No. 48 / Abril 2012


   Eduardo Lizalde, en alusión al tigre*



Por Miguel Maldonado

 

No exenta de piadosa ironía, es
una operación sobre el cuerpo
de la realidad. Mirada-cuchillo de
cirujano, mirada moralista,
mirada de enamorado.

Octavio Paz, sobre Eduardo Lizalde.

 

especial-lizalde.jpgMe causa gran emoción participar esta tarde en el homenaje al poeta y maestro Eduardo Lizalde. El contento es doble: pues en las mismas fechas que descubrí la obra de nuestro poeta en homenaje, conocí también en persona al maestro Marco Antonio Campos. Dije “descubrí” porque en efecto, leer la poesía del poeta Eduardo Lizalde es un verdadero descubrimiento: nada en el paisaje poético mexicano se le parece, a pesar de que en su obra ha dialogado con poetas mexicanos, Rubén Bonifaz Nuño, José Gorostiza y Jaime Sabines, por citar algunos. Leerlo es situarse en un nuevo mundo. Sus poemas son otro modo de decir tierra a la vista: Grande es el odio, “Grande y dorado, amigos, es el odio./ Todo lo grande y lo dorado/ viene del odio./ El tiempo es odio./[…] Nacen del odio, mundos, /óleos perfectísimos, revoluciones, /tabacos excelentes /[…] Nadie vacila, como en el amor, /a la hora del odio.” Estos versos, escuchados por primera vez, son verdaderamente llamativos, nos invitan a leer cuanto antes al autor. Nuestra primera reacción, he dicho, es la sorpresa, en el sentido fuerte de la palabra: estar de frente ante lo insólito. No en todas las épocas se ha privilegiado lo insólito, durante el Barroco la cualidad sorpresiva era importante. Quizás este sea el origen de la identificación del poeta Lizalde con los felinos: siempre son inesperados, el efecto sorpresa es esencial para atrapar a sus presas. Inclinación por lo insólito en la poética del autor de La zorra enferma, no en balde Octavio Paz lo bautizó de “aparición”: “la aparición de un poeta verdadero tiene algo de milagroso”. Rosas, la rosa “Si fuera un ave, sería cisne,/ si mineral, poliedro de diamante./ No: sería la excelsa bailaora de flamenco,/ si tuviera piernas.” En efecto, si la rosa tuviera piernas sería una bailaora de flamenco.

Una imagen así de reveladora no se agota en la lectura, causa un efecto sensible en nuestra manera de ver el mundo: en adelante, para mí, para muchos, una rosa es, si tuviera piernas, una bailaora de flamenco. Jamás, después de leer estos versos, una rosa será una rosa, la rosa se las verá con el flamenco. Un poeta que crea imágenes insólitas inaugura una nueva mirada hacia la realidad, esta es la grandeza del poeta Eduardo Lizalde: surtidor de alusiones, quien dice “tigre” dice Eduardo Lizalde, dice también amor perdido, la saña del hombre, crimen maldito… Lizalde nos ha devuelto al tigre como un símbolo. Volver la cosa un símbolo no se logra sino mediante una genuina revelación. Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, preocupados porque se habían perdido las alusiones comunes, lamentaban que hoy día no se supiese a qué aludían ciertas imágenes, como por ejemplo la relación laboral de Ganímedes en la taberna de Zeus, señala Monsiváis. Es cierto, ha disminuido nuestra cultura clásica, pero también, por compensación, hemos ganado nuevas alusiones, esto es nuevas maneras de ver el mundo. Retrato hablado de la fiera: “Reloj de furia el tigre/ se desgarra a sí mismo/ cuando está solo demasiado tiempo”.

La cuestión de la búsqueda de la palabra idónea, del adjetivo preciso, o de la metáfora perfecta, la conocemos en Latinoamérica principalmente por dos fuentes: la anécdota de las peras pecosas de Xavier Villaurrutia y López Velarde, y el discurso de Borges en Harvard sobre la metáfora, donde recuerda el relato de Chuang Tse, quien confundido al despertar no sabía si había soñado que era una mariposa que revoloteaba o era una mariposa que ahora soñaba ser Chuang Tse. Según Borges, Chuang Tse recurrió a la palabra “mariposa” por ser la imagen que mejor acompaña al frágil y confuso sueño; es así, dice el mismo Borges, que no usó la palabra tigre, con la cual se escucharía así: al despertar no sabía si soñaba que era un tigre o en verdad era un tigre que soñaba ser un hombre. Bella coincidencia que Borges, al hablar de la metáfora lograda, traiga a cuento al tigre.

