Parachoques 


"¿Quién es Edward Hirsch?"
Primera entrega

Pedro Serrano

 

Introducción a Edward Hirsch, Iluminen la oscuridad. Selección, traducción e introducción de Pedro Serrano, Cooperativa La Joplin, México 2012.

 

En la grama innumerable de la escritura poética de Estados Unidos, Edward Hirsch destaca por su incesante actividad, un activismo más bien, que por todos los medios intenta entrometerse en la vida de los seres discretos o anormales, que somos todos, y decirnos a voces y también al oído que tenemos que leer un poema. Durante varios años escribió una columna en el Washington Post titulada “La elección del poeta”. Recogida posteriormente en libro incluye 130 entradas en las que lo mismo habla de Borges y Netzahualcóyotl que de los poetas polacos Milosz y Zagaiewski, de la poesía de protesta, de la poesía actual de México, de la manera en que un poema responde al sufrimiento. Su péndulo de intereses va del béisbol a los poetas escoceses y de la poeta como madre al Yom Kippur. Edward Hirsch busca que la poesía llegue hasta las costas más lejanas, pero también quiere que de ahí regrese. Está atento a todo, con un ojo al gato y otro al garabato, listo para lanzar una bola ensalivada o para hundir la mano en la batida boca de Zoeey, su gato, de comer un algodón de azúcar o de saborear como reciente recental la leche de una madre en un encuentro mágico de un motel de carretera. Como muchos otros, ha ido escribiendo aquí y allá sus propios poemas y con esa serie de puntuaciones ha formado sus libros. Con ellos ha dibujado una biografía a la vez individual y poética, la de un niño judío nacido en Chicago en 1950, y la de una modulación que emana de las muchas cosas que toca, de los mosaicos memorables en que sus poemas han puesto pie, del piso firme en que despliega y asienta los argumentos de sus ensayos.

 

No. 54 / Noviembre 2012



Parachoques 


"¿Quién es Edward Hirsch?"
Primera entrega

Pedro Serrano

 

Introducción a Edward Hirsch, Iluminen la oscuridad. Selección, traducción e introducción de Pedro Serrano, Cooperativa La Joplin, México 2012.

 

En la grama innumerable de la escritura poética de Estados Unidos, Edward Hirsch destaca por su incesante actividad, un activismo más bien, que por todos los medios intenta entrometerse en la vida de los seres discretos o anormales, que somos todos, y decirnos a voces y también al oído que tenemos que leer un poema. Durante varios años escribió una columna en el Washington Post titulada “La elección del poeta”. Recogida posteriormente en libro incluye 130 entradas en las que lo mismo habla de Borges y Netzahualcóyotl que de los poetas polacos Milosz y Zagaiewski, de la poesía de protesta, de la poesía actual de México, de la manera en que un poema responde al sufrimiento. Su péndulo de intereses va del béisbol a los poetas escoceses y de la poeta como madre al Yom Kippur. Edward Hirsch busca que la poesía llegue hasta las costas más lejanas, pero también quiere que de ahí regrese. Está atento a todo, con un ojo al gato y otro al garabato, listo para lanzar una bola ensalivada o para hundir la mano en la batida boca de Zoeey, su gato, de comer un algodón de azúcar o de saborear como reciente recental la leche de una madre en un encuentro mágico de un motel de carretera. Como muchos otros, ha ido escribiendo aquí y allá sus propios poemas y con esa serie de puntuaciones ha formado sus libros. Con ellos ha dibujado una biografía a la vez individual y poética, la de un niño judío nacido en Chicago en 1950, y la de una modulación que emana de las muchas cosas que toca, de los mosaicos memorables en que sus poemas han puesto pie, del piso firme en que despliega y asienta los argumentos de sus ensayos.

Al hablar de activismo no me estoy refiriendo a la escritura de sus poemas. O no sólo a eso. Sus poemas son acciones, apuestas y muestras claras de lo que la poesía puede alcanzar. El activismo al que me refiero es la pasión con que a lo largo de su vida ha hablado y escrito sobre los poemas de otros, sobre los efectos que tiene la poesía y los efectos que la poesía produce, sobre la necesidad de que se la lea y la fiesta y entrega con que se la escribe, incluso cuando lo que se presenta es duro o desolado. En ese sentido Hirsch no es un entusiasta sino un entusiasmado. Tiene bulléndole dentro, como en el caldero de las tres brujas de Macbeth, el fuego fatuo o la linterna verde de la poesía. Cada vez que habla de ella o escribe sobre un poema lo hace entregado, como si ahí se le fuera la vida. Quizás eso sea lo que pasa: que la vida se le va en cada poema que lee, y que tiene que ir dejando rastro y registro casi a gritos de su paso.

