No. 55 / Diciembre 2012 - Enero 2013 

 

Cartapacios
Por Aurelio Major
 
 

No. 55 / Diciembre 2012 - Enero 2013

 

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Cartapacios
Aurelio Major
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Es el título que el fronterizo poeta inglés Basil Bunting (1900-1985), cuyo extenso poema Briggflatts es una de las cimas ineludibles de la literatura en su lengua el siglo pasado, dio al apartado final dedicado a sus traducciones inserto en su breve poesía completa: Overdrafts, en el sentido asimismo de versión incesante, hasta su abandono en la publicación. Si Ezra Pound y Octavio Paz, por citar dos modernos ejemplos consabidos, establecieron con sus traducciones una relectura y reinvención de una parte del legado poético chino, japonés e indio medieval en lengua inglesa y española, Bunting hizo lo propio con la poesía medieval japonesa o francesa o la clásica latina, pero sobre todo con la persa, que en su época contaba con la orientalista y célebre traducción inglesa que FitzGerald hiciera de Jayyam. Inveterada costumbre la de los distintos grados de apropiación y diseminación de las tradiciones elegidas: Paz consideró sus influyentes traducciones parte integral de su obra, Pound, al revolucionar la traducción moderna de poesía y con ello el pasado literario, vertió muy extensos pasajes traducidos en sus Cantares, Bunting, precoz discípulo de este último en Rapallo, hizo lo propio: rescribió poemas de otros, recuperando una tradición de siglos, aunque sin hacerlos pasar por suyos, sino como imitación, paráfrasis, transcreación de incesantes versiones.

La aparición de un buen traductor de poesía es, acaso, menos frecuente que la de un buen poeta, y los inesperados efectos de esa actividad paralela e imbricada en la propia escritura son de largo plazo, pues las traducciones excepcionales impiden que la poesía de una lengua determinada termine reseca, contemplándose en el espejo, repitiéndose la misma experiencia. La influencia de estos sobregiros, lectura profunda como ninguna otra, comenzaron en Bunting muy pronto con sus sorprendentes versiones de Lucrecio y Horacio, en un principio mucho más que meras traslaciones y estimulado por el magisterio poundiano. En una primera etapa de su obra propia los sobregiros dieron origen a Villon, una de sus “sonatas”, escrita a los veinticinco años: Bunting, de educación cuáquera, había sido detenido y encarcelado en Inglaterra por negarse a participar en la primera guerra mundial; esa precoz experiencia (aunada a otra breve reclusión en el París de Maddox Ford y Hemingway) se imbrica con su lectura del propio Villon y su célebre encierro, por lo que el poema es un diálogo con el poeta que lo inspira, es la requisa repleta de citas literales y alusiones de la tradición releída, y es su propio trance cavilado:

nada saben, son nada, salvo vaho
pasando por una cabeza
que cavila sobre esto: nuestro sino
es ser cribados por el viento,

apilados, pulidos como arena.
Subsistimos menos que un pensamiento.
El Emperador de Manos Doradas

todavía es una palabra, un matiz, un tono,
insustancial, glorioso,
cuando ya estamos muertos y enterrados
y la verde hierba crece sobre nosotros.

En sus años escolares en Northumbria, Bunting fue reconocido entre profesores y compañeros no sólo por su temprana y premiada valoración de Whitman, sino por enmendar los sonetos de Shakespeare eliminando las palabras redundantes que rellenaban el verso. Esta lectura crítica, integradora de un pasado poético que hace plenamente suyo, como la vida vivida, e inexplicable sin tener en cuenta su condición marginal, fronteriza (por formación, por costumbres, por habla, por paisaje) respecto de los ingleses del sur, revela una conciencia poética moderna y ya madura antes de la instrucción de las diversas vanguardias angloamericanas. El modelo de Lucrecio y de Whitman de no excluir nada de la experiencia poética (ajena a todo sedentarismo y erudición meramente libresca) hace que la vida de Bunting quede además imbuida en su propia obra (por ello apenas se conservan rastros de gestaciones poéticas o documentos superfluos). Octavio Paz, en El signo y el garabato, afirma que uno de los grandes poemas de la lengua inglesa es justamente Chomei en Toyama, la “paráfrasis” que Bunting hiciera del inacabado Un relato desde mi choza de Kamo no Chomei, genuina transcreación sobre el mundo transitorio, la autonomía individual, la naturaleza y sus catástrofes y en cuya trama Bunting urde a ratos su propia biografía:

Transitó el pasado y breve siglo convulso casi entero, de las verdaderas postrimerías del XIX a las del XX, y no vivió una vida sino varias: navegante, crítico musical, carpintero, comandante de escuadrón en la segunda guerra mundial, corresponsal, albañil y espía –como tantos escritores británicos de su generación–. Cifrar y descifrar, interpretar y condensar: el poeta como espía, como oculto legislador, el espía como traductor, el traductor como descifrador: la poesía lo incluye todo. Bunting afirmó siempre que todo lo expresado en sus poemas había sido fruto de sus vivencias («Yo soy un escéptico: mi padre es Hume, me interesa Swift y todo lo que está escrito en mis poemas es porque lo viví, lo viví directamente», aunque a una distancia sideral de más o menos contemporáneos como Larkin o Amis, o de la experiencia insulsa que predomina en determinada poesía española). Un poeta de acción, como Raleigh o Garcilaso, como su paisano Wordsworth, otro de sus difuntos preceptores.

Su estudio del persa, incitado desde los primeros años treinta por una traducción francesa de Firdusi, se profundizó en sus dilatados periodos en Irán como militar, intérprete, periodista, diplomático y espía. Esa frecuentación lo convirtió en el traductor más refinado del propio Firdusi, Manutcheri, Hafiz, Rudaki y Saadi al inglés del siglo XX (en correspondencia con Zukofsky se vanagloriaba de haber leído más y mejor a los escritores persas que la mayor parte de los orientalistas europeos y británicos de entonces), y resultