Él lidia con mi alma: diario dobla la carne que está
dentro y expone mi alma a la luz; seguramente ha visto muchas almas
en el transcurso de su vida laboral; pero el cuidado de las almas
no parece haber dejado más huella en él que el cuidado
de los corazones deja en un cirujano

J.M. Coetzee (Waiting for the Barbarians)


Dicen que cuando el poeta Mallarmé se enteró de que el sol algún día se extinguiría, aunque faltaban eones para que esto sucediera, sufrió una larga depresión. La sola idea de que la civilización se extinguiera —aunque fuera platónica, pues ni él ni nadie vivo en su época jamás presenciarían el ocaso de nuestro sistema solar— le parecía intolerable. El hilo de la Historia es justamente eso: cuidar la vida, honrar las creaciones del ser humano, el acervo material e inmaterial que conforma nuestra memoria colectiva, histórica, y que va mucho más allá de lo anecdóticas que son la mayoría de las existencias individuales. Si nuestro papel como humanos es ser un engrane en la gran empresa de mantenimiento de lo vivo, del desarrollo de la civilización, ¿cómo ser indiferentes o ciegos ante las estadísticas de violencia que arroja hoy día la vida social en México? Como Javier Sicilia bien lo apuntó en su carta abierta a políticos y criminales, ninguna de las cifras de nota roja—que poco a poco nos van pareciendo normales porque relatan eventos cotidianos— sería alcanzable si no existiera amplia complicidad entre grupos delictivos y el tejido político, los grupos de poder, las instituciones que (recordémoslo) deberían ser los guardianes de ese hilo del que Mallarmé tanto temía la desaparición. Simple, matemáticamente, números tan espeluznantes —que hablan de un ninguneo monumental de la vida junto con sus creaciones más excelsas— no serían posible sin un caldo de cultivo que permita su maligna reproducción, exponencial por si las puras cantidades fueran poco.

Se dice fácil, 40,000 muertos en un sexenio, y los poderosos quieren apaciguar los gritos cada vez más articulados de los que Sicilia (por circunstancias tan trágicas y tan personales) es uno de los depositarios morales, con el argumento tendencioso de que son “bajas entre criminales”. ¿Cuántos inocentes habrá entre ellos? ¿Alguien —aparte de valiosos grupos de activistas que tiñen fuentes de rojo y recuerdan con carteles de siluetas tamaño natural a los que estuvieron en el lugar equivocado en el momento equivocado— se ha dado la molestia de contarlos, defenderlos, levantarles una lápida con algún epitafio, aunque sea simbólico? ¿Quién les dará justicia si no hay estado de derecho? ¿Cuántos cadáveres más están disueltos en ácido, desmembrados, enterrados en fosas comunes, desaparecidos? ¿Cuántos fueron borrados del mapa porque no tienen existencia legal en un país donde algunos agentes de migración hacen su agosto “vendiéndolos” a grupos armados hasta los dientes que se dedican al robo, al secuestro, a la extorsión, a la venta de lo peor que ha producido el ser humano, a la tortura, a la compra de silencio?