En un momento en que se discute como si fuera la única vez si el poema tiene o no tiene que proyectar una persona, si el poema ha de aferrarse a la página o volverse emisión pura, si el poema debe disolverse en los signos en que se monta o montarse en su macho y seguir como si no cambiara nada, el entrecruzamiento de todos los retratos hechos en sus poemas con la figura, nombre y voz de Edward Hirsch, es muestra de que esta discusión es, a estas alturas, francamente un absurdo. Por supuesto que tenían razón quienes en los albores del siglo XX afirmaban que el poema tenía que ser impersonal o que el azar del libro todo lo contiene, pero la tenían también los que dijeron antes que el poeta es un legislador, luego un pequeño dios o finalmente una dócil cerradura. Y tendrán razón también ahora tanto quienes afirman que el poema es un juguete y no sirve para nada, como los que nuevamente lo alcen como bandera formidable.

Los poemas de Hirsch son ejemplo de cómo la poesía tiene respuestas para todo. No como una farmacia en la que uno pide una aspirina en el mostrador, sino como una cueva en la que al internarse quien está leyendo va descubriendo tesoros que le son propios y paisajes que se le vuelven íntimos. Quienes lean los poemas reunidos en este libro verán cómo Hirsch da cuenta de todo eso, da pie a todas las interrogantes, da cabida a todas las necesidades. Hace poco Federico Campbell, después de leer dos de los poemas aquí reunidos, se preguntó, “¿Quién es Hirsch?”. La urgencia de la pregunta resonaba tanto en las sucesivas cámaras clausuradas de Kafka como en la respuesta a mar abierto con que inicia Moby Dick. Hirsch es un niño que camina junto a su abuelo cruzando el río Chicago y es el desesperado relator del campo de concentración de Terezin. En ese poema propone como “proyecto artístico” las siguientes instrucciones: “Recortar 15,000 hojas de papel en forma de muñecas Cada recorte representa a un niño Después hacer una hoguera y quemar 14,900 de las muñecas recortadas Conservar 100”. ¿La poesía sirve para algo?, se preguntará alguien. La poesía es algo, para, sirve, deberíamos contestar. La poesía “ilumina la oscuridad”  como dice el título de uno de sus poemas, que Carla Zarevska, editora de este libro, propuso acertadamente para esta selección. Los poemas de Hirsch son una propuesta de aligeramiento, una iluminación que no niega la oscuridad sino que la sostiene en vilo y la entrega en don.

parachoques-02.jpgUn jarrón chino, un poema incluido en su primer libro, inicia identificando su propio cuerpo con el de un jarrón: “A veces siento que mi cuerpo es un jarrón azul Que me contiene dentro”, e inmediatamente hace todo el viaje hacia fuera y su regreso, al poner por delante la realidad física del jarrón y verter ahí al yo, contenido: “un jarrón Chino que me contiene dentro”. El poema se despliega como una miniatura y describe los diseños clásicos de las vajillas chinas, como las de Sanborn’s por ejemplo, con sus montañas y lagos azul marino, para una vez hecho esto meterse en ella, como los protagonistas de carne y hueso entran en el mundo de un cuadro, y padecer sus nieves y ventiscas, y salir finalmente de nuevo al mundo por la grieta real de esa porcelana: “La lluvia se ha vuelto cellisca y la cellisca nieve en las cargadas nubes negras que han ido surgiendo entre las grietas de ese jarrón chino”. El cierre del poema incluye todos los movimientos que se han hecho, con la abertura de la boca del jarrón conteniéndolo todo, y allí, “A veces pienso que regreso a mi cuerpo A la manera en que un penitente o un peregrino o un poeta O una puta o un asesino o una niña pequeña Llega por primera vez a un santuario A arrodillarse, y olvidar el peso imposible De ser humano, y beber agua clara.” Este mecanismo de ir hacia fuera y regresar conteniéndolo todo es una de las cosas que más resaltan en sus poemas. Se da cuando habla de sí mismo pero también cuando habla de los otros, como en el poema dedicado al saxofonista Art Pepper: “Va a estallar la música en sus entrañas. Libre va a salir por fin el viento de sus pulmones”. Se da en la aventura veraniega colectiva como una ola de vida: “Es cómo unos nos movemos hacia otros, de noche, ya cansados, aturdidos de estar todo un día juntos o un día aparte, exaltados de nuestros nuevos planes para esa vacación en realidad de vida diaria”.

