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No. 55 / Diciembre 2012 - Enero 2013

 

Eusebio Ruvalcaba
(Guadalajara, Jalisco, 1951; vive en la Ciudad de México)



Debussy

Su nombre suena a música.
A esa música suya dulce y sumergida.
Porque su música simboliza el mar.
El mar que habita en el corazón
y que tiene la forma de cada hombre.
Gaby, la cortesana que vivió con él,
tenía los ojos de mar mediterráneo.
Debussy hablaba de esos ojos verdes en su música
―aunque no especificara Para Gabrielle Dupont.
Fue el pianista de cámara de Mme. Von Meck,
la protectora de Chaikovski. Por intermedio de ella,
Debussy le hizo llegar su música al compositor ruso.
Chaikovski le sugirió que dejara de componer.
“Joven, dedíquese a otra cosa”, le dijo en una misiva.
Que Debussy no conservó.
Y cómo iba a ser así.
Una fuerza lo llevaba hasta la música,
más allá de su voluntad.
Las gotas que escurrían por el techo
de la buhardilla que habitaba
le dictaban melodías que él resolvía al piano,
su instrumento.
Caían en las ollas, la bacinica, la cafetera
y los pozuelos, y Achile-Claude Debussy
tomaba nota.
Ni en sus momentos de suprema gloria,
olvidaría aquellas jornadas de trabajo
en las que Gaby lo llamaba a la cama
con palmaditas en el colchón.
El autor de la música fina por antonomasia
valoraba el amor de las cortesanas.
A su hija Chouchou, que tuvo de otra mujer,
la hermosísima, adinerada, inteligente y culta Emma Bardac,
le dedicó su Children’s Corner.
En la dedicatoria escribió:
“A mi muy querida pequeña Chouchou,
con las más tiernas excusas de su padre
por lo que sigue”.
Pero el nombre de Debussy evocaba algo más
que música: el 19 de octubre de 1899 contrajo nupcias
con Rosalie Teixir.
El 13 de octubre de 1904, esta mujer se disparó
en el corazón cuando supo que él la iba a dejar
por la señora Bardac.
No murió, porque la mano de Dios desvió el tiro.


Silvestre Revueltas

 

Para Angélica García

Me mira desde su fotografía.
Esa fascinante fotografía que alguien le tomó
tres o cuatro meses antes de morir.
Me traspasa con su mirada.
En realidad está mirando un punto perdido
en el horizonte.
Tal vez su muerte, tal vez la tragedia del pueblo
resuelta en trazos de orquestación punzantes.
Porque nadie como él entendió
la hiriente alegría del hombre mexicano.
Está saliendo de una cantina.
En el ojal de la solapa porta un clavel
marchito.
Su grueso cinturón es incapaz de sostener la prominencia
del estómago.
Menos aún la camisa luida.
El pelo revuelto, ensortijado. Casi negro.
El rostro sin afeitar, los ojos hundidos.
Cierta tristeza, cierta tragedia,
pero también cierto desparpajo.
Cierto cinismo,
y en el fondo un punto de infinita melancolía.
De acre dulzura.
¿Qué tendría en la cabeza en ese momento?
¿Sensemayá, Ocho por radio,
La noche de los mayas, Homenaje a García Lorca?
Quizás no había música.
O quizás la música tenía forma de noche y tormenta.
Que eso se alcanza a distinguir en su frente.
En ese manantial de luz.