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portada-propios-como-ajenos.jpg Propios como ajenos. Antología personal (Poesía 1961-2005)
Antonio Cisneros
Coordinación de Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de México
México, 2012

Por Marco Antonio Campos
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No. 54 / Noviembre 2012



Poesía, una historia de locos
(A modo de prólogo)


A pesar del invierno, recuerdo aquellos días con el cielo siempre azul, el sol redondo y un fuerte olor a mar limpio, fresco y sin aguaje. Mi primer librito, Destierro, recién salido de la imprenta de mano del poeta Javier Sologuren, era cosa mejor que un buen verano. Creo que entonces ya no tenía espacio para más felicidad. Fue en el año 1961.

Meses antes aparecieron, en la misma serie, El río de Javier Heraud y Orilla de Lucho Hernández. Todo el parnaso juvenil, en suma.

La plaquette, de trescientos ejemplares en color salmonado, me dejó como saldo un pan con chicharrón, dos empanadas de Solari, una coca-cola y, sobre todo, la desvergüenza necesaria para seguir publicando poesía.

Destierro tuvo una sola reseña, firmada por mi amigo Julio Ortega, en el diario La Tribuna. Diario semiclandestino, no por avatares de la política, sino por su modesta circulación.

Así y todo, durante una semana, en mis interminables caminatas por el jirón Camaná y los alrededores de la plaza Francia, me acompañó la sensación inminente de ser reconocido por las masas, mis lectores, felicitado, requerido para un autógrafo, o, tal vez, alguna consulta sobre un verso oscuro pero intenso. Nada de esto ocurrió.

Una vez (aún tiemblo de emoción) sorprendí a un estudiante hojeando, presuroso, mi ópera magna entre los anaqueles de la librería Studium. Lo seguía con los ojos, la respiración entrecortada, traté de acercarme, decirle que yo era el autor. Vanos deseos. Dejó el libro, como quien abandona una revista vieja en la antesala del dentista, y se enfrascó satisfecho en el primer capítulo de la Lolita de Nabokov.

Al año siguiente, también en la maravillosa Minerva de Sologuren, apareció David. A diferencia de Destierro (pleitos literarios entre el mar y la ciudad), éste fue un librito más logrado. En todo caso me acercaba al ideal del escritor: decir lo que se quiere y no, simplemente, lo que se puede.

La historia del rey bíblico, contada desde la perspectiva del común. Una mezcolanza de lenguajes antiguos y modernos, cierta ironía, al servicio de la desmitificación. De algún modo David fue perdonado porque era rey y su espiritualidad no superaba los límites del deseo por la rolliza Betsabé. Elemental, reconozco, pero (como dicen) bien sentido.

Es un poemario que quiero y, hasta ahora, me gusta. En su momento fue recibido con beneplácito por diversas publicaciones. Inclusive, Luis Alberto Ratto y José Miguel Oviedo, manes y lares del periodismo cultural de los años sesenta, tuvieron una polémica en tres rounds en las páginas de El Dominical no tanto a causa de David es verdad, aunque el librito fue el pretexto para un ajuste de cuentas literarias, algún lío de pelos y pelajes que no recuerdo más.

Fui, por entonces, una “joven promesa que apunta y se perfila”. Nombrado en los recuentos de fin de año, presente en los recitales de la Católica y San Marcos y, de refilón, en los mítines políticos contra el segundo gobierno de Manuel Prado. Ni envidioso ni envidiado, según el ideal de Fray Luis, me sentía querido por mis compañeros, mi barrio y la plena humanidad.

En el 64 publiqué Comentarios reales, que, al año siguiente, ganó el premio nacional con el voto en contra de una doctora (cuyo nombre sí recuerdo) ofendida por las blasfemias, reales o supuestas, del poemario en cuestión.

Sus dos ediciones de dos mil ejemplares cada una me colocaron, inevitablemente, en la palestra. En la picota también, pues pronto comprendí que las jóvenes promesas premiadas, fotografiadas y entrevistadas pierden, poco a poco, ese amor que la patria de las letras concede, en exclusiva, al dulce anonimato.