Si uno se pone a pensar que esa cifra —de por sí espeluznante— es apenas la punta del iceberg, que la cifra real supera la de los países que se debaten por sobrevivir entre conflictos armados declarados como Afganistán, Irak o Sudán, ¡cómo se les puede acusar de “antipatriótico” —como lo han hecho algunos que juegan a las vírgenes ofendidas— a los objetores de conciencia como Sicilia! ¿Qué significa el patriotismo, más allá de saludar una bandera con un gesto mientras uno canta desafinadamente un himno? El amor a un país, un terruño, una tradición, una colectividad, pasa por la indignación (que nace del deseo de ver ese lugar florecer, y no fenecer, como está sucediendo ahora), no por la ceguera y el silencio fruto de complicidad o comodidad. Para subsanar algo, hay que reconocer primero que ese algo está enfermo. Ése es el triste y honroso papel que le ha tocado a Javier Sicilia, entre muchos otros que han arriesgado sus vidas para denunciar, y lo han hecho desde un profundo amor por este país cuyo tejido social está desgarrado. Quien niegue este desgarramiento debería ir a pasar un día en las zonas de más conflicto, donde la gente vive bajo toque de queda de facto, donde negocio que no esté incendiado no lo está porque paga “la cuota mensual”, donde algunas carreteras ya han merecido apodos como “autopista de la muerte”, donde algunas zonas del país, controladas por los Zetas o cárteles, se llaman ya “el triángulo de las Bermudas” porque ahí te desaparecen sin que dejes rastro. Geográficamente, estamos hablando casi de la mitad del territorio mexicano. ¿Hacía falta que tocaran al hijo de un intelectual, de un poeta, para que hubiera una investigación seria, para que se buscara y castigara a los responsables de un crimen a raíz de un asesinato, en un país donde las morgues no dan abasto?

La primera guerra que se debió haber librado no era contra grupo criminales que nos presentan como “ajenos” a los intereses dominantes de la clase política (cuántas campañas electorales no están financiadas por dinero sucio), bancaria (cuánto dinero no se lava y quién se beneficia de ello, incluso en los países ricos), empresarial (cuántos vehículos de lujo no se venden y cuántas armas no son producidas y vendidas para permitir tanta actividad criminal), aduanal (cuántos se hacen de la vista gorda por miedo, complicidad o afán de lucro, a lo largo de la inmensa frontera que separa primer y tercer mundo en el río Bravo?). No, la primera guerra que debió librarse era en contra del cáncer de la corrupción, que ha carcomido a las instituciones de ese país hasta el aserrín. La primera lucha (que se nutre desde hace quinientos años de pobreza, impunidad, “fuero” para el poderoso, desigualdad, racismo, discriminación e injusticia) era la única que podía desactivar la segunda, y no al revés. La equivocación en el orden cronológico de esas dos luchas es justamente  lo que ha hundido el país y producido miles de desplazados, una lista necrológica que da vergüenza; es lo que ha arrojado estas estadísticas de país en guerra que a escala nacional empeoran día con día. Sin la primera lucha (la ética, la que señala Sicilia), la otra —la oficial, la que se bautizó “guerra al crimen organizado”— no es más que pantalla de humo, circo mediático, espectáculo para dar cara de civilidad en la comunidad internacional, intento desesperado por ser políticamente correcto en un mundo de bienpensantes. Sin embargo, por muy fingida y muy mascarada que sea, esta mal o bien llamada “guerra” sí deja muertos muy muertos y que no se levantarán cuando acabe la función.

En su novela La edad de hierro, el premio Nóbel de Literatura J.M. Coetzee dice que los muertos por injusticia, por la ineptitud humana y sus sistemas corruptos, están fundidos en hierro. Uno quiere enterrarlos profundo para no recordarlos, pero hace falta un taconazo para que sus rostros emerjan a la luz, porque yacen justo debajo de la superficie y la delgada capa de tierra que los recubre no basta para ocultarlos mucho tiempo. No puedo sino simpatizar con la antorcha que voluntariamente ha tomado Javier Sicilia, con su sueño de un México donde uno deje de ser partícipe del zoe, “la vida no protegida, la vida de un animal, de un ser que puede ser violentado, secuestrado, vejado y asesinado impunemente”. Y como él, creo que ese sueño no se cumplirá en la indiferencia, con las patéticas grillas de curul, con hacerse de la vista gorda y dar discursitos demagógicos donde se vierten disculpas pusilánimes para salir del paso, como lo han hecho muchas autoridades hasta ahora. Tal vez deberíamos recordarles a esos demagogos del mea culpa fingido esas palabras de Beaudelaire: “Lo que la boca se acostumbra a decir, el corazón se acostumbra a creerlo”. Sicilia y su lucha somos todos, porque nadie en este país, ni siquiera quien recibe mordidas, quien calla a cambio de favores, está a salvo de la barbarie, aun menos quien la fomenta.

