Parachoques 


Dendritas. Una inmensa red de fantasías
Pedro Serrano


parachoques-45a.jpg¿Desde dónde escribe Piedad Bonnett? A veces pareciera que lo hace desde la superficie de la piel, desde una candidez hábilmente infantil, perversamente polimorfa, en un gozo en el que cada partícula de la superficie tiembla, sueña y se entrega. Como un bebé en el baño, muchos de sus poemas juegan y salpican, ríen, retozan regocijados, salidos de un  papel tapiz del modernismo catalán o de los dibujos de Henry Darger, que no por nada provocaron la escritura de Girls on the run de John Ashbery. Plenos de niñas, monstruos y fantasmas, en un colorido tono tenue, aparentemente plácido, acallan y levantan un grito a la vez amenazante, agonizante. Como dice de La inocencia del sueño, un poema incluido en Explicaciones no pedidas, “Como niños desnudos remontamos sus aguas”, pero añade: "con los ojos abiertos". Siguiendo esta tenaz involución, desde la escritura, Piedad entrega el cuerpo a la sensación de sí mismo y desde esa corporalidad lo regresa al lenguaje, volviéndolo un doble conducto corporal y escritural que recorre todos sus contornos, sus aritméticas, sus volutas y explanaciones. El cuerpo como riel central y la escritura como locomotora en la que uno puede adentrarse en la propia oscuridad animal, sus ruidos, sus vísceras, sus pálpitos, o explayarse hacia el mundo en las diferentes capas de una sociabilidad que ella propone y organiza en el mismo lenguaje, como extensión feraz de ese cuerpo. Como dice en un poema anterior, “Mi cuerpo en ese tenue umbral no tiene nombre, ni rigores, ni culpas. Es inocente como un pequeño lobo en su placenta.” Y el lenguaje es la salida al mundo en busca de caza y casa.

No. 45 / Diciembre 2011 - Enero 2012

 

Parachoques 


Dendritas. Una inmensa red de fantasías
Pedro Serrano


Explicaciones
Piedad Bonnett
Visor. 2011



¿Desde dónde escribe Piedad Bonnett? A veces pareciera que lo hace desde la superficie de la piel, desde una candidez hábilmente infantil, perversamente polimorfa, en un gozo en el que cada partícula de la superficie tiembla, sueña y se entrega. Como un bebé en el baño, muchos de sus poemas juegan y salpican, ríen, retozan regocijados, salidos de un  papel tapiz del modernismo catalán o de los dibujos de Henry Darger, que no por nada provocaron la escritura de Girls on the run de John Ashbery. Plenos de niñas, monstruos y fantasmas, en un colorido tono tenue, aparentemente plácido, acallan y levantan un grito a la vez amenazante, agonizante. Como dice de La inocencia del sueño, un poema incluido en Explicaciones no pedidas, "Como niños desnudos remontamos sus aguas", pero añade: "con los ojos abiertos". Siguiendo esta tenaz involución, desde la escritura, Piedad entrega el cuerpo a la sensación de sí mismo y desde esa corporalidad lo regresa al lenguaje, volviéndolo un doble conducto corporal y escritural que recorre todos sus contornos, sus aritméticas, sus volutas y explanaciones. El cuerpo como riel central y la escritura como locomotora en la que uno puede adentrarse en la propia oscuridad animal, sus ruidos, sus vísceras, sus pálpitos, o explayarse hacia el mundo en las diferentes capas de una sociabilidad que ella propone y organiza en el mismo lenguaje, como extensión feraz de ese cuerpo. Como dice en un poema anterior, “Mi cuerpo en ese tenue umbral no tiene nombre, ni rigores, ni culpas. Es inocente como un pequeño lobo en su placenta.” Y el lenguaje es la salida al mundo en busca de caza y casa.