Comentarios reales es un libro al que, francamente, no le guardo demasiado aprecio. Sin embargo, es una de mis obras más recordadas, citadas y, eventualmente, festejadas por el lector.

Mi desgano ante sus páginas se debe a la excesiva pretensión. La cosa era meter toda la historia del Perú, desde los chamanes de Pachacámac hasta el asesinato de Javier Heraud, en un volumen. Pasando, claro está, por las barbas de los conquistadores, los esclavos, los obispos, los siervos y Túpac Amaru con los cuatro caballos descuartizadores.

En cualquier caso, fue un intento de revisar la historia burguesa tradicional, desde la poesía. Poesía, que es también, al fin y al cabo, una forma de conocimiento.

A los veintidós años me estrené como profesor en la Universidad de Huamanga. Tiempo de guerrillas, tunas y cabras. Comprendí la desolación y la riqueza del universo andino que, hasta entonces, había sido tan sólo el viaje en tren a la feria de Huancayo.

El primero de mayo del 66 nació mi hijo Diego, día que se honra y se celebra en todas las naciones del planeta. Poco después, comenzaron los viajes de Simbad el marino. Y en el 67, me hallaba instalado en Londres como vecino de Earls Court. En medio del laberinto de los Beatles y los Rolling Stones, los hippies, las minifaldas, la hierba, las campanitas y unas terribles ganas de ser adolescente con años de retraso.

Ese otoño y ese invierno escribí los poemas de Canto ceremonial contra un oso hormiguero. La estufa casi siempre malograda y yo enfundado en un abrigo viejo y peludo dentro de la casa. Apenas si sacaba una mano del bolsillo para escribir un verso y ahí mismo la guardaba. En verdad fui feliz.

Mi mantenencia la aseguraba alternando el oficio de lavaplatos y el de asistente en la universidad (a la larga, como ahora). Tenía un alma de esponja, siempre presta al deslumbramiento. Aprendí muchas cosas. Entre otras, que la tristeza no se resuelve con un plan quinquenal.

Canto ceremonial contra un oso hormiguero fue premiado en la Casa de las Américas de La Habana en el 68. El galardón poético del idioma más cotizado por aquel entonces. Eso me dio cierta fama, algún dinero, traducciones, reediciones, unos cuantos fans y una apetecible tribu de envidiosos.

Los poemas del libro estaban llenos de vida vivida. Por eso el uso de largos versículos que se enredan en las páginas como serpiente. Necesitaba un espacio donde se reunieran los datos del alma y del cuerpo. El hígado, el corazón y la cabeza. La historia doméstica, la historia de la colectividad. Creo que en buena medida lo logré. El lenguaje se bamboleaba entre la solemnidad y la jerga, en medio de un optimismo socarrón. Así transcurrían mis días en la vida real.

Pasados los años, harto ya de las islas al norte del Canal, conseguí un trabajo en la Universidad de Niza, ciudad mediterránea, misma postal, en la frontera con Italia.

Épocas de soledad, bohemia y descalabro. Me convertí en experto en hospitales y aprendí francés. Como higuera en un campo de golf es el testimonio de mis quejas, de mi poquita fe. Libro que quiero con la ternura y compasión debida a un hijo enfermo.

En Agua que no has de beber, publicado en Barcelona un año antes, hay un solo poema rescatable: “Para hacer el amor”, cuya lectura en los recitales nunca tiene pierde.

El libro de Dios y de los húngaros tiene que ver con los años que viví en Budapest (74 y 75). Cantos del nuevo y gran amor correspondido (que aún perdura), del nacimiento de mi hija Soledad, del reencuentro fulminante con el Señor.

