No. 48 / Abril 2012 

 

Fracternidades
Por Miguel Casado

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No. 48 / Abril 2012


      Sobre la enfermedad del tiempo

 

Fracternidades
Miguel Casado
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a Francisco Fernández Buey


El síndrome de Gramsci es el título de una novela de Bernard Noël1: al protagonista, en medio de la charla con un amigo, se le borra de la cabeza el nombre de Gramsci, que le era muy familiar y ocupaba un amplio espacio en su biblioteca; el suceso desencadena una apasionada y honda reflexión sobre la pérdida del lenguaje, sus relaciones con la vida y con la muerte. Más que centrarse en un núcleo argumental, Noël propone un campo libre de pensamiento, buscando asumir las cualidades que aprecia en la escritura de Gramsci: "no existe ninguna otra obra en la que se perciba con tanta claridad hasta qué punto lectura y reflexión componen la mejor mezcla para que pueda desarrollarse el pensamiento"2.

Es decir, que la lectura aparece como sinónimo privilegiado del pensamiento: lugar de significados disponibles, de reflejos oblicuos, espacio en que una realidad queda aislada y puede observarse. En la reflexión de la lectura aparece el lector, se expande el lector en pensamiento y, en esa medida, cada uno encontraría en Gramsci su propio síndrome. No tuve más remedio que verlo así al comprobar a dónde me había llevado Leyendo a Gramsci, de Fernández Buey3. Prendido como estaba en la emoción y la intensidad del relato biográfico que abre el libro, sin embargo iba pasando sólo a mis notas aquello que tenía que ver con el tiempo, con el modo en que el personaje-Gramsci vivía el tiempo.

Él mismo lo resumía en una carta de 1925 a su compañera Julia Schucht: "Ha sido borrado de mi cerebro todo lo que sea actividad política inmediata"4, o explicaba que había llegado a perder –como en un peculiar trastorno de la atención– todo su gusto por la naturaleza, que no recuperaría hasta ser detenido: sólo entonces, excluido de la acción, podrá volver a fijarse en el paisaje. Es significativo, por lo diferente del discurso y del contexto, que este carácter drástico de reducción reaparezca en los recuerdos de Lyotard sobre sus años de militancia en el grupo Socialismo o barbarie: "Se puede obtener una impresión de lo importante que era para mi alma mi lealtad hacia la causa de combatir la explotación y la alienación del hecho de que durante quince años descuidé cualquier forma de actividad y sensibilidad que no estuviera directamente relacionada con esta causa"5; o también: "ninguna otra cosa, con la excepción del amor, nos pareció digna de un momento de nuestra atención durante esos años"6. Con la excepción del amor: la historia de Gramsci documenta las vicisitudes de este inciso, en las que ahora me es imposible detenerme.

Para Lyotard, resulta obvio el vínculo entre la "obediencia monástica" y esta conducta; pero su fuente más inmediata la tiene en la concepción leninista del revolucionario profesional, cuyo centro era la entrega exclusiva a la causa. Lo sacrificatorio y lo reductivo enlazan en ella con una tradición ascética de signo popular y heterodoxo, con frecuencia teñida de religiosidad, y siempre dominada por el sometimiento de la vida a un imperativo moral: el alma o la fe o la misión, disciplinan el movimiento, la actuación del cuerpo, transformado en necesaria máquina auxiliar: "no creía que lo físico pudiera apoderarse hasta este punto de las fuerzas morales",7 se sorprende Gramsci cuando su salud se quiebra.

En diversas ocasiones, se ha referido Lyotard a una enfermedad del tiempo; pero quizá nunca dejó que se transparentara tan agudamente esta clase de ansiedad como en su libro póstumo, La confesión de Agustín: "¿se abolió el tiempo maldito en que el encuentro con lo absoluto es postergado sin cesar"?8: hay en este enfermo un afán de acumular cantidades, de trabajar una espera hiperactivamente, para que en algún punto se produzca el salto de cualidad que alienta en el deseo y que parece destinado a no llegar nunca. Reúne la voladura del presente, demolido en cuanto espacio libre de vida –"el tiempo es la cosa más importante, escribe Gramsci: es un simple pseudónimo de la vida misma"9–, con la hipoteca a un futuro de advenimiento.