Libro de anatomía, un delicado objeto acompañado con dibujos de Luz Ángela Lizarazu publicado en 2006, al que pertenece el poema que acabo de citar, recorre ese envés y doblez del cuerpo animal y social. El arco de aventura de ese libro, que es en realidad el de toda su obra poética, va desde el pozo amargo del hígado, o desde la bola ciega atorada en la garganta, hasta la amenaza exterior de los insectos, sean las moscas tornasoladas de las palabras, sean las todavía más explícitas cucarachas que salen de la basura y brillan en la oscuridad de las cocinas. Allí se explaya en todas sus dendritas, abarcando esta palabra, en referencia a Piedad Bonnett sus distintas arborificaciones, ya como fósil recurrente que trae a cuento la anatomía de restos petrificados, ya en extendidas ramificaciones de materia orgánica inerte, ya en pulsantes y muy vivas conexiones cerebrales. Sus imágenes pueden ir agarradas al meteorito sexual, como cuando exaltada canta “Ah, su torso desnudo, la tensión de los músculos, la sangre de su arteria palpitando. El rostro varonil. Y las ancas bestiales, las pezuñas, el bramido que suena como un llanto”, o detenerse en órbitas exteriores y de repente fijarse en “un perro que lame su flanco desollado bajo la luz feraz del mediodía” o, en ese mismo poema, internarse en las conexiones físicas tan inusitadas como certeras de los “músculos que cantan una canción sabida” y de los “nervios que atan el hueso a la memoria”. Hay un poema de este libro que sirve de divisa a todo su recorrido, y que explica por qué y cómo ella habita tantos mundos:

     No querría, jamás, llegar al centro.
     Mi meta, Teseo, es el camino.
     Con un hilo he tejido, no un traje,
     sino una inmensa red de fantasías.

La fantasía no es delirio sino capacidad para unir regiones alejadas unas de otras, para poner en sintonía lo que aparentemente es ajeno, para forzar la realidad a ver no sólo su envés sino su través.

parachoques-45a.jpg
 
Por esta razón, el panorama que sus poemas establece bien puede dar cuenta de las sucesivas masacres colombianas, del miedo de su padre, de la alegría o bochorno de los domingos, de los estragos y restos salvados de la pareja, y también se detiene en la milimetría de una uña, de un testículo, de un palpitar, de un nacer, de un ir muriendo. De la mano de Rosario Castellanos, que no por nada admonizaba: “No comas nunca nada que no seas capaz de digerir, que no seas capaz de devorar”, y puesta a resguardo del Árbol de Diana de Alejandra Pizarnik, Piedad Bonnett ha configurado una obra a la vez inquietante y jugosa, como la granada. Leerla significa internarse en cavilados pliegues, atorarse en oblicuas válvulas que controlan y dejan escapar gases y alientos lingüísticos, salir despedido por esfínteres insospechados, caer abrumado en la densidad o porosidad de sus búsquedas vitales y poéticas. Lo que he escrito, que a primera vista puede parecer puro lirismo, está firmemente asentado en las imágenes y los modos que sus poemas incorporan, en aquello de lo que hablan, en los puntos donde ella se detiene a excavar, en las vistas casi costumbristas en las que muchas veces recala. Quizás esto ayude a entender por qué algunos ataques que se le han hecho, precisamente en este registro, hacen mella. No porque tengan razón, sino porque sus referentes son explícitos, registrables. Como ella misma dice en este libro: “La piel salada, perro, y mis heridas mostrándole sus dientes a la tarde”. Como Marina Abramovic en sus performances, Piedad Bonnett se ha mostrado sin contemplación, llevando en andas todo lo que ha podido ser y describir, y eso la deja vulnerable y expuesta. Habría que retomar esos ataques y convertirlos en alabanza pura, en el diamante de luz que ella ha sido capaz de mostrar, y que no es otra cosa que el resultado de alguien que se ha atrevido a internarse en su propio cuerpo, en su dolor, y dejarlo allí, escrito, para que todos sepamos qué significa ser humano. 