A diferencia de mis otras obras y con la sola salvedad del poema de la reconversión, “Domingo en Santa Cristina de Budapest y frutería al lado”, ese libro no fue escrito in situ. Un par de años más tarde, en la nublada Lima, me dediqué a desenterrar de una caja de zapatos esa infinidad de apuntes en cajetillas, esquemas, imágenes sueltas, notas ilegibles, mendrugos, guiñapos, para reconstruir (o más bien construir) El libro de Dios, que nunca sabré cómo pudo ser de haber sido escrito en su momento y en su lugar.

En el 78 gané la codiciada beca John Simón Guggenheim. Una de las escasas ocasiones donde un pobre poeta puede vivir (algunos meses) como novelista del boom. Y decidí viajar a la dorada California. Cosa que no fue tan fácil. Porque, en principio, los peruanos son ante la inmigración norteamericana, aventureros indeseables y narcotraficantes del montón (y sospecho que hasta comunistas).

Luego de un par de escaramuzas en el consulado del país del norte, obtuve mi visa oleada y sacramentada. Aparte de un paso de veinticuatro horas por Nueva York, jamás había sentado mis reales en los Estados Unidos. Y arribé cargado de ansiedades y una perversa fascinación por Disneylandia. Así, entre las colinas de Berkeley y la dulce ciudad de San Francisco, pasé más de medio año. Amén de varias incursiones a Nueva York, Oregon y Arizona.

Tal como ocurre en el París monumental, cada uno de los innumerables países que forman los Estados Unidos es un calco impecable de su correspondiente tarjeta postal. De modo que todos los instantes se tornan en una suerte de déjá-vu y la única sorpresa (mayúscula, es verdad) fue descubrir que me hallaba a mis anchas, devorador entusiasta de hamburguesas, mismo personaje de las series de TV aprendidas desde mi tierna infancia. Escribí poco y dormí bien, como las buenas almas.

Crónica del Niño Jesús de Chilca (1981) fue el intento de escribir la historia de una comunidad costeña hundiéndose en el tiempo. Ahí incorporo las voces colectivas y ajenas como propias, y las memorias del compadre difunto, don Fortunato Rueda. El amor de Dios y de los pobres entre el mar y el arenal. Año del nacimiento de mi hija Alejandra.

Pasé el 85 bajo los altos techos de una vieja casona de Berlín. Contra todos mis pronósticos (y prejuicios) bien amé los inviernos en la antigua y delirante capital de Prusia. Y estuve en paz. A pesar de los perros. Intocables como las vacas en la India, pero soberbios y peludos como el sol.

Con la publicación del Monólogo de la casta Susana y otros poemas, llegué en 1986 a los veinticinco años de mi primer librito. Me parece mentira. Cosa de locos, persistir en un oficio que no brinda fortuna ni placer. Y sin embargo, es tan inevitable como la sombra que nos acompaña en las tardes transparentes del verano.

Luego pasaron seis años hasta la aparición de Las inmensas preguntas celestes. Este libro, con una sección de réquiems y otra dedicada a Drácula, poco tiene del irónico desparpajo otrora celebrado por mis lectores. Tal vez conserva un poco del antiguo humor, pero está más próximo a esa sonrisa con los labios cerrados, que nos trae la idea de la muerte, inevitable, siempre a la vuelta de la esquina.

Salvo un semestre en la Universidad de Virginia y unos cuantos cursillos y conferencias, abandoné para siempre el magisterio. No extraño para nada a los alumnos. Volví, entonces, a tiempo completo, a mi sempiterna vocación de periodista. De hecho, hasta hace poco, me la he pasado año tras año entre los periódicos, la radio y la televisión. Y publiqué tres libros de crónicas de viaje. Mi último poemario fue Un crucero a las islas Galápagos. Unos cantos en prosa a la Virgen María y la memoria de las agitadas Galápagos del alma.

Ahora sobrevivo en Lima, con mi mujer, mis tres hijos y mis cinco nietos. El muchacho que fui se ha convertido en un viejo patriarca. Escribo poco, mantengo a duras penas mi tan poquita fe y temo cada día. 

 

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