No. 52 / Septiembre 2012 

 

Fracternidades
Por Susanna Rafart

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No. 52 / Septiembre 2012


Los frutos amargos de la poesía

 

Fracternidades
Susanna Rafart
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Existe, en todos nosotros, un tiempo que salvamos del olvido y quizás también de la memoria. Un tiempo que queda suspendido en alguna remota parte de los sentidos, el resumen de muchos días transcurridos sin ansia del pasado ni del futuro, unos días que nos han formado y que engrandecen nuestra identidad finita. Es el recuerdo de habernos bañado en pozas, ríos o canales en la cumbre del verano, mientras nos llegaba el aroma un poco fétido del saúco en los márgenes. Nos hemos acercado empapados de placer por el baño y hemos tocado la superficie nevada de los pequeños campos de flores que se columpian en el aire, pequeñas florecillas blancas que forman estrellas de cinco picos, todas a la misma altura, en una umbela cremosa, a punto para la caricia. Pero si las tocabas, empujado por una luz intacta, caían al instante al suelo. Eran los días de los refugios de montaña, altos nosotros también de vida y felicidad. Días que han perdido la medida del reloj.

Las tradiciones europeas, como explican numerosos herbolarios, aconsejan recoger esta flor la noche de San Juan y dejarla a sol y serena. Hemos gastado las mañanas de verano con total plenitud y hemos dejado saciar nuestros cuerpos con el exceso de la naturaleza. Ahora, que el recogimiento nos marca el retorno a nuestras casas cerradas, recogemos el fruto amargo de la expulsión: las bayas negras del saúco. Estas bayas son todavía más oscuras que en nuestra tradición poética. Abundan las flores del Saúco en los Pirineos. Con todo, apenas dotada de identidad, la flor resuena en unos pocos versos. Jacint Verdaguer nombra el saúco en un poema titulado El bressol (La cuna), cuando José sale a buscar el árbol con el cual hará la cuna de Jesús. Entre los árboles que descarta a favor del olivo, se encuentra el saúco en su más antigua forma: Los terebintos son delgados de la base, / el cinamomo no tiene más que olor, / el encino es curvo y tiene madera de roca, / florido como es el saúco no tiene corazón). El saúco no tiene corazón. Verdaguer, quien demuestra un amplio conocimiento del mundo vegetal, sólo lo menciona en esta ocasión. Pero esta planta se ha extendido alrededor del mundo y ha sido llevada por el hombre a todos los rincones, gracias a sus propiedades curativas conocidas desde el neolítico. En Galicia se usaba para alejar a los sapos de la salvia, en Sicilia para alejar a los escorpiones y, en Cataluña, se podía encontrar esta planta en las casas de campesino como remediera, por sus beneficios contra todo tipo de animales y como diurético para muchas enfermedades. Todavía hoy en algunas comarcas se hace licor de saúco. Sobre estos usos milagrosos nos da testimonio un poeta que ha recuperado en sus versos las tradiciones orales de las tierras del Matarranya, Desideri Lombarte: De azotacristos y correhuelas / se llenan los delantales / y recogen flor de saúco / y bledos por los patatales. 1 Tradición que, entre nuestros poetas contemporáneos, buscamos en Maria Mercè Marçal o en Maria Àngels Anglada, para quien la flor forma parte de los referentes del locus y el tiempo:

 

Los árboles brotaban. Poco después labios acebos
de capullo besaban aquel viento amoroso
y entre el saúco y la hiedra se acoplaban los mirlos.

 

Hay un refrán alemán que dice: Vor dem Holunder soll man den Hut abnehmen (ante el saúco debemos quitarnos el sombrero). En septiembre, cuando nos recluimos en las habitaciones que nos protegerán del frío, ya podemos probar los frutos amargos y negros del Sambucum nigra, un gusto que se inicia en las páginas de Georg Trakl con la evocación de la infancia en Sebastián en sueños:

 

Lleno de frutos el saúco, tranquila habitaba la infancia / En la azul caverna. Sobre un sendero perdido en el pasado. / Donde ahora, oscura, silva la hierba salvaje. / Meditan las ramas silentes: el brujido de la hojarasca. / Es como cuando el agua azul estalla contra las rocas. / Dulce es el lamento de los mirlos. Un pastor / Sigue callado el sol que cae rodando del monte otoñal. / Un azul instante ya no es más que ánima. / A la orilla del bosque se muestra una huidiza bestia y en paz / Reposan en la hoya las viejas campanas y villas oscuras. / Más devotamente sabes el sentido de los años oscuros. / Frescura y otoño dentro de las recámaras solitarias: / Y en el sagrado azul suenan todavía pasos luminosos. / Gime levemente una ventana abierta: hasta las lágrimas / Conmueve la visión del cementerio en ruinas en el cerro, / Recuerdo de leyendas contadas; pero a veces, se aclara el alma, / Cuando piensa hombre glorioso, días primaverales de un dorado oscuro.


