cornisa-inditos.jpg

No. 49 / Mayo 2012



Paula Jiménez

(Buenos Aires, 1969)


Costa Marsupial


Sobre la arena estábamos. Yo pregunté:
¿cómo deja de latir un corazón?
¿cómo es posible? El sonido del mar
convirtió en muecas
vacías mis palabras. ¿Cómo es posible?,
repetí. No dijo nada.
No conocieron alimento, aire
las criaturas perfectas
que ella nunca develó delante mío.
En medio de la noche, silenciosa
las acopió su corazón secreto.
Yo vi al amor, dije después, se iba tapando
como la luna en noches nubladas por la lluvia.





San Antonio de Areco


Con pesadez de siesta
la tarde se desploma sobre el río,
débil hilo que cruza San Antonio.
Sinuosa entre los sauces, casi sin hacer ruido
la corriente desciende y se desliza encima de las rocas.
Las sombras de los cuerpos que cruzan la rivera
recortan el dorado de la luz
que alumbra la humareda pueblerina y se diluye. De pronto,
como si hubiera visto las palabras, como si las palabras
urdieran mi memoria material, la infancia de mi padre
recorre alegremente los márgenes del río: “Nos zambullíamos
al salir de la escuela, esa era vida, no
la que me hace morir en la ciudad”. 
¿O no fue lo que dijo?
La sustancia moldeable de la voz que recuerdo
adquiere una certeza que transmuta
y es un decir silente: “Yo poco
fui a la escuela. Mi padre nos llevó a San Antonio,
porque era caminante y trabajé con él.
A veces, nos tirábamos los dos”. Siguiendo su fluir, esa manera
sutil de no quebrarse y esquivar el escollo de las rocas
o de ser absorbido por la tierra y el pasto,
lo reconozco a él, mi padre, su mirada
ante el paisaje pleno y el paseo
por sus propios pensamientos. Distraído, quizás,
o entregado
a la atención total de lo que descompone
o compone la existencia: fugacidad, revelación de angustia
en la belleza de un río que camina
y que lo deja afuera.
En dirección Oeste cae la tarde,
y más allá,
en el verano inmenso que nos busca con su lupa de luz
mi sobrino Luquitas se zambulle en el agua, entreverado
a los brazos de mi hermano.
La hora ya declina y la ciudad se baña
con las sombras de los grandes edificios,
un frío inexplicable nos recorre, pero él no lo advierte.
Se toma de su padre como de un salvavidas.
“Cuidá a ese chico”, diría mi papá,
desde su reposera, con un mate en la mano,
un libro de poemas de Hernández que yo le regalé
y en su bolso de cuero una raqueta blanca, y el naranja
furioso de una coupé Torino que alzó velocidad
y al tiempo se detuvo
frente al mar.
“Cuidalo”, insistiría su voz
ronca, y lejana ya,
feliz –secretamente-  de haberlo conocido.

 



{moscomment}