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portada-estuario2.jpg Estuario
Tomás Segovia
Pre-Textos,
Valencia, 2011. 

Por Eduardo Moga
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No. 49 / Mayo 2012


Tomás Segovia (Valencia, 1927-México, D. F., 2011) murió a principios del pasado mes de noviembre. Solo ocho meses antes había aparecido este Estuario, cuyo título y epígrafe inicial —el celebre “Nuestras vidas son los ríos…”, de Jorge Manrique— revelan, antes de que leamos un solo verso, su sentido de flujo que concluye, su naturaleza terminal. Estuario es un testamento poético, en el que Segovia recapitula melancólicamente su vida y proclama su amor al mundo, a un mundo que sabe ya próximo a su desembocadura. El poema Lo que tengo, que cierra la quinta parte de las seis que componen el libro, es una suerte de síntesis o epifonema de su existencia, un inventario, aún incompleto, que abarca amaneceres y crepúsculos, árboles y pájaros, horas de vigilia y de insomnio, días y noches, y una mujer que lo ayuda a sobrevivir. El tono, que combina lo elegíaco y lo celebratorio, no excluye la ironía, algo característicamente segoviano: “tantas delicias para el tacto y para el ojo/ Y el oído hasta donde todavía me llega…”. El poeta manifiesta una aguda percepción del paso del tiempo y una no menor certeza de la decadencia del cuerpo. Valiéndose de la universal metáfora manriqueña, identifica el tiempo con el río en Edad y poesía, aunque su mirada se proyecte más allá de la cercenadura individual que supone la muerte, y anticipe su curso indiferente sin él. En Otoño y dudas, un poema extenso que constituye la cuarta sección del volumen, Segovia recurre a otro tópico, la llegada del otoño, con sus vientos de declinación y sus premoniciones funestas, para describir ese flujo irrefrenable, ahora caracterizado como un ciclo, como una rueda sin fin. Pero en ese río que conduce a la nada se navega: la vida es navegable, dice el poeta hispanomexicano en Primavera navegable; y en Necesito quiere poner a navegar al día. Esta es la principal singularidad de Estuario: su contemplación, todavía jubilosa, del mundo, y su ansia por experimentarlo, por seguir gozando de sus frutos. Frente a los nubarrones de lo irreal, Tomás Segovia ve con arrobo la realidad; o, al menos, la observa sin aflicción. Las cosas imponen su presencia admirable, y, de todas ellas, son las que se cumplen en lo alto, como metáfora del impulso espiritual que transporta a quien siente ya decaer la materia, las que prevalecen en la conciencia del poeta: los chopos, el viento, las nubes, el cielo, los amaneceres. Enfrentarse al mundo, en Estuario, es contemplarlo. Y de esa contemplación, sosegada pero no inactiva, nace un sentimiento de satisfacción, incluso de plenitud, al que se canta, así como un deseo de apurar la vida y el tiempo, que se saben ya cruelmente cortos. Segovia ha de sobreponerse a la tentación del aislamiento, de la sustracción a los afanes terrenales, para enfrentarse al mundo, absorbente e inevitable: “Qué tentación de recostarme/ (…) En esta pálida melancolía/ Donde perversamente se conjugan/ La languidez y el frío/ Absorto sin salida en el intento/ De disolverme desoladamente”. Y también ha de evitar la prisa, el conflicto, la sinrazón, para aceptar la belleza y el vacío de las cosas, esto es, tanto su gloria como su ininteligibilidad. Con aires estoicos, casi ascéticos, Segovia manifiesta, en el excelente Repliegues, su “gran conformidad sin pesadumbre”, algo que recuerda sobremanera al nec spes nec metu del senequismo. Esta resistencia existencial, asentada en una aceptación del ser que facilita la del no ser, encuentra la recompensa de la alegría. Así, Segovia repite su pasmo casi extático ante el hecho milagroso e incomprensible de vivir, y su voluntad de aprovechar cada instante, en su más rezumante elementalidad, con una determinación que recuerda a otro tópico latino, el carpe diem. El poeta consigna la embriaguez de vivir, el subyugante enigma, el desafío o el deber misterioso de estar vivo, o, con más sencillez aún, la alegría de permanecer entre las cosas: una borrachera de latidos, y de conciencia de que se late, que no es sino otra forma de amar, acaso la más descarnada, la más indecible, por enfrentarse a la inminente desaparición de lo amado. La tarea del poeta, dice Segovia en el poema homónimo, no es responder a las llamadas que dispersan su atención, o que le imponen ocupaciones prescindibles, sino el amor. Y, en la composición siguiente, Por las calles, parece que va solo por la ciudad, que peregrina, huérfano, por sus avenidas, pero lleva “bien envuelto/ Un amor encendido”. Es la pasión por la vida; es la llama de la supervivencia, alimentada por la lucidez, pero fatalmente condenada a extinguirse.

portada-estuario.jpgSegovia ha renunciado en este libro a toda inclinación barroca, como si esa renuncia formara parte también del despojamiento que supone encarar la muerte. Su proliferante capacidad metafórica cede esta vez a favor de una esencialidad que se manifiesta tanto en el tono coloquial como en la ausencia de signos de puntuación, y que da pie a unos poemas fluyentes, encabalgados, donde todo se hace con fuerza pero con discreción, y donde la estructura retórica se difumina sabiamente bajo un manto verbal de gran pureza y delgadez. Acaso esto sea una expresión de la poética que Segovia atribuye a su amigo Ramón Gaya, pero que hace suya en Ramón Gaya en el aire, otro poema largo, que constituye la sexta y última parte de Estuario, y donde la vida es salvada por el arte, un arte cuya grandeza “es su mano vacía/ Su mano de mendigo/ El gran silenciamiento de sí mismo/ Para que hable lo otro lo real”.


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