El silencio (como el que anuncia Sicilia acerca de su propio quehacer, no poético —pues la poesía es el tejido mismo de la vida— sino escritural) es una respuesta; la palabra, otra, igual de válida. Para expresar mi indignación y la de todos los que simpatizan con el movimiento cívico echado a andar por Javier Sicilia y centenares de otros activistas, le dejo la palabra a una gran poeta de mi tierra, aunque como lo apuntó el mismo Sicilia en su carta abierta, tratar de entablar comunicación con quien podría empezar a remediar la situación parezca un diálogo de sordos: quienes han permitido que lleguemos colectivamente  a esta situación lastimosa, efectivamente, “no saben de poesía”. Mucho menos leerán este poema de Anne Hébert, poeta quebequense fallecida en el 2000. Pero junto con los vejados, las víctimas de esa guerra absurda y fallida, me pregunto “quién busca a tientas el rostro oscuro del conocimiento, mientras sube el día y el corazón sólo tiene la ternura de las lágrimas como único recurso”.



Navidad
Anne Hébert
(Versión al español de Françoise Roy)

Navidad, viejo rosetón que los siglos han llenado de cochambre, tantas pátinas
carboneras en el tímpano de las catedrales, máscaras y quimeras en la frente de los hombres, miel y tilo en el centro de las mujeres, guirnaldas mágicas en las manos de los niños,

Vetusto pizarrón negro donde rechina la tiza de dictados milenarios, con esponja borremos el pasado, mira, viejo escolar, el revés de tu manga, el tizne del mundo ahí deja un liquen de ébano,

Mujer, enjuga tus lágrimas, la promesa, desde el despuntar del alba, toca el clarín de la alegría, que tu ojo vea sin mentir los hermosos navíos en la dársena, cargamentos amargos, revienta en alta mar el corazón hinchado de ensueño,

Voz de ángel al oído del pastor que dormita: “Paz a los hombres de buena voluntad”, contraseña que a coro retoman las grandes guerras, golpeando así el vientre del mundo, una llamando a la otra, iguales a mareas de equinoccio que rompen en la arena,

Rodar de gente herida, veinte siglos en marcha, germinan los muertos en el campo de honor, semillas locas al azar de primaveras precoces; los rostros del amor se pierden conforme se va dando, guiñan en nuestras manos, fuegos diminutos, brazada de amapolas arrugadas.

Los que amamos, los que odiamos, trenzados juntos, dulce rosario, bellas cebollas silvestres en graneros llenos de viento, memorias abiertas, vastas piezas tendidas para el regreso de un solo paso en la escalera,

Tantos inocentes entre dos gendarmes, con el crimen en la frente, grabado con esmero por un escriba, un notario, un juez, un sacerdote, por toda sabiduría prostituida, todo poder usurpado, todo odio legalizado,

¿Quién se queja de morir a solas? ¿Qué niño es dado a luz? ¿Qué abuela, medio cubierta por la muerte, le sopla al oído que el alma es inmortal?

¿Quién busca a tientas el rostro oscuro del conocimiento, mientras sube el día y el corazón sólo tiene la ternura de las lágrimas como único recurso?

Corazón. Ternura. Lágrimas. ¿Quién lava las palabras en el río bajo el chorro de agua, los más extraviados, los más deshonrados, los más arrastrados, los más traicionados?

¿Quién frente a la injusticia ofrece su rostro chorreante, quién nombra la alegría a la derecha y la desdicha a la izquierda, quién vuelve a iniciar la mañana como una natividad?

Navidad. Amor. Paz. ¿Qué buscador de oro, en la corriente, enjuaga la arena y los guijarros? Por una sola palabra que como una nuez se descascara, surge el fulgor del Verbo en su nacimiento.
    





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