En Gramsci, la enfermedad del tiempo se manifiesta en su fase aguda: el contexto histórico-político y el propio estatuto de preso hacen que la tiranía del futuro aparezca revestida de objetividad; hasta en lo absoluto de la desesperación, ésa es la dimensión dominante; sin ningún acceso real al futuro, el presente se planifica al máximo y en él se agotan las fuerzas. El análisis de Fernández Buey va poniendo de relieve –con sutileza, sin juicios expresos– los límites que la lucidez personal encuentra en este marco, la extrema aridez que sufre una voluntad desnuda.

En Lyotard, después del abandono de la inmediatez política, la enfermedad, siendo también aguda, se ha vuelto crónica: ejerce todo su agobio y mantiene sus síntomas, pese a que reconoce la falta de una desembocadura. Un dinamismo ciego está, entonces, en marcha: aquella lógica de aceleración continua y a la vez de espera, prohíbe ahora la pausa, prohíbe la desesperación y la esperanza, y en su ritmo imparable todas las valoraciones se hacen confusas –no hay ya derrota ni victoria, apenas tonalidades del ánimo. Perdida la referencia última, además, el impulso de entrega completa del tiempo toma la forma de una aporía de la elección, en que razón y libertad quedan anuladas por una carga excesiva de energía; "ansiedad histérica", ha dicho el propio Lyotard10, que describe así el fenómeno: "Cuando parezco totalmente comprometido por una línea de fuerza que proviene de cualquiera de estos polos, en realidad no lo estoy, porque también miro con el rabillo del ojo a las otras líneas y me encuentro poseído por una especie de celos mezclados con avidez. Me gustaría abarcar todos los campos de atención al mismo tiempo. La imposibilidad de lograrlo adopta la forma de una inhibición"11.

En el curso de Lo que queda de Auschwitz, tercer volumen de Homo sacer, Agamben ha recogido la propuesta de un siquiatra japonés, Kimura Bin, que –aplicando categorías de Heidegger– trata de asociar los trastornos de la identidad con la enfermedad del tiempo. Así, por limitarme al campo sintomático ya sugerido, el esquizofrénico estaría consagrado a la espera del futuro: para él, "el yo no es nunca una posesión cierta, sino algo que hay que ganar permanentemente, vive su tiempo bajo la forma de la anticipación"12; por su lado, la neurosis obsesiva conoce la experiencia acumuladora que satura el presente: "la adherencia al presente tiene la forma de una reiteración obsesiva del mismo acto para procurarse, por así decirlo, las pruebas del propio ser por sí mismo"13. Pero no se trata de esquematizar un catálogo clínico, sino de reconocer el carácter de este nudo: enfermedad del tiempo, fragilidad del yo, acción autoalimentada y ansiosa, movimiento sin motor inmóvil.

Aquí podría callarme: el diagnóstico no basta, ni ofrece salida: "saber que estamos enfermos y no poder valernos de este saber para observar el mal o para curarlo"14. Pero la inesperada coincidencia entre Gramsci y Lyotard me ha animado a llegar hasta aquí y a continuar aún. No sé hasta qué punto podría hablarse de una tipología: revolucionarios privados de su revolución o desenganchados de ella por motivos personales, pero mantenidos en el vacío de la misma velocidad existencial; seguramente no es un tipo y las conductas reposan en otras profundidades y mecanismos formadores de cada inconsciente. Pero sí creo que está asociada a un fenómeno de esta índole cierta dificultad para pensar lo político que, si bien ha sido diseccionada en textos como los de Foucault o Deleuze, condiciona enormemente la práctica real. La fragmentación de la atención, la nostalgia de referencias como la lucha por el poder o la conformación de un sujeto revolucionario, el propio desarrollo autónomo y crónico de la enfermedad del tiempo, son filtros opacos que no dejan ver. Pero, incluso bajo la influencia de esas fuerzas, encuentro en las lecturas que he ido citando apuntes de cómo rayar a veces esos filtros, dejar que entre alguna raya de luz.  

Parece que sólo lo mítico –que ata al pasado– o la espera de un absoluto permitirían un pensamiento global, capaz de incluir todo en un sistema o de programarlo hacia una expectativa. Frente a este totalitarismo de lo global, cabe pensar juntas las cosas parciales y dispares, para que sus procesos razonadores se encadenen, se iluminen entre sí, tejan préstamos y analogías; el intento de trazar entre ellas una vía que no sea de dirección única y que cuente con múltiples entradas e itinerarios posibles, sin jerarquizarse. Como en la política o la estética, en este modo de pensar el conocimiento no construye un edificio propio, sino que es forma de hacer y producto del hacer: pensar–acción, incurablemente móvil, con acontecimientos en vez de conceptos.

Quedan fuera de esta dinámica términos como siempre o nunca, sobre cuya frecuencia en Gramsci ironiza Fernández Buey, y aparecen otros como ahora, a veces, quizá. Quizá: la duda no toca tanto al conocimiento como a la moral: lo inestable e inseguro es un disolvente que impide la coagulación de dogmas, de creencias fijas y firmes, de certezas siempre excesivas; que impide ensoñar una identidad, impostarla, paralizarse en un hallazgo. El error no es sino lo verdadero cuando el tiempo le ha pasado por encima.

Gramsci intuye este punto de quiebra (más: esta línea de fuga) cuando postula el carácter singular de los fenómenos históricos, la necesidad de su estudio en concreto y detalle, su desarrollo marcado por la libertad. Así, la crítica se perfila como forma real de una teoría fragmentaria; ambiciosa al dibujar y pretender enfoques, pero limitada a cada uno de sus objetos. Y el pensamiento se manifiesta más bien como percepción, como observación atenta de las cosas, sensible a las pequeñas diferencias, al levísimo dibujo de una fisura.

Es aquí donde tiempo y pensamiento conducen al lenguaje. Agamben, para mostrarlo, ha traído a este terreno la teoría de la enunciación que esbozó Benveniste: "el hombre no dispone de ningún otro medio para vivir el 'ahora', que el realizado a través de la inserción del discurso en el mundo, de decir: yo, ahora. Pero precisamente por esto, precisamente porque no tiene otra realidad que la propia del discurso, el 'ahora' está marcado por una negatividad irreductible"15. Tanto el sentimiento del presente como la misma conciencia reposan en la palabra, cuya enunciación, a la vez que significa, conlleva un sentido bruto de existencia. A la vez que determina toda posible realidad, abre el latir de un afuera.

Afuera y no en el futuro queda, entonces, situada la utopía; en el habla, en la escritura, se concentra la irreal sustancia del tiempo.


  

   
 

   1. Bernard Noël, El síndrome de Gramsci. Traducción de Guy Rochel. Taller de traducción literaria, Ed. Canarias, Tenerife, 1998.
   2. Ibídem, p. 10.
   3. Francisco Fernández Buey, Leyendo a Gramsci. El Viejo Topo, Barcelona, 2001.
   4. Citado ibídem, p. 47.
   5. Jean-François Lyotard, Peregrinaciones. Traducción de María Coy. Cátedra, Madrid, 1992, p. 34.
   6. Ibídem, p. 75.
   7. Citado en: Francisco Fernández Buey, op. cit., p. 77.
   8. Jean-François Lyotard, La confesión de Agustín. Traducción de María Gabriela Mizraje y Beatriz Castillo. Losada, Madrid, 2002, p. 38.
   9. Citado en: Francisco Fernández Buey, op. cit., p. 180.
   10. Jean-François Lyotard, Peregrinaciones, ed. cit., p. 31.
   11. Ibídem, p. 19.
   12. Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III. Traducción de Antonio Gimeno Cuspinera. Pre-textos, Valencia, 2000, p. 132.
   13. Ibídem, p. 133.
   14. Bernard Noël, op. cit., p. 26.
   15. Giorgio Agamben, op. cit., p. 128.

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