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López Velarde y lo quebrado
Por Ana Franco Ortuño

raros-velarde2.jpgToda forma es imperfecta; la motivan la angustia y la esperanza. Anhelar la perfección lleva a la forma pero la perfección es el colapso, su imposible. La forma es lo que puede ser: potencia y posibilidad; de-formación, incapacidad, deseo.

Si forma y perfección se contraponen, si toda forma es motivada por la falla y la carencia, López Velarde supo bien decirlo. Sus poemas son lo que él no era y hubiera querido. Sus deseos, en términos de potencia, gestan la obra. No sólo fue un espíritu doble o duplicado, “La obra es una respuesta doble: a la inmovilidad de la muerte y a la oscilación de la vida” (70), nos dice Octavio Paz. Sin embargo no únicamente el péndulo, el contrapunto amoroso y el vaivén son sus motores, López Velarde fue un espíritu fragmentado que miro el mundo desde desde la dispersión y la conformación de lo disperso. Intuye lo dionisiaco y la Coyolxauhqui. No teme a originar el destazamiento ni a la pedacería: “Me arrancaré, mujer, el imposible amor de melancólica plegaria (77)”; “mi única virtud es sentirme desollado” (212); “mi corazón es una cuerda rota”. De su cuerpo enumerado conocemos el corazón, lo ojos, los riñones, los pies y las manos; del de la mujer, los dedos, los senos, las caderas, los hombros, los muslos, las palmas, los dientes. El mensaje poético se construye con “pétalos nocturnos” (121). Este desmembramiento que aparece a lo largo de la obra, se hace evidente en su observación de La Niña del retrato: “Cejas andamio”, “boca en bisel”, “las deleznables manos”. La mirada de López Velarde puede ser como la de Lope de Vega o de Picasso.

No. 50 / Junio-julio 2012


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López Velarde y lo quebrado
 
Por Ana Franco Ortuño
 
 
 

raros-velarde2.jpgToda forma es imperfecta; la motivan la angustia y la esperanza. Anhelar la perfección lleva a la forma pero la perfección es el colapso, su imposible. La forma es lo que puede ser: potencia y posibilidad; de-formación, incapacidad, deseo.

Si forma y perfección se contraponen, si toda forma es motivada por la falla y la carencia, López Velarde supo bien decirlo. Sus poemas son lo que él no era y hubiera querido. Sus deseos, en términos de potencia, gestan la obra. No sólo fue un espíritu doble o duplicado, “La obra es una respuesta doble: a la inmovilidad de la muerte y a la oscilación de la vida” (70),1 nos dice Octavio Paz. Sin embargo no únicamente el péndulo, el contrapunto amoroso y el vaivén son sus motores, López Velarde fue un espíritu fragmentado que miró el mundo desde la dispersión y la conformación de lo disperso. Intuye lo dionisiaco y la Coyolxauhqui. No teme a originar el destazamiento ni a la pedacería: “Me arrancaré, mujer, el imposible amor de melancólica plegaria (77)”; “mi única virtud es sentirme desollado” (212); “mi corazón es una cuerda rota”.
 
De su cuerpo enumerado conocemos el corazón, lo ojos, los riñones, los pies y las manos; del de la mujer, los dedos, los senos, las caderas, los hombros, los muslos, las palmas, los dientes. El mensaje poético se construye con “pétalos nocturnos” (121). Este desmembramiento que aparece a lo largo de la obra, se hace evidente en su observación de La Niña del retrato: “Cejas andamio”, “boca en bisel”, “las deleznables manos”. La mirada de López Velarde puede ser como la de Lope de Vega o de Picasso.

Así, como “mendigo cósmico” no busca la totalidad de lo inmediato o el panteísmo, sino conocer todas las naturalezas. Para lograrlo habla y mira (sobre todo mira) de y desde lo sutil, y lo alcanza en sus poemas deseantes. Pretende cada germen. De esta manera se opone a las estructuras tradicionales (monolíticas) de su propia cultura. Sus contradicciones no son del orden de la dicotomía: “mi alma y mi carne trémulas imploran a la espuma/ del mar y al simulacro azul de los luceros”. Además de la imagen, el significado se sitúa en cada una de las palabras del verso: alma-carne-espuma; simulacro-trémulas; mar-luceros-azul; pero sobre todo, en este simulacro escenográfico de los elementos, en esta imploración de la sutilidad del universo. En otro fragmento dice: “Me consumo/ en el álgido afán de ser el humo/ que se alza en vuestro aceite”. La intensa necesidad (‘álgido afán’) de comprender los principios alquímicos llevan al poeta por un recorrido temporal inverso de la metamorfosis: aceite (no cualquiera, el ‘vuestro’) → humo. El verso aspira a la inmaterialidad y sus secretos.

