperer los ilustraría de bulto en un libro también espeluznante (The Language of the Third Reich). En él se ve cómo el régimen nazi alteró a su conveniencia el significado de las palabras alemanas. Tanto, que a George Steiner (Lenguaje y silencio) durante un tiempo le pareció imposible que Alemania pudiera recuperar su antigua lengua. Cuando Javier Sicilia le reprocha al gobierno que criminalice a las víctimas, está implicando que con ello no sólo falta flagrantemente a la verdad sino que también tuerce el significado de la palabra víctima. Mediante este deslizamiento del significado, el Presidente vuelve invisibles a las víctimas, las vuelve zoe. Uno podría alegar que algo parecido ocurre cuando califica de terrorismo el horrendo atentando que les costó la vida a 52 personas en el casino Royale de Monterrey: desliza el significado normal de la palabra para llevar agua a su molino. No importa que el atentado no parezca haber tenido la intención de imponer por vía del terror una creencia o un programa político, como exige la definición que da el Diccionario del Español de México. Relajando el término, Calderón puede alegar que es terrorista cualquier crimen horrendo, y usarlo luego como pretexto para instaurar un estado de excepción, que es lo que busca la nueva Ley de Seguridad. Si nos atenemos estrictamente a la definición que da el diccionario, no es terrorista el atentado en Monterrey; es terrorista, en cambio, el significado que el gobierno da al término “terrorista”, pues con él persigue atemorizar a la población con un fin netamente político. En otras palabras, el gobierno usa la violencia de los criminales para chantajearnos. No es raro, pues, que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad nos llame a limpiar nuestras palabras. Ilán Semo6 y Adriana Navarro7 han citado a este respecto dos frases claras de Sicilia. El primero reproduce la oración que sirve de epígrafe a este artículo; la segunda, esta otra: “Renovar el lenguaje permite rehacer los significados que se perdieron”.

Casandra debe dar su testimonio, aunque nadie la escuche. Rehacer las palabras, reinventar el lenguaje, es abrir los oídos que han tapado la corrupción y la violencia. Las palabras de Casandra, la verdad que ellas expresan, es lo único que puede oponerse a la violencia que deshumaniza a los hombres y secuestra su dignidad. Por eso Primo Levi comienza su testimonio sobre Auschwitz8 con un poema donde dice: “Os encomiendo estas palabras”. Porque las palabras representan la cultura —el reverso del poder en cuanto avatar de la muerte—, representan la vida viva de los hombres libres (el bios) —el derecho de ese revés que es la vida muerta de los esclavos (el zoe)—, representan la primacía de lo político sobre la política. Son palabras para revivir la vida de los muertos, para acoger a los muertos en el seno de esa humanidad que la violencia les arrebató con inaudita saña y a la vez con suprema indiferencia; palabras para remendar el tejido social.

Cultura es no callarse. Es no olvidar. Es llamar siempre a Primo Levi por su nombre, nunca por el número que los nazis le tatuaron en el brazo izquierdo. Cultura es poner una lápida y un nombre sobre cada uno de los cadáveres que esta infame guerra nos ha ido dejando regados sobre la tierra, o enterrados someramente en las fosas comunes, o esparcidos en el frío de las morgues. Cultura es devolver su significado a las palabras y su sentido a los hombres, a los vivos y a los muertos.     


1. El Universal, 14 de octubre de 2008.

2. Almadía, México, 2007.

3. En “Estamos hasta la madre (Carta abierta a los políticos y los criminales”), incluido en Estamos hasta la madre, Planeta Mexicana, México, 2011.

4. Recogido también en Estamos hasta la madre.

5. Primo Levi cita dos veces este párrafo de las memorias de Wiesenthal (conocidas en español como El asesino entre nosotros): primero en el Prefacio a Los hundidos y los salvados (incluido en la Trilogía de Auschwitz, Trad. de Pilar Gómez Bedate, El Aleph editores, 3ª ed., Barcelona, 2010) y más tarde en “El difícil camino de la verdad” (incluido en Vivir para contar. Escribir tras Auschwitz, edición de Arnold I. Davidson, Trad. de Albert Fuentes, Alpha Decay, Barcelona, 2010).

6. “Semántica para tiempos de paz“, diario La Jornada, 11 de junio de 2011.

7. “Si las víctimas tienen esperanza, el país todavía puede tenerla”, La Gaceta UDG, julio de 2011.

8. Si esto es un hombre, incluido en la Trilogía de Auschwitz. 




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