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No. 53 / Octubre 2012

 

A.E. Quintero    
(Ciudad de México, 1969)



Yo no sé cómo se olvida.
Nunca he sido bueno en eso de quitar nombres de mi pecho.
Nunca he sido buen abandonador.

No sé cómo se olvida.
Es como si hubiera que meter
la mano hacia aguas muy profundas de la garganta y el corazón
e ir sacando tiempos, fechas, lugares,
ir sacando
gente que ha naufragado en nuestro pecho.
Y no sé.
Yo amo de veras. Con esa humildad de llamar
de usted
a la piedra por ser vieja, al pájaro
por saber volar,
y al árbol, de usted, por ser árbol y ser tremendo:
bello
como el niño que soy cuando veo un árbol
y lo trepo con los ojos.

No sé cómo se olvida,

porque guardar personas, objetos y lugares
definitivamente es lo mío.

 

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No quisiera darle voz
a esos árboles
porque hablarían dormidos,

porque irían por ahí
hablando solos, preocupados;

porque construirían sueños
y en lugar de árboles
parecerían obreros, y largas serían sus horas de trabajo,
calladas,
porque no hay nada más terrible
que un silencio involuntario,

y hablarían dormidos esos árboles

¿y quién querría escuchar
lo que sueña decir
un árbol preocupado?
sus necesidades:

los que no dan fruto
seguro
llorarían su fruto para siempre;

y los que son de sombra breve
no sé lo que intentarían
tal vez cortarse las raíces,

secarse;
la soledad de un árbol
ha de gritar muy fuerte,
adentro
como el ruido que hace el silencio cuando todos duermen
y pareciera estar dentro, zumbando
en algún lugar de nosotros.

Con voz
ese árbol estaría más solo
porque no habría nadie para entenderle
y nadie
que quisiera estar cerca.
Darle voz a un árbol
nada bueno le traería.




La niña está de pie
tapando con sus manos su cuerpo desvestido.
No tiene suficientes manos. La niña
para cubrir el sabor de corazón
en su lengua, y que durará años;
piensa en los cerditos que se quedaron sin madre. La niña
tiene un llanto que rompe los vasos, que ayuda a matar cerdos,
que no hace mucho ruido. Su llanto
como el sonido de una hoja de papel
que alguien rompe por la mitad. Desorientada, muy aturdida.

Abuela decidió quitarle su vestido limpio
y dárselo a su hermana, y darle los novios que pudiera tener,
y darle una escoba, y un biberón comunitario
para los más chicos.

Aquel día fue de veinticinco horas.
Su diario dice
que se llenarán de sangre sus muslos esa luna;
no puede ser bella una niña con sangre, con óvulos y ovarios.
Su diario dice
que tendrá una noche de bodas, en un día como ése.

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Qué chido que los caracoles lleven
consigo
su propio domicilio, su dirección
y se encuentren,
y puedan a conformidad
ser vecinos, o amarse
y juntar sus casas, reunirlas como quien echa otro piso a su casa,
y compartir
el enorme jardín que ha de ser una hoja,
la perfecta escalera de condominios
que ha de ser un tallo, una hora alta.

Qué chido que dos caracoles se encuentren,
que después de años hojas,
de años ramas, de años banquetas húmedas
y macetas
qué chido que dos caracoles se encuentren
y puedan ser varones
y puedan no serlo.

Qué chido que a un caracol
esas cosas no le importen.

 

 


 

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