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portada-propios-como-ajenos.jpg Propios como ajenos. Entología personal (Poesía 1961-2005)
Antonio Cisneros
Coordinación de Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de México
México, 2012

 
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No. 54 / Noviembre 2012


 

1 Cuando el diablo me rondaba anunciando tus rigores


Señor, oxida mis tenedores y medallas, pica estas muelas,
enloquece a mi peluquero, los sirvientes
en su cama de palo sean muertos, pero líbrame del Diablo.
Con su olor a cañazo y los pelos embarrados
se acerca hasta mi casa, lo he sorprendido
tumbado entre macetas de geranio, desnudo y arrugado.
Estoy un poco gordo, Señor, espero tus rigores, mas no tantos.
He envejecido en batallas, los ídolos han muerto.
Ahora espanta al Diablo, lava estos geranios y mi corazón.
Hágase la paz, amén.



Crónica de Lima


Para Raúl Vargas

Para calmar la duda
que tormentosa crece
acuérdate, Hermelinda,
acuérdate de mí.
Hermelinda, vals criollo


Aquí están escritos mi nacimiento y matrimonio, y el día de la muerte
del abuelo Cisneros, del abuelo Campoy.
Aquí, escrito el nacimiento del mayor de mis hijos, varón y hermoso.
Todos los techos y monumentos recuerdan mis batallas contra
        el Rey de los Enanos y los perros
celebran con sus usos la memoria de mis remordimientos.
                                             (Yo también
harto fui con los vinos innobles sin asomo de vergüenza o de pudor, maestro fui
en el Ceremonial de las Frituras.)
                                                            Oh ciudad
guardada por los cráneos y maneras de los reyes que fueron
los más torpes —y feos— de su tiempo.
                   Qué se perdió o ganó entre estas aguas.
Trato de recordar los nombres de los Héroes, de los Grandes Traidores.
Acuérdate, Hermelinda, acuérdate de mí.
Las mañanas son un poco más frías,
pero nunca tendrás la certeza de una nueva estación
—hace casi tres siglos se talaron los bosques y los pastos
fueron muertos por fuego—.
                                                  El mar está muy cerca,
        Hermelinda,
pero nunca tendrás la certeza de sus aguas revueltas, su presencia
habrás de conocerla en el óxido de todas las ventanas,
en los mástiles rotos,
en las ruedas inmóviles,
en el aire color rojo-ladrillo.
                                                  Y el mar está muy cerca.
El horizonte es blando y estirado.
                                                          Piensa en el mundo
como una media esfera —media naranja, por ejemplo— sobre cuatro elefantes,
sobre las cuatro columnas de Vulcano.
                                                         Y lo demás es niebla.
Una corona blanca y peluda te protege del espacio exterior.
Has de ver
                  cuatro casas del siglo XIX.
                  Nueve templos de los siglos XVI, XVII, XVIII.
                  Por 2 soles 50, también una caverna
donde los nobles obispos y señores —sus esposas, sus hijos—
dejaron el pellejo.
                        Los franciscanos —según te dirá el guía—
inspirados en algún oratorio de Roma convirtieron
las robustas costillas en dalias, margaritas, no-me-olvides
—acuérdate, Hermelinda- y en arcos florentinos las tibias y los cráneos.
(Y el bosque de automóviles como un reptil sin sexo y sin especie conocida
bajo el semáforo rojo.)
                                          Hay, además, un río.
Pregunta por el Rio, te dirán que ese año se ha secado.
           Alaba sus aguas venideras, guárdales fe.
Sobre las colinas de arena
los Bárbaros del Sur y del Oriente han construido
un campamento más grande que toda la ciudad, y tienen otros dioses.
(Concierta alguna alianza conveniente.)
Este aire —te dirán—
tiene la propiedad de tornar rojo y ruinoso cualquier
           objeto al más breve contacto.
Así,
tus deseos, tus empresas
                                            serán una aguja oxidada
antes de que terminen de asomar los pelos, la cabeza.
Y esa mutación —acuérdate, Hermelinda— no depende de ninguna voluntad.
El mar se revuelve en los canales del aire,
el mar se revuelve,
es el aire.
                 No lo podrás ver.
Mas yo estuve en los muelles de Barranco
escogiendo piedras chatas y redondas para tirar al agua.
Y tuve una muchacha de piernas muy delgadas. Y un oficio.
Y esta memoria —flexible como un puente de barcas— que me amarra
a las cosas que hice
y a las infinitas cosas que no hice,
a mi buena o mala leche, a mis olvidos.
                         Qué se ganó o perdió entre estas aguas.
Acuérdate, Hermelinda, acuérdate de mí.