Evidentemente, la imposibilidad es otro de los caracteres de su obra, lo vemos cuando tres cuervos muestran las necesidades del mendigo:

 

El cuervo legendario que nutre al cenobita
vuela por mi Tebaida sin dejarme su pan,
otro cuervo transporta una flor inaudita,
otro lleva en el pico a la mujer de Adán,
y sin verme siquiera, los tres cuervos se van. (203)

 

Tantálica, no sólo en el plano de la sexualidad y el erotismo, la falta lo justifica. Estamos en la compleja necesidad de la forma en tanto que ésta es siempre insuficiente e implica además la búsqueda eterna y lo mutable. El deseo no es de la misma naturaleza que el fantasma y el sueño, Deleuze dixit. Lo fragmentario permite vislumbrar el deseo: un pétalo, un rizo prófugo, una migaja; pedazos que conforman en tanto que ofrecen, en su brevedad, la realidad a que se aspira. El espíritu socrático que devela el conocimiento de las cosas o la caverna platónica que intuye lo perdido: “siente mi sed la cristalina nostalgia de la fuente”, dice López Velarde.

Si es la falta lo que motiva en el “voraz ayuno pordiosero” la hipérbole ratifica lo inexistente, el oxímoron opera como fórmula entre los polos que resultan en la negación. El poeta se sitúa:

 

(…)
encima
del apetito nunca satisfecho
de la cal
que demacró las conciencias livianas
(…) (211)

 

Suficiente se ha hablado del amor y el erotismo en los poemas del Jerezano. Si bien la presencia central de la mujer es obvia, creo que uno de los motores de su poética es la aspiración al conocimiento de lo femenino; más allá de la posesión, quisiera comprender su esencia. Este elemento rebasa las ganas y la carnalidad en sus estados más evidentes (es decir, no se satisfaría en la cama). Su necesidad es la de conocer la naturaleza de lo íntimo en el universo, y en la mujer, la virginidad (limpio daño), por ejemplo, o a “las de la hoguera carnal en la vendimia”. “Tú me dirás del enigma,” (95) acuerda con Fuensanta.

El alma del poeta sabe que el daño es irreparable y, a pesar de toda la angustia por alcanzar a sus amadas prefiere mantenerse en esta carencia, lugar del lenguaje que satisface sus anhelos:

 

Antes de que deserten mis hormigas, Amada,
déjalas caminar camino de tu boca
a que apuren los viáticos del sanguinario fruto
que desde sarracenos oasis me provoca.
(206)

 

raros-velarde1.jpgLa posición desde la ventana o el final del camino es siempre sombría (la noche, lo oscuro, la negra hora). Es el observador que contempla (de su cuerpo vemos generalmente los ojos), duda, se fascina, se conduele y sufre por desconocer forma y alcances, en el proceso desteje un mundo.

No quiero con todo lo anterior decir que López Velarde no es de carne y hueso. La materia prima de sus poemas no es poco sólida ni se construye únicamente con elementos sutiles: la pasión, la hipérbole, la idolatría, el nihilismo, la risa, hacen de él claramente un cuerpo vivo que conoce sus sensaciones y las explica en complejísimas imágenes y objetos, como el piano de Genoveva.


La form(ul)ación desde lo negativo es un reflejo irónico de la existencia del poeta: los cuervos que mira pasar le niegan lo que quiere. Lo quebrado es la escencia lópezvelardeana y una de las características que lo sitúan tan fuertemente en nuestra tradición. La rareza de sus imágenes, la complejidad de su pensamiento hacen de él una presencia fundamental en poéticas posteriores. Ciertamente, como dice Marco Antonio Campos, es “un poeta mucho más novedoso en su trabajo por sus insólitos hallazgos con el adjetivo, la rima y el verbo, por su magia verbal, que lo hecho por la gran mayoría de los que se atrevieron, o creyeron atreverse, a descubrir brechas novedosas (…)” (16).2

En la desesperada y placentera búsqueda de sí mismo y de la comprensión de un mundo que lo hechiza, Velarde inauguró recursos que desestructurarán las formas tradicionales del lenguaje poético. Cimbra el sistema. Propone la rotura en una tradición íntegra. Observa el desmoronamiento, sus consecuencias y posibilidades. Sufre con ello y goza.

