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No. 49 / Mayo 2012



Washington Benavides
(Tacuarenbó, Uruguay, 1930)




El reino inhóspito


Estás detenido, como un personaje
Solo y reiterado en los cuadros
de Caspar David Friedrich;
solo ante el barco que se aleja
en un crepúsculo falsamente tranquilo;
como un espectador de las barrancas calizas
Encegrecedoras, como un  hombre con capa
A lo murciélago entre hondos árboles de
La Naturaleza, nuevamente divinizada por el
Sturm und Drang, aunque recoja bajo el
matorral de las gardenias una garra
dispuesta a tu garganta tan desprotegida
con su camisa a lo Byron.
Estás, espectador,
del cataclismo pálido del deshielo,
del viejo cementerio campesino ruinoso
que no tiene la humildad del camposanto
del poema de Unamuno.
O estás acompañado por dos
damiselas fantasmales, siempre con
la paleta alucinadamente realista de Caspar David.
Estás al lìmite del reino de lo inhóspito.
No puedes extender tu vista porque la niebla
desdibuja las cosas. Y digo bien las cosas.
        Estás a punto de emprender
(una vez más) la exploración de esos vagos territorios, de los que siempre te has sentido el virrey. Eso por lo menos.
                Estás por enfrentarte
                con tu cuerpo.
                El reino inhóspito
                de tu cuerpo.
El territorio desconocido de tu cuerpo.
Siempre creíste que era de tu gobierno.
Que tú decidías sobre tus pies
Que tú ordenabas tu cabeza
Que tú refrenabas tu instinto
Que eran tus textos tus testículos
               (gracias, Murilo Mendes).
Bien aprendiste que vivir es sentir el cuerpo
               Dolorido.
Que los mensajes de los verdaderos gobernadores
de ese reino, son e-mail dolorosos.
               Sabes que existen tus clavículas
sabes que piensa el grueso estómago
sabes las decisiones del delicado
corazón por sus arritmias
y tus circunvoluciones fueron erigidas
 por Dédalo.
Algo aprendiste de esos mecanismos.
Pero nunca llegaste a aceptar que eras el escriba
 de los faraones de tus nervios y de tus arterias.
Estás como el Visitante de la Mansión
de Usher, cuando se entrepara, reconociéndola,
en su grandeza de calavera con un foso delante.
No sabe bien (aunque lo sospecha) qué le sobrevendrá en su relación con Roderick
yMadeline. Pero su corazón tal vez sea
un laud. Que por supuesto él no aprendió
A tocarlo.
               Estás a las puertas
del mar de Caspar David, del cementerio
de Friedrich y la mansión de los agónicos hermanos, estás por trasponer las fronteras
               Del reino inhóspito
               De tu cuerpo.
No voy a recordarte inscripción alguna.





Puesto de feria


Al oferente ofreces
artículos que serán bien recibidos.
Al heresiarca ofreces
materiales para la hoguera o el desprecio.
Nadie te ordenó esa tarea
Nadie te dio un empujón para volverte
un puestero de feria.
Ahora que lo escribo: no sé si nadie.
Pero el asunto estriba
en un caballo redomón. Difícilmente
galoparás los campos en su grupa.
En las manos ostentas verdores de la quinta
manzanas como cachetes de niña bávara
kiwis que aún no se deciden a descolgarse
simios o secretas dulzuras
tal vez cítricas.
En cruz con tus dos brazos ofreces al cliente
al pasajero por casualidad al desconfiado
turista con su nikkon,
los frutos de la tierra que llegaron
como emigrantes en barcos, en aviones, en carretas.
Y está dicho que no todos aceptarán
tu oferta.
Probablemente sean los menos
quienes pasarán suaves manos sobre
rubicundas manzanas o bananas
ecuatorianas antes brasileñas.
Por otra parte, tu ofreces.
consciente de que lo ofrecido
no te pertenece. No sembraste
el cultivo, no fuiste tú quien lo cuidaste;
no participaste en su cosecha, su tratamiento,
su embalaje y su partida hacia los 4 rumbos.
Llegaron a tu puesto.
Tal vez de niño fuiste un aviador futurista
o un tripulante del Nautilus. Tal vez sentiste
en tus narices jóvenes el viento de Castilla
con polvareda y ruidos de engranaje
cuando pasó un jinete mal compuesto y un
campesino gordo sobre un burro.
Acaso Samuel Tessler te prestó su kimono
y Adán Buenosayres te dio a leer su Cuaderno
de Tapas Azules; no fuiste camarada
de Eladio Linacero
pero aprendiste bien la lección de Stephen Dedalus.
Nunca boxeó contigo Mr Pound.
Sobre cubierto de sellos y etiquetas, de censuras
o torpes equivocaciones, de fechas, de remitentes
y destinatarios. Así se va revelando
tu cara, tus facciones,
tu memoria tan desvalijada y tan provista
tu alma que solamente Donne
(John) Donne comprendería.

Pero estás en la feria, ofreciéndote,
aún estás en la feria.

 



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