Vi por primera vez a Piedad Bonnett en una lectura que hizo en la pequeña sala central de la librería de la Casa Lamm, en la época jubilosa en que la llevaba Ana María Jaramillo, hacia 1995. Esa vez la había traído a México otro voluntarioso colombiano, Mario Rey, para unas semanas de cultura que él mismo organizaba y casi pagaba con su sangre. Habían llegado, a leer poemas, ella y Fernando Herrera. A ninguno de los dos los conocía y ese fue el inicio de una doble amistad. En esa ocasión Piedad leyó como encantada, con una seguridad de puntas en su pequeña figura, con los ojos clavados en las agujas de sus palabras, en la modulación vivaz de su voz. No sé por qué la recuerdo desde el quicio de una puerta, quizás porque yo estaba del otro lado de una sala abarrotada y atenta, quizás porque esa puerta abriría luego, como en la casa familiar que aparece en muchos de sus poemas y que un toro atraviesa rebosante y desorbitado, a continuas salas de comunicación. Leyó entonces poemas de El hilo de los días, y desde entonces se me quedó grabada la imagen del toro destrozándolo todo al irrumpir en sucesivas habitaciones, alrededor de un patio que imagino central, el mismo en que gotea el medieval cubo de cuero de López Velarde, el mismo de la quinta de Adrogué de Borges. El toro atraviesa un cuarto y otro, hasta quedar frente a frente de la niña que lo mira alelada, una pequeña Europa que en “su precario escondite” imbrica lo mitológico con lo indudablemente real, que oye cómo “sus patas resbalaron en las baldosas del zaguán” e imagina, en una descripción perturbadora por lo sabia, “el estruendo de su cuerpo inocente”. Más adelante retomará esta imagen para proponerla como bandera y alzarse con brío entre las astas. Pero desde entonces, la capacidad de mezclar lo cotidiano con la irrupción de una “furia ebria” es continua en sus poemas, como si no pudiera quedarse en una sola situación, al cobijo o a la intemperie, o como si tuviera que encontrar abrigo primero para luego aventarse al ruedo. Y siempre, la defensa feroz de una voluntad inocente, frente a los convencionalismos, frente al miedo. En otro poema de ese libro dice: “Tenía techo el miedo entonces y un olor familiar a humo de leña. Íbamos recibiendo la vida a cucharadas, amorosa sopa de letras donde íbamos leyendo la secreta consigna de los días. ¿Qué poderoso cataclismo, qué oscura y sistemática tarea nos dejó a la intemperie sufriendo viento y lluvia?” Las pezuñas del toro en las baldosas en el poema anterior, la sopa de letras que los niños comen en éste, el volumen del radio en el coche mientras alguien conduce en uno posterior, son todos muestra de su capacidad para hablar de la complejidad de las cosas cotidianas e introducirlas de rondel en el poema. Pero si eso fuera todo no sería ella la poeta que es. El centro de irradiación radica en una fuerza que llamaré física, del cuerpo, una continua presencia que se ancla tanto en el sueño como en la experiencia, y que en otro poema de este libro se describe “con un miedo que hacía sonar tu estómago, que hacía que subiera a tus ingles esa humedad antes desconocida, y aquel olor de esperma entre los sueños en que venía tu madre a cobijarte”. En tan breve espacio cabe la familia, la niñez, el terror del crecimiento adolescente, la madurez de quien escribe. ¿Qué más pedir?