Y si esto es a lo que se exponen sus poemas así como lo que en ellos se expone, es en sus ensayos donde Hirsch ratifica esta voluntad abierta. Una de sus recopilaciones críticas se titula Cómo leer un poema y enamorarse de la poesía; en inglés How to read a poem and fall in love with poetry. Me doy cuenta que la segunda parte puede traducirse también como “caer rendido por la poesía”, o “en la poesía”, que es todavía más exagerado. Hirsch es torrencial, salvaje, “desbordado”, como traduje el título de otro poema suyo que en inglés usa “wild”. Entiendo que a mucha gente un título así le pueda incomodar. Sin embargo, si lo leen, si buscan qué quiere decir con enamorarse de la poesía, verán que es más que eso. El libro es muy práctico para quien quiera incursionar en el taller mecánico del poema, pues contiene una lista de términos poéticos, “El glosario y el placer del texto”, que incluye, para entender su abanico, vocablos como “oda” y “musa” y “metonimia y “duende”. Pero contiene mucho más que eso. Mensaje en una botella, como se titula el primer capítulo, plantea de entrada el carácter indeterminado, o impersonal, o radicalmente íntimo y ajeno de todo poema. “El poema lírico es una forma altamente concentrada y apasionada de comunicación entre extraños”, escribe Hirsch, analítico y perspicaz. Y por eso la lectura de un poema es peligrosa, afirma existencial al final de ese capítulo, porque su profunda intimidad viene de muy adentro de la piel, de muy hondo en ella: “Estoy convencido de que el tipo de experiencia —el tipo de conocimiento— que uno obtiene de la poesía no puede ser repetido en otro sitio. La vida espiritual requiere articulación —quiere una incorporación en el lenguaje. La vida física necesita el espíritu. Yo sé esto porque lo escucho en las palabras, porque cuando libero el mensaje en la botella una urgencia física —espiritual— pulsa en el acomodo del texto. Es como si el espíritu creciera en mis manos. O las palabras se alzaran en el aire.” Menos inminente no puede ser. Y más cerca del mercado de cosas necesarias, tampoco.

En el poema Algodón de azúcar, Hirsch rememora la última vez que estuvo con su abuelo. Esa pudo ser una memoria en la que el viaje se hiciera hacia la vida del abuelo, quién era y qué hizo (como a veces pasa en otros poemas suyos), pero su gran acierto es casi de formas arquitectónicas y perspectivas. El poema habla simplemente del paseo de un niño de ocho años de la mano de su abuelo cruzando el puente del río Chicago, con un algodón de azúcar que el abuelo le acaba de regalar. La anécdota no tendría mayor importancia que otra cualquiera (excepto que una parte de lo que hace especiales a los poemas de Hirsch es que casi siempre nacen de una experiencia cualquiera, haciéndola extraordinaria. O al contrario, haciéndolo de tal manera que las experiencias extraordinarias, como la del poema “Leche”, tengan la misma importancia, la misma intensidad, la misma excepcionalidad, que cualquier otra, porque cualquier experiencia, muestra Hirsch, es en sí extraordinaria.

Si comparamos este poema con algunos de los puentes japoneses de Utamaro, podemos imaginar a los dos personajes, abuelo y nieto, como una de las figuras en miniatura que van cruzando el puente. Y como en Utamaro, en donde todas las partes están relacionadas para alcanzar la tensión de sus pinturas, también aquí todas las cosas están ligadas. La mano del niño trenzada a la mano del abuelo es equivalente y funciona en la misma perspectiva que las cuerdas que tensan y sostienen al puente por el que cruzan caminado los dos personajes. Y el momento retratado se aferra en esta proyección de las manos trenzadas que reproducen “los firmes cables del puente sosteniéndonos”, y se opone a la imagen contrastante de las cosas que se hunden y que provocan el poema: el abuelo hundiéndose en su muerte, el pasado hundido en el pasado y el viejo mundo jondo a la distancia.