La referencia inicial se convierte en un motor con suficiente fuerza como para instalar de repente un momento plácido de la infancia. El fruto, la fertilidad asegurada del saúco, el azul, son transmisores directos del mundo espiritual, del alma. El gesto vegetal inmóvil que inaugura la meditación. Su presencia provoca a la reflexión profunda de la vida entendida como un todo: azul el fruto, azul el instante, sagrado azul. Y todavía Trakl llena este sentido en el poema Helian cuando evoca los frutos candorosos del saúco que Se inclinan atónitos sobre una tumba vacía, bajo la mirada del espíritu adolescente que planea sobre la casa paterna abandonada. Un exceso de prodigalidad que se malmete. De hecho, la imagen recorre todo el libro y, en diversos poemas, el saúco inaugura la excitación del sentimiento ebrio de la infancia: a veces la madre acompaña al niño a la sombra de un viejísimo saúco para mirar la luna blanca. Sus jugos los adormecen cuando ven pasar el cadáver hacia el cementerio otoñal. La figura del aislamiento se alarga, después, en otro poema de invierno, cuando la nieve se deshace y dice el poeta que un airecillo azul se enreda con el viejo saúco, al abrigo de un enorme nogal. Es el momento de la aparición del ángel al niño, cuando la melancolía de la planta se asocia al instante del descenso del mal, y su presencia sirve para entonar el silencio de una secreta caída. El arbusto es el entorno del alma alejada del espacio real. El saúco determina la entrada en el mundo metafísico en tanto que objeto visible de la espiritualización poética. Diríamos que hay un sub-mundo convocado por lo azul de la planta, un pre-espacio que sirve al imaginario lúcido, la figuración imposible, siempre bajo la severidad de la muerte. Esta misma evocación lleva a Paul Celan a la desesperación en el primero de sus libros Amapola y memoria (Mohn und Gedachtnis, 1952 ).

 

Se oscurece de noche el cuerpo. Es tuyo.
Se te ha curtido con la fiebre de Dios:
y blando antorchas con la boca, las más altas,
que se columpian al roce con tus mejillas.
Sea descunado quien con canciones no durmieron.
Yo he venido hacia ti, con la nieve en las manos,
la incertidumbre, como tus ojos que me miran
azuleando dentro del círculo de las horas. (Mucho antes,

el círculo de la luna, la hacía mucho más bella).
En carpas de vacío, la maravilla
ha sido profundo sollozo, ha sido aullido;
al cantarillo del sueño –qué más da– se le congeló su barro.

 

Se congela el barro y no el contenido, los ojos prisioneros de los círculos de las horas, un tú ausente, muertos que tienen que ser despertados, luz desesperada que los recuperaría. El saúco ocupa todo el campo literario contra el cual se escribe el poema. Se convierte en motivo referenciado, en el marco de la vasta producción poética alemana, fiel a la exaltación del paisaje, y ejerce un fuerte cuestionamiento en todo el texto, marcándolo definitivamente. Jean Bollack certifica que esta es la única aparición de la planta en la obra de Celan. Según el especialista, la palabra Holunder por su sonoridad se acerca a la ginebra (Wacholder), indicando la embriaguez y la asimilación al mundo de otro poeta alemán en tierras francesas, Holderlin. De manera que la palabra nos transporta, con un sentido oscuro, de significación concertada, a la poesía romántica, que en cierto sentido también se niega. La hoja se ha convertido en signo, se ha cargado de significación, en el rito de una sed simbólica contradictoria, en la presentación de una comunión trágica. Hay una referencia a la responsabilidad histórica, que atañe directamente a la poesía, incluido el saúco. La misma creación del poema es un molino de sangre: se escribe con violencia y contra la violencia en una temporalidad ambigua, desde la muerte y desde la vida. Una uva amarga que sólo prueban las liebres. Este concepto no ha penetrado en nuestra tradición. El saúco no tiene corazón. La modestia del arbusto es como la modestia de la poesía: aparece en todas partes, convive con los seres, es ignorada. Tópico campesino, incluso friulano. (Timp furlan! Na scussa umida / di sanbúc, na stela / nassuda nenfra il fun / dai fogolàrs, na sera / pluvisina-un pulvín di fen / tau ciavièj o in tal sen / di un frut ch'al ven / sudad da la ciampagna / ta la sera rovana) Una señal del mundo cerrado de la primera juventud. Yendo aún más lejos, podemos decir que también es símbolo de los que, en pleno derecho, vuelven a ocupar el paisaje abandonado. Pero ennegrece los dedos y fácilmente corrompe. La nieve del verano se torna negra en los frutos. Es la fruta prensada que mancha los versos de los libros. Podemos destacar otros ejemplos. Johannes Bobrowski lo evoca en un poema que refleja este muro estanco de la infancia que es el saúco, en el poema Flor de saúco. El símbolo, ya referenciado, permite desdoblar el tiempo: el mismo saúco que guardaba las casas, ahora devastadas y llenas de sangre, ha oscurecido la risa culpable de los jóvenes. La conciencia histórica se convoca directamente:

 

Babel se acerca, / Isaac. / Dice: durante el tiempo pogromo, / cuando yo era niño, / cortaron la cabeza / de mi paloma. / Casas en la calle de madera, / con vallas y saúcos encima. / El umbral bien limpio, / por la escalerita abajo... / sabes, entonces: / las manchas de sangre. / Vosotros decís: olvidado. / Vienen los jóvenes / y las risas son como matas de saúco. / Sabéis, el saúco / quisiera morir / ante vuestro olvido.

 

Una fuente común puede justificar la semblanza –aunque hay que considerar la distancia ideológica entre ambos poetas, Bobrowski y Celan. Es una lucha contra el olvido y el silencio. Tiene muy presente el folclore, las leyendas, las canciones. Y es evidente que ha bebido de la fuente holderliniana. Pero sin dolor. El mundo salvaje está lleno de este arbusto: el cuento Madre saúco de H. Christian Andersen recupera la tradición danesa del espíritu que habita el árbol. Otras tradiciones y leyendas lo asocian a la rama de la que se colgó Judas Iscariote, o a las escobas voladoras de las brujas irlandesas. En el folclore de la Argentina, se desaconseja que la cuna de un bebé esté hecha con madera de saúco. ¿Es por todas estas prevenciones antropológicas que Verdaguer también la rechaza? ¿Es por este sentido negativo que Salvador Espriu hace cantar a Banyeta de Primera historia de Esther: “también aso alguna pierna / con ramitas de saúco”?

Sangre y saúco se identifican en el poema de Celan en un combate despiadado. Aquello que lo hace fértil desde un punto de vista lírico es su contradicción. Es exactamente un peso negro o un malestar siempre presente, el saúco permanece para recordarnos la juventud que se ha ido. Flor expresionista, emana los jugos perpetuos de la desolación y basta para evocar el tránsito rimbaudiano en Trakl. Representa el paso a las tinieblas. Rimbaud, sin hacer presente la existencia del saúco, habla de los frutos negros que rodean el viaje ebrio del niño artista, y la vegetación contribuye al enrarecimiento de este camino. Tal vez esta pista nos permita ver ahí la conexión entre los poetas más jóvenes, con la misma referencia, aunque posiblemente no con el mismo resultado, como en el caso de Marcelo Rizzi: Qué hay sin dolor, sino maneras de reunir / rara vez y en el derroche, el lirio en la colina ideal, / el mismo opaco paño del descontento / con la caída invisible de todo cuerpo. / Quitas o agregas espumas al rocío, / según tu ventana se oriente en cada habitación. / Esas historias no cuentan para el corazón / ausente que muy lejos se apaga: desnudo ante / los perfumes del amor, entre las babas azules / de la noche prisionero. / Oye cantar la vigía y hallarás la cifra / de la memoria absuelta, la égloga temprana / del diminuto sol de tus uñas / en una baya negra que viaja, de estación / en estación, con el torrente de los días. / Qué hay sin dolor, pregunta el ave soberana, / antes de anidar en lo más alto. Asociado al dolor el saúco configura, pues, una metáfora de pérdida. Frutos del saúco, uvas de bruja, como se dice en algunos lugares. Dicha imagen es quizás un desistimiento de la conciencia social a favor del individuo atento, predispuesto a una espera desconcertante y vaga. El yo moderno de Gottfried Benn, el ser solitario con sus imágenes ante todo.