Segundo movimiento (allegro)

Cuando apenas había bebido un tercio de nescafé y estaba a punto
de desear a mi mujer —blanca y muy dura bajo esa vieja falda— fue
que empezaron a gritar todos los habitantes de la ciudad
(eso lo deduje después de advertir que ninguno de mis vecinos había dejado
        de hacerlo),
                    al principio pensé en el gordo Manrique
y sus alegres hijos —cuyo baño sin techo llamado patio
limitaba con nuestro baño sin techo también llamado patio—
y no les hice más caso que a una mujer fea y seguí conociendo
los oráculos y signos del nescafé y mi deseo crecía
como el de hace cinco años,
                                y cuando casi me había convertido
en un hombre importante —ya en el campo de la ciencia o del amor—
empezaron a gritar los Robles, los Otero, los Suárez, los Stern
(esas familias solían callar siempre como un monje sin lengua)
y tuve que dejar un dedo entre la taza y a mi dura mujer,
y corrí hasta la calle,
                       sin lugar a dudas toda la ciudad chillaba
bajo un fagot rojo y dorado que flotaba más grande que la luna,
más grande que el sol, más grande que todo este sistema de planetas
(aunque en verdad aparte de la luna no había ninguna referencia),
y pude ver a todos con la lengua filuda y los ojos centuplicados
y a la hija del gordo Manrique —hecha de frutas redondas y estiradas—
cantar como una jaula de doscientos leones,
                                                                      y ella me dijo
“¿ve usted aquella guitarra de fuego?”, y yo le dije “es un fagot de fuego”,
“guitarra, y cada cuerda del ancho de una torre” me gritó empinándose
—y entonces pude ver que iba desnuda como los alacranes o las yerbas—
y me dijo “es roja la guitarra” y yo le dije “rojo el fagot”,
“la guitarra”, “el fagot”, “la guitarra”, “el fagot”, “la guitarra”,
“eso depende del cristal con que se mire” dijo un viejo profesor

                                                                        y entonces
la muchacha me explicó que desde su cama era una guitarra
y yo quise estar de acuerdo
                                          y le dije
                                                y me dijo
                                                     y tres veces la monté
mientras la roja guitarra mordía este planeta.




Crónica de viaje / Crónica de viejo

1

En todas las ciudades obeliscos, leones, gorros frigios
          por los muertos en guerra de dos guerras que
          nunca conocí.
Arcos de triunfo que celebran mi condición de
          esclavo, de hijo de los hombres comedores
          de arroz.
Mármoles que aun, alegre idiota, encontré hermosos
          creciendo entre la nieve. (Cuántos metros
          de nieve te han bastado para ser sorprendido,
          hombre del Sur.)
Arcos de triunfo donde nunca oriné con sabia
          holgura (ni en las noches de invierno), donde
          nunca disparé mi ballesta o esculpí algún dibujo
          obsceno.


2

Y ya voy a decir que no tuve una casa, que mi casa
          son las viejas maletas arrastradas por trenes y
          aeropuertos / los estadios, los parques
          comunales: mi jardín interior.
Y sin embargo, amé todos mis cuartos como aman
          los castores sus guaridas clavadas en el agua.
Y esos ríos (“que pasan siendo el mismo”) nombres
          cambiaron y lenguas y tejados, pero a la larga siempre fueron calles donde
          siempre viví.
(Y allí donde nacieron, murieron mis abuelos y mis
          hijos nacieron y murieron.)


3 (mudanza)

El día de la entrega de las llaves
mi cuarto, mi pan con mantequilla,
mi sólida pirámide
que a los gansos limita,
en un ganso salvaje se convierte
y en aguas de la lluvia
mezclándose en las aguas de este mar.
Pago y me voy, o simplemente parto
como parte el otoño cuando empieza el invierno,
como el aire,
como un ladrón cuando las vacas flacas.


4 (Lima)

Y yo tengo también una ciudad
aunque no habite nadie
que teja y que desteja para mí
en estas estaciones de océanos y gigantes.
Ya el concurso
para templar el arco se ha cerrado.
Telémaco no habrá de conocerme
bajo el duro pellejo del pastor.
Mas yo he de conocerlo. Y en las calles
alto, caminaré como si hubiese
vencido en el combate a la serpiente,
al puma, a la gorgona,
al soldado más fuerte de ese reino
del gran oso hormiguero.




Réquiem (4)

Sea este cordero a la norteña
alegre y abundante
como los bares el viernes por la noche.

Siempre esté con nosotros, es decir
en nuestro corazón
pero también en nuestro calmo vientre.

Compasivo y sabroso sepa ser
en el lecho de muerte,
donde cesan la gula y la memoria.

Sea el cordero
símbolo y consuelo. Agnus Dei.

Sea eterno el cordero
con sus papas doradas partidas en mitad.

Mas no se tenga
por cosa de comer o digerir.

Sea sólo un farol, una bengala
en medio de los fondos submarinos.

Algo en la mano para esa travesía
tan oscura y feroz como un mandril.




Leer prólogo de Antonio Cisneros, “Poesía, una historia de locos”
Leer epílogo de Marco Antonio Campos, “Antonio Cisneros: El Perú en el hombro”