La poesía de Piedad Bonnett, como se ve en la cita anterior, está marcada por un registro preciso de edades y por una temporalidad moviente que no se sitúa definitivamente en ninguna sino que se asienta en aquella en que emerge, y que está presente en casi todos sus libros. Ya mencioné los niños que remontan las aguas del sueño. “Ella no creció nunca tiene miedo”, dice desdobladamente en Ese animal triste, publicado en 1996. “Yo que soy eterna pues he muerto cien veces”, declara en “Ahora que ya no soy más joven”, de El hilo de los días. Lo que se registra se vive. Lo que se vivió sigue ahí, volátil en su ser y haber sido. “Soy un niño o un ebrio que en su espesura flota”, escribe en Las herencias, de 2008. La niña que aparece repetidamente es y no es la mujer que escribe esto. En uno de sus poemas emblemáticos, Bonnett traza un boceto enternecido y helado del padre, en donde en una dirección describe sin piedad cómo “se compró a cuotas la pequeña muerte que siempre deseó”, y en otra, contraria, se explaya en un temblor filial que dice “cuando yo nací me dio todo lo que su corazón desorientado sabía dar”. Quiero detenerme un poco en este verso para observar los calados de sutileza y complejidad con que Piedad carga sus poemas. La desorientación que explicita este verso se da por supuesto en el nivel del sentido, pero antes que ahí, y con mucho mayor efecto, en su cama rítmica, en la formación verbal que producen los acentos y las aliteraciones en su locución. Compárese si no lo que sucedería si dijera simplemente que su padre le dio “lo que su corazón sabía dar”. En cambio, al introducir “desorientado” el verso explota, voltea hacia todos lados, se hace íntimo e inalcanzable. Biografía de un hombre con miedo es un poema cuya ambigüedad me sigue perturbando, pues en él se cruzan intencionalmente y sin resolverse dos aguas distintas. Junto a esta intimación filial hay también una frialdad que lo recorre, no sé si feroz o dolida, y es finalmente la que lo cierra, al describirlo, sin el menor titubeo y a una distancia de siglos, como “el bueno de mi padre”. Muy distinto es lo que resulta en otro poema de ese mismo libro que toca escenas similares, en donde en lugar de quedarse en una sola emoción doble, el poema alcanza desenlace, y mira más allá: “Aquí golpeaba airadamente el padre sobre la mesa causando un temblor de cristales, una zozobra de sopa, volcaba el jarro de su autoridad aprendida, de sus miedos”, es como inicia este poema sin título, que mucho explica del anterior. Pero lo que sigue no se detiene en el padre, sino que avanza en años, deja la mesa vacía, abandonada, y explota: “Y pareciera que tanta paz, tanto silencio pesaroso, fuera el golpe de Dios sobre la mesa”. Véanse entonces los distintos manantiales que dan caudal a la poesía de Piedad Bonnett y que la llevan por distintos rumbos, mo sólo encharcada en la relación de amor odio con la figura paterna, aunque sea recurrente.

parachoques-45b.jpg
 
Quien respira tiembla. Ya que este miedo, herencia del padre, es mucho más que eso, pálpito de la especie, y la ha acompañado en toda su escritura, y ha seguido ahí, pegado al cuerpo, a la respiración, al espíritu, en sus dos vertientes, una vital y la otra hacia la muerte. Esta voluntad de vida había empezado a desplegar sus velas desde el primer libro que Bonnett publicó, De círculo y ceniza. Allí decía, apenas en 1989, “Toca mi piel, temblorosa de ti y expuesta a espinas”. En “Duermevela” incluido en Nadie en casa de 1994, lo describe físicamente: “el pálpito incesante, su tic tac en mis sienes, llama al miedo”. Y en “Manual de los espejos”, un poema recogido en Ese animal triste, dice: “Eres la que respira hoy, la que se mira en el río tembloroso”. Y en Todos los amantes son guerreros, un libro explosivo de voluntad y anhelo publicado en 1997, el deseo de vida es total. En ese libro Bonnett instaura un “aquí, donde tu voz, donde tu mano, lustra la piel de este animal que tiembla”, en el que como se afirma en el título, “ahora es guerrero el sueño al que despierto”. Uno de los recursos para afirmar tal cosa en esos poemas va a ser la serie de aguafuertes del minotauro que hizo Picasso durante su relación amorosa con Marie-Thérèse Walter, que Bonett atrae como referente visual para acompañar a su propia fantasía, si nos atenemos al poema del toro familiar ya mencionado. Sin embargo aquí el entorno es otro. Ya no la niña escondida sino una magistralmente descrita “pequeña mujer”, victoriosa en volandas entre las astas del minotauro de Picasso, y que parece surgida del diálogo sobre la maja y el toro de Vicente Aleixandre, de tal modo que la fuerza de estos poemas no ha dejado de estar presente en todos sus libros posteriores. Junto a ello hay otra cara de esa voluntad de vida, que aparece también en muchos de sus poemas y que es descrita en “Ese animal triste”, incluido en el libro del mismo título: “Emerjo entonces como un pez sin brillo. Pequeña muerta, azul entre las sábanas. Ahora mi cuerpo es un animal triste”. Sea en la observación amoratada desde el fondo del mar, sea en la voluntad festiva, lo que hay es una actividad continua en busca de escritura en continua expansión. Como ya decía en “Tres deseos”, el último poema de Ese animal triste, “Que el saludable animal que padece en su encierro salga a la luz del sol y se revuelque, húmedo y lustroso, y su poderoso olor espante a los tímidos vecinos.”

