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portada-ojo-testimonio.jpg Ojo del testimonio. Escritos selectos 1951-2010
Jerome Rothenberg (Selección y traducción de Heriberto Yépez),
Aldus / Conaculta,
México, 2011.

Por Iván García
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No. 50 / Junio-julio 2012


 

Poesía y anarquismo


Aunque en México suele tener un peso excesivo la tradición occidental (especialmente la cultura hispánica), fuera de ella existen otras visiones o poéticas que de ningún modo podríamos considerar secundarias. Ojo del testimonio, volumen organizado por Heriberto Yépez y coeditado por Aldus y Conaculta, en el que se reúne gran parte de la obra ensayística del poeta, traductor e investigador norteamericano, Jerome Rothenberg (Nueva York, 1931), desequilibra mediante múltiples fugas esa hegemonía occidental.

Rothenberg forma parte, junto con Gary Snyder, Michael McClure y otros, de una oleada de poetas norteamericanos que en los años sesenta se propuso abandonar la “gran tradición” (es decir, la tradición “occidental, cristiana, blanca” e ilustrada, como la define él mismo en este libro) y abrió su interés a otras culturas, especialmente las indígenas, aunque después también formuló una entrada alterna a Occidente, a través de poetascomo Artaud, Blake o García Lorca. Como fruto inmediato de ese trabajo, en 1969 apareció la hoy indispensable antología de poesía chamánica Technicians of the Sacred. A Range of Poetries from Africa, America, Asia, Europe & Oceania, preparada por Rothenberg y cuyo prefacio se incluye en el volumen recién editado.

De desvío en desvío, esas líneas específicas de la poesía norteamericana acabaron urdiendo un tejido incesante, contradictorio y sin centro, o mejor dicho, con concentraciones en distintos tiempos y lugares. Más que una tradición narcisista y paternalista, la apuesta se ubicó en una pluralidad de visiones. Bien podríamos decir que la “poética de la relación” de Édouard Glissant y los quipus de Jorge Eduardo Eielson mantienen perspectivas muy cercanas.

Por éste y otros motivos, podemos considerar Ojo del testimonio un libro anarquista, especialmente si lo miramos a la luz de las observaciones que hace el también poeta Jackson Mac Low (autor de uno de los textos preliminares de este volumen), en un pasaje que cita y traduce el propio Yépez en Luna creciente. Contrapoéticas norteamericanas del siglo XX: “Un ‘anarquista’ no cree, como algunos equivocadamente sostienen, en el caos social, sino en un estado de la sociedad donde no hay una estructura congelada de poder, donde todas las personas pueden hacer elecciones e iniciativas relevantes en relación con asuntos que afectan su propia vida”, y donde el poeta es un hacedor de fábulas, o mejor dicho, un incitador a la fábula, un co-creador, ya que anima al resto de los seres a descubrir sus propias fábulas y espera que la suya “ayude a nacer”. Me parece que, en el fondo, lo que se cuestiona es el empleo de figuras como la del poeta, el virtuoso, el ilustrado, la eminencia o el sacerdote, como instrumentos de dominación intelectual, moral o espiritual. Creer en la poesía –nos dice Yépez en aquel mismo estudio–, sepámoslo o no, es creer en el anarquismo. En el ser en transformación como principio.

Al interior de los desvíos de Rothenberg, subyace el rechazo de toda forma última y hegemónica, y la apuesta por una forma que cambie constantemente y se renueve a sí misma. De allí que él no escriba prólogos, sino “pre-facios”, es decir, pre-rostros, pre-caras de una identidad en continua transformación. De allí también que, lejos del poema “acabado” o estilizado que prevalece en Occidente, aparezca el poema como invocación, como poder o concentración de energía que se enhebra través de la voz y que al final nuevamente se disipa. Nada queda en el lector de estos “sonidos negros” o “gitanos” salvo la transformación del verbo diseminado. Aquel lector que se caracteriza por sus movimientos medidos o estudiados, necesariamente tendrá que alterarse o bien, sacudirse, como lo revela el título de otra antología de Rothenberg: Shaking the Pumpkin. Traditional Poetry of the Indian North Americas, publicada en 1972.

Gracias al trabajo de Rothenberg como estudioso y al de Yépez como traductor, podemos ver reunidos por fin, otros dinamismos, otras ensoñaciones, otras sonoridades y maneras de habitar el cuerpo. Tiene razón Yépez cuando afirma en la introducción que sería un error imaginar a Rothenberg escribiendo estos ensayos, cartas, prefacios y poéticas, sentado al interior de un cuarto cerrado. Ojo del testimonio es una dis-sidencia, un des-sentarse que lanza su aventura más allá de El pensador de Rodin como emblema de la actividad reflexiva. Va incluso más allá de la conservadora división entre lo académico y lo creativo, pues dada la estrecha relación que Rothenberg y Yépez mantienen con las universidades, se establece un puente entre las líneas realmente vivas y audaces de ambos trabajos.

Hoy día, tras la agresión a la zona sagrada de Wirikuta que permite el gobierno mexicano (íntimo aliado de la Iglesia Católica), se vuelve aún más urgente en nuestro país la lectura y discusión de este libro. Cada vez que aniquilamos un centro como Wirikuta y relegamos su ensoñación a una “mera creencia” que se aparta de “la fe verdadera” (sea la razón, el dinero, Alá o Cristo), nos apagamos más en lo desconocido. Reflexionar sobre el modo en que especialmente el cristianismo (aliado siempre al poder político y al dinero) ha controlado nuestra manera de amar, soñar, comer, beber, pensar y relacionarnos, es una tarea necesaria que seguirá despertando resistencias, pero Ojo del testimonio, con sus más de cuatrocientas páginas, es un magnífico estímulo. Una incitación a descolonizar el decir poético y el pensamiento.


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