Hace más de diez años, en el año dos mil, fui invitado a la mesa de redacción de una revisa de la Facultad de Ciencias Sociales de la BUAP, tenía 23 años; el director de la revista me dijo estar abierto a cualquier tipo de sugerencias, menos a discutir el título, pues éste ya estaba más que asignado, unilateralmente por supuesto –por no decir a título impuesto-. No me quedó sino preguntar el nombre: Caja negra, me respondió. Título de un poema de Eduardo Lizalde, a quien desconocía por completo, y ese mismo día inicié su lectura, claro, por Caja negra: “La noche cerraría sobre las almas./ Todos los sueños, toda la sangrienta memoria,/ las pasiones más pútridas,/ los amores más bellos,/ las más altas traiciones,/ los estupro más viles,/ los delitos incruentos y preciosos/ de los amantes perseguidos…” Nunca había leído nada en la literatura mexicana que conjuntara en un solo texto imágenes y palabras tan distantes y disímiles y, sobre todo, que esta unión diera cuenta de un universo completo, que todas las piezas se hubiesen recobrado y tengamos, finalmente, la plenitud de la escena, el matrimonio de la tarántula y la magnolia, junto a “Los amores más bellos” están “Los estupros más viles”, “Los crímenes también de los impuros, toscos/ chacales de la urbe” conviven con “los secretos más crueles de la felicidad y del dolor.” Con Eduardo Lizalde de algún modo emprendimos la aventura de reconciliar las cosas del mundo, las mil y tantas cosas. Reconciliación precaria, pero que por un instante del instante muestra la completud de nuestra circunstancia en el mundo.

Líneas arriba aludí a José Gorostiza, con quien yo creo que el poeta Eduardo Lizalde comparte en su libro Algaida, afinidades con Muerte sin fin. Ambos son poemas de largo aliento y, sobre todo, comparten una misma voluntad: describir a profundidad, a saco, diría el poeta, la naturaleza de las cosas. No he leído ninguna descripción sobre los trabajos del mar o sobre la naturaleza del mar, como la siguiente: “También devora a diario, el húmedo gigante,/ maderámenes curtidos con aceites y lacas/ de invencibles quelonios,/ corroe y oxida cascos de cuarenta pulgadas/ de espesor,/ mastica herrajes y orada las paredes de los trenes antiguos/ que se quedan dormidos por dos años o tres/ sobre los guardavías,/ y rompe el corazón enamorado de las rocas/ que adornan el florido retén del rompeolas./ Y excava loco, ciego, las arenas profundas de su lecho.” Versos que revelan, por no decir desgarran como un experto cirujano al que alude Paz en este epígrafe, la realidad de las cosas, realidad precaria quizá, vicaria tal vez, pero profunda y puntualmente descrita.

Decía que a un tiempo conocí la obra del maestro Lizalde y en persona al poeta Marco Antonio Campos, a quien conocí en el Bar Zenob, en la ciudad de Tres Ríos en Quebec, en el Festival Internacional de poesía, allí me inicié también en la lectura de su obra, compré una edición bilingüe francés español de su poesía. En ese libro hay un poema que desde que me parece muy cierto y creo que describe todo lo que yo no pude decir, por inconmensurable, sobre la escritura de nuestro poeta de caza mayor Eduardo Lizalde: Se escribe: “Se escribe contra toda inocencia/ del clavel o el lirio, contra el aire/ inane del jardín, contra palabras/ que hacen juegos vacíos, contra una estética/ de vals vienés o parnasianas nubes”.

 


1Texto leído el viernes 26 de agosto de 2011 en homenaje al poeta Eduardo Lizalde, acompañado por el poeta Marco Antonio Campos.


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