Traigo ahora a cuento, de la cita anterior, no la potencia del animal en brama sino a esos “tímidos vecinos” para ver otra cosa que aparece en sus poemas. La persistente observación de lo cotidiano da otro registro de lectura, que se extiende a lo social y a veces también a lo político, y que siempre trae carga de profundidad. La observación de una mancha de grasa en la solapa del anfitrión de una cena, como sucede por ejemplo en el poema “La fiesta” de El hilo de los días, no se queda en la mera descripción del espacio inmediato. Lo utiliza, por ejemplo esa mancha, para a partir de ahí extender sus ondas a todos los niveles de la vida. Y sucede que esa vida se desarrolla en Bogotá, donde Piedad Bonnett ha sido profesora de literatura en la Universidad de los Andes. Circularmente, ese centro desde el cual toda esa fantasía se despliega, no sólo toca lo real cotidiano, sino que irremediablemente se abre a la herida o grieta de lo social, sea en el espacio íntimo, sea en la violencia que encanallaba Colombia y que ahora destroza México, con ecos similares. En “Los cuchillos del alba”, otra sección de ese mismo libro, hay poemas que pudieron haber surgido en Medellín pero que presagian lo que vendría en 2666 de Roberto Bolaño y que ahora se refieren a Ciudad Juárez: “Sobre la infame ciudad pasó una bandada de aves que huían pavoridas estremeciendo el cielo con su torpe silencio. Las gentes apenas si elevaron la vista tan grande era su empeño de vivir tan pobre era su tiempo. Una noche ficticia se hizo por un instante, y un olor a cadáver se apoderó del aire y las calles, los árboles, los techos enmudecieron con la lluvia de estiércol en las frentes.” De regreso de muchas cosas, este poema explica lo que sucede en “A smell of fish” de Matthew Sweeney, que cito entero, para que se me entienda: “Un olor a pescado inundaba el valle y todas las gaviotas huyeron tierra adentro. Los gatos corrían por todos lados, olisqueando. Los hombres reconocían el nivel del mar. Se podía oír a algunos martillando. Las iglesias se llenaron para rezar por viento.” Si alguien, sin saber nada de Irlanda, se pregunta de qué habla este poema, encontrará una respuesta en “Los cuchillos del alba”. Pero hay que estar en Medellín o en Monterrey, para entenderlo.

No mucho tiempo después de ese primer encuentro, volví a ver a Piedad Bonnett en Bogotá. De la ciudad, recuerdo que me sorprendió ver a los agentes de policía armados hasta los dientes en plena luz del día, haciendo su ronda cotidiana. Una noche se habló del asesinato de una activista política, a la que habían matado al abrir la puerta de su departamento. Pensé, o quizás comenté con el candor de la ignorancia histórica, que si eso pasara en México sería un escándalo, saldría en la prensa, se detendría el país. Ahora, cuando los psicólogos hablan de que la población de México vive un estrés colectivo, tengo que citar “Cuestión de estadística”, como ese espacio neutro, vergonzosamente compartido, cuyas velas o vendas cubren todo el espectro de la vida:

Fueron veintidós, dice la crónica.
Diecisiete varones, tres mujeres,
dos niños de miradas aleladas,
sesenta y tres disparos, cuatro credos,
tres maldiciones hondas, apagadas,
cuarenta y cuatro pies con sus zapatos,
cuarenta y cuatro manos desarmadas,
un solo miedo, un odio que crepita,
y un millar de silencios extendiendo
sus vendas sobre el alma mutilada.

Pero como El Paso de Juárez, tampoco Bogotá es sólo eso. Piedad la describe en De círculo y ceniza como un "Mosaico de zaguanes y de tardes rosadas, y de calles mezquinas que exhiben sus colores con las fauces heridas". De nuevo, la capacidad para ver todas las esquinas.  

Explicaciones no pedidas, el último libro de Piedad Bonnett, preserva en el título un anagrama que vela el nombre de pila de su autora y que al descubrirlo revela sentidos: “explicaciones no, (sino) piedad”, o también: “explicaciones (sí), no piedad.” Ya antes, en otro poema, ella había hecho bandera de su nombre. Esta observación no es gratuita, y refuerza la complicada propuesta del título, ya que una “explicación no pedida” invoca ipso facto la segunda parte de la frase jurídica:  “accusatio manifesta”. Esto aparentemente sitúa a quien lo pone sobre la mesa frente a un tribunal, si nos atenemos a los términos legales, en calidad de culpable. Pero dado que estamos hablando de poemas, no de juicios, lo que hace en realidad es enfrentar la retórica del poema a la retórica legal, y éstas al tocarse sacan chispas. Bonnet hace así una puesta en escena retórica en donde la violencia superviviente del poema (recordemos el pez en el fondo del mar) se enfrenta a la roma castración de la ley, que no por ello deja de ser altisonante. En ese sentido, algunos de los mejores poemas del libro dan cuenta explícita de ello. “Perlas” por ejemplo, empieza de manera declarativa: “Como el molusco, los poetas tenemos una belleza extraña, que atrae y que repugna”. El poema sigue un proceso de deglución, digestión y reproducción que identifica al poeta con las especies que pueblan los abismos marinos, y que, termina con lo que el título indica: “Lo oscuro pare luz”. No estoy seguro de que “eso consuela”, como propone Piedad al final del poema. En todo caso, no siempre, y no a todos.

Lección de supervivencia, otro poema de este libro, es un espejo del anterior, marino también: “Nada hay de bello en el pepino o carajo de mar”, empieza declarando, y sigue luego con una descripción exacta de su morfología y constitución, nada agraciada ni agradable, para finalmente, lejos del peligro, recomponerse y ser, “en letargo de sal, una entidad en paz que vive a su manera”. En “Explicaciones no pedidas” este poema no incluye una acotación que aparece en la versión que publicó el Periódico de Poesía, y que creo pertinente recuperar, ya que ancla la propuesta  que yo veo en el libro. “Y es que también nos puede hablar la poesía desde lo horrible”, decía Piedad Bonnett en aquella versión, inmediatamente después de la cita anterior. Decir esto hace saltar por los aires la escena en que se enfrentan el poema y la ley. Es la explicación no pedida que expele sus vísceras en la sala de juicio, para que quien enjuicia, si quiere, se harte con ellas, mientras el poema se escapa de allí para seguir dando ruta a los mares. Y es también el reconocimiento de que quien escribe, como quien lee un poema, no puede no ensuciarse. Como dice Piedad Bonnet en el tercer poema de la serie El que hace el trabajo sucio:

Siete estómagos tiene el poema.
Por cada uno de ellos le pasa el bolo
del amargo alimento.
Lo rumian, lo maceran,
lo disuelven.
Finalmente lo excretan.
A veces —quien creyera—
su materia ilumina.

No es el juez a quien le sucede esto, sino a quien participa de esta vida. Explicaciones no pedidas contiene poemas poderosos como Los que no sueñan nunca, que desenmascara a esos jueces antes mencionados, quienes “tienen otras maneras de vivir sus dos vidas. Tal vez menos hermosas y menos inocentes”, frente a quienes sí lo hacen y “como niños desnudos remontamos sus aguas”, en el ya citado poema La inocencia del sueño. “Dechado” es una declaración de cómo los poemas, que parecen a primera vista “todo un dechado de virtudes”, están hechos en realidad de “nudos que se deshacen, remates descuidados, enredos, manchas”. Por eso, parece querer decir Piedad Bonett, en ellos brilla “Lo crudo, lo incompleto, lo que nunca podemos o sabemos terminar”. Alguna vez, en un café  de Bogotá del que sólo recuerdo su apresurado tráfico externo, casi como si estuviera en La Paz de Bolivia, la poeta argentina Diana Bellesi le dijo a Piedad que en sus poemas casi no había desbordes métricos. Hay que decir que a lo largo de siete u ocho libros de poesía ella ha sabido sortear esto con garbo y gracia, y que en vez de pesarle le ha permitido navegar por los mares hostiles de su propia vulnerabilidad. En ese sentido, “Desgarradura” es uno de los grandes poemas que aquí aparecen, y del que habría que hablar aparte, muy suave, para hilarlo con otros que vienen antes, y que le siguen.



{moscomment}