Infancia y Naturaleza concentran el camino de la voluntad artística desde el Romanticismo. La comunicación entre el hombre y el mundo natural se puede hacer únicamente en un estado de gracia que corresponde al niño. Novalis explica estas aproximaciones en su ensayo La naturaleza. Mantener los sentidos atentos, saber observar lo imperceptible, expectante constantemente de la contemplación, llenarse de naturaleza a borbotones son los principios del artista para conseguir la necesaria intuición en su materia creativa. Y en esta percepción membranosa de las cosas Novalis se pregunta: ¿No es todo lo que vemos un tesoro robado al cielo, la inmensa ruina de magnificencias antiguas, el final de una monstruosa colación? El poeta esforzado y solitario por caminos pedregosos va en busca de la flor azul. Este exceso de la planta, configurada como flor poética, ha penetrado en la poesía catalana levemente, pero está presente. Quizás de una manera más cercana a la sensualidad que al terror. ¿Cómo encontrar este referente? Hay casos, pocos y aislados. Un poeta buen lector de Pound, Xavier Lloveras, presenta algunos casos en estos versos : en esta hora cuando la flora se levanta / como una alta cortina / y se convierte en hilos de nubes / que esconden demasiado estróficos la Rodona / –gran flor de saúco que la viruela / ha declinado poética–/ en un desierto lechoso de algas y pólenes / y agujas afiladas / de excesivo maquillaje. En otra ocasión, la planta nutre un verso de Comadira para referenciar un exceso de sentidos atados a la sonoridad verbal: Un saúco se emboba / espeso de perfume. Cabe mencionar, además, que su presencia va más lejos como flor de conocimiento en la poesía vitalista de Agustí Bartra:

 

Ha callado el cuco y en el
rostro del amor se detiene el olor de la flor de saúco.

 

Un instante de suspensión que propicia el acceso a una entidad abstracta. En el uso de estas imágenes, se debe tener presente la poética aristotélica: el placer de la imitación, connatural en el ser humano, es más efectivo cuando a él se le suma el reconocimiento del objeto imitado. Hay que entender que el doble gozo va más allá del gusto que se pueda encontrar en la mera ejecución, de la figura en este caso. Para la poesía, ninguna palabra está exenta del doble reconocimiento : el natural y el poético. Hablar del saúco conlleva, en la lectura atenta, la visión de la cicatriz de la página en blanco, provocada por alguna lectura anterior. El lector o la lectora deshabituados al poema como búsqueda gozarán, por la proporción y la adecuación del objeto llevado al texto, pero les pasará desapercibido el nudo, aquello que da esencia y belleza al referente (o, si más no, su aspecto crítico y reflexivo, en el caso de Celan). El poeta debería aportar su conocimiento para que el acceso no quedara vetado, aunque se puede permitir jugar a los espejos en la comunicación con los lectores formados. En nuestra tradición, este paso resulta difícil: ha habido rompimientos, de manera constante rehacemos un camino poético. Como si, al instante de dibujar el mapa de una isla ignota –ya explorados y gozados los primeros lugares–, desapareciera la nueva realidad a punta de lápiz. Y depende de la pericia y memoria del dibujante que la nueva isla sea conocida por otros y pisada por la mayoría. Por eso el esfuerzo de la memoria traiciona a la excelencia del objeto imitado. No se puede ir más allá, se hace el esfuerzo del inventario, pero la voz, como tal, a menudo se pierde. De aquí la necesidad imperiosa de la traducción incesante. Un poeta griego visita un teatro antiguo y grita. El poeta es Iannis Ritsos. El eco del grito, dice el poema, el eco griego, sigue sólo, sin repetir ni imitar, el clamoroso ditirambo. Un poeta catalán visita un teatro antiguo. Su grito se esfuerza para duplicarse hasta el infinito para crear la apariencia ficticia de un eco.

En el caso de Novalis, la flor de saúco es una flor ideal, aunque, de hecho, en su poesía, no encontramos ninguna referencia a una flor demasiado explicita ni una naturaleza con nombres y volúmenes. Más bien se trata de la naturaleza inespecífica, como un mundo intocado. Al pasar a la naturaleza nombrada, dictada, se ha perdido el ideal. La flor de saúco concreta el imposible camino hacia las escaleras por donde el poeta tiene que pasar a ser un príncipe. Saúco e infancia se funden en otro maestro, Eugenio Montale: I fanciulli con gli archetti / spaventanno gli scricciole nei buchi. / Cola il pigro sereno nel riale / che l'accidia sorrade, / pausa che gli astri donano ai malvivi / camminatori delle bianche strade. / Alte tremano guglie di sambuchi / e sovrastrano al poggio / cui domina una statua dell'Estate / fatta camusa da lapidazioni: / e su lei cresce un roggio / di rampicanti ed un ronzio di fuchi. / Ma la dea mutilata non s'affaccia / e ogni cosa si tende alla flottiglia / di carta che dissende lenta il vallo.

La rama vieja siempre remite a un tiempo perdido; es, en sí misma, transmisora de temporalidad. El camino donde la corruptibilidad del cuerpo o de la poesía toman el color de duelo, donde se administra la inevitable y ebria degradación de los años, donde la bella intuición se estanca y donde se confirma la desmembración de la memoria.


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