91 años después, la patria, el mutilado territorio, ha dejado de ser suave; se resquebraja en campanadas como centavos o en la picadura del ajonjolí. Acaso en estas miniaturas, en estos fragmentos, siga viviendo la esperanza de la transformación para una nueva, necesitada y Suave Patria.


A mi prima Águeda

                                                        A Jesús Villalpando

 

Mi madrina invitaba a mi prima Águeda
a que pasara el día con nosotros,
y mi prima llegaba
con un contradictorio
prestigio de almidón y de temible
luto ceremonioso.

Águeda aparecía, resonante
de almidón, y sus ojos
verdes y sus mejillas rubicundas
me protegían contra el pavoroso
luto...

Yo era rapaz
y conocía la o por lo redondo,
y Águeda que tejía
mansa y perseverante en el sonoro
corredor, me causaba
calosfríos ignotos...
(Creo que hasta le debo la costumbre
heroicamente insana de hablar solo.)

A la hora de comer, en la penumbra
quieta del refectorio,
me iba embelesando un quebradizo
sonar intermitente de vajilla
y el timbre caricioso
de la voz de mi prima.
Águeda era
(luto, pupilas verdes y mejillas
rubicundas) un cesto policromo
de manzanas y uvas
en el ébano de un armario añoso.


El piano de Genoveva

Piano llorón de Genoveva, doliente piano
que en tus teclas resumes de la vida el arcano;
piano llorón, tus teclas son blancas y son negras;
como mis días negros, como mis blancas horas;
piano de Genoveva que en la alta noche lloras,
que hace muchos inviernos crueles que no te alegras:
tu música es historia de poéticos males,
habla de encantamientos y de princesas reales,
de los pequeños novios que por robar los nidos
una tarde nublada se quedaron perdidos
en el bosque; y nos cuenta de la niña agraciada
que recibió regalos de sus once madrinas,
que no invitó a la otra a sus bodas divinas
y que sufrió por ello los enojos del hada.

Me pareces, ¡oh piano!, por tu voz lastimera,
una caja de lágrimas, y tu oscura madera
me evoca la visita del primer ataúd
que recibí en mi casa en plena juventud.

Piano de Genoveva, te amo por indiscreto;
de tu alma a todo el mundo revelas el secreto;
cuentas, uno por uno, todos tus desengaños.

Piano llorón, la hermosa más hermosa del valle
se nos ha vuelto triste por que tiene treinta años
y no hay por todo el pueblo que ronde por su calle.

Genoveva, regálame tu amor crepuscular:
esos dulces treinta años yo los puedo adorar.
¡Ruégala tú que al menos, pobre piano llorón,
con sus plantas minúsculas me pise el corazón!


Introito

Éramos aturdidos mozalbetes:
blanco listón al codo, ayes agónicos,
rimas atolondradas y juguetes.

Sin la virtud frenética de Orfeo,
fiados en la campánula y el cirio,
fuimos a embelesar las alimañas
cual neófitos que buscan el martirio.

En la misma espesura se extraviaba
la primeriza luz de nuestra frente,
ya ante la misma fiera, reacia y sorda,
cesaba nuestro cántico inocente.

De aquella planta que regamos juntos
irán cofrades la senil vihuela,
los pupitres manchados de la escuela,
la bíblica muchacha que adoraste,
los días uniformes, el contraste
de un volumen de Bécquer y Fabiola,
la soprano indeleble que aun nos mima
con el ahínco de su voz pretérita,
y el prístino lucero que te indujo
al apurado trance de la rima.

¿Que hicimos, camarada, del tanteo
feliz y de los ripios venturosos,
y de aquel entusiasta deletreo?

Hoy la armonía adulta va de viaje
a reclamar a una centuria prófuga
el vellón de su casto aprendizaje.

Mi maquinal dolencia es una caja
de música falible que en lo gris
de un tácito aposento se desgaja.

Y el alma, cera ayer, se petrifica
como los rosetones coloniales
de una iglesia con lama, que complica
su fachada borrosa con el humo
inveterado de los temporales.

 

 
 

1 Paz, Octavio: “El camino de la pasión” Prólogo, en La Suave Patria y otros poemas. FCE, Col. Popular, 1ª edición, México, 1986.

2 Campos, Marco Antonio: “Hablan las máscaras: poesía mexicana 1929-1958”, en Fórnix 8-9 Revista de creación y crítica. Editorial Nido de Cuervos, Lima, Perú, 2008.


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