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portada-elogio.jpg Elogio a la incomodidad
Mercedes Luna
Siglo XXI-UACH, 2011

 
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No. 46 / Febrero 2012


 

Situada al centro del cuerpo, atraviesa nuestra espalda y nos levanta como un gancho vestido de carne. La Anatomía lo dice: está diseñada para mantenernos erguidos, para sostener al cráneo que se inclina y mira sobre una cama de hospital a un cuerpo tendido.

Hay algo que la sostiene, sin eso, la columna no cumple su función. Ese algo nos ayuda a girar el cuerpo dentro de las aguas de mar, a girarlo sobre la arena dentro de la noche, a girarlo sobre el asiento dentro de un autobús.
Ese algo ayuda a la columna a envolverse sobre otra como soga.

Es falso que la columna se sostenga por sí misma. A esa curvatura hecha de puños cerrados y blancos ensartados dentro de la carne, la sostiene el pensamiento más obsceno, vulgar; verdadero como la mentira; algo que hemos nombrado y escrito hasta el asco.




Mantienen esa flexión, hacia adelante, como alcanzando algo que no sabemos.
No se extienden lineales. Aún si caminamos con el agua de mar cubriéndonos hasta el borde de los hombros; los brazos, flotantes; no se convertirán en vías de tren. Atraviesan el mar sosteniendo ese doblez a pesar de cualquier voluntad marina. 

Ni toda la suavidad que el agua en grandes cantidades es; ni toda la fuerza del río demente –corriente que abre montañas, tierra–; ni todas las olas oceánicas que destruyen, cambian superficies de playas; logran que los brazos pierdan su curvatura. El mar, el océano, el río, son asesinos que lo han intentado. Ni matándolos se doblegan, pierden su forma.

Los brazos, dos partes del cuerpo que están hechas para recibir, para abrazar, para cargar. Hacia adelante. Nada hacia atrás. Los brazos de los recién nacidos lo dicen. Desde el nacimiento están así, doblados, esperando algo, alguien.

El agua arrastra los brazos mientras se avanza dentro del mar, el agua salada los mueve, sólo eso.

Tostados por el sol, en una tarde del año que casi termina, mantienen su forma en espera de encontrar, de acunar un premio –mecer al animal herido–, para calmar, para enfermarse. Para encontrar presión, pasión, prisión.

Los brazos, los lazos, los trazos de uno mismo penden del cuerpo. Son la parte más verdadera. No miente. Desde siempre, desde hace siglos, el doblez de los brazos es más fuerte que todos los océanos, que toda degradación. Es indestructible.





Se abren las puertas de un elevador. La cintura sale de él.
Se adentra en el hospital. Sigue un pasillo. Se detiene ante la puerta de la habitación, la abre.

Un cuerpo de hombre duerme sobre la cama flexible.

La cintura se acerca al cuerpo en descanso. La cintura tiene dificultad para decir palabra.

En silencio, en el escaso hueco al costado de la cama, se sienta. Hay un anzuelo que la une a ese hombre. Despacio, se recuesta a lado. La cintura queda suspendida entre la cadera y el hombro, sin un brazo que la rodee. Por un momento imita a los que descansan, se abraza con cuidado al cuerpo conectado a sondas.

La cintura encuentra ahora los ojos abiertos del cuerpo, la observan con un gesto parecido al gozo.

Siseos delicados del clima artificial husmean entre las cortinas.

El cuerpo dice algo sobre la puntualidad. La cintura mira los brazos de ese cuerpo, observa su muñeca: puntos rojos, una aguja dentro y una línea blanca con su nombre.

La cintura, con la misma sábana, se cubre; acomoda de nuevo su perfil curvo cerca del cuerpo.

La cintura, procurando no tocar las sondas, cuidando de no mover el suero, acerca su cabeza al pecho de él. Intentarán dormir un momento juntos, antes de que se abra la puerta, antes de que lleguen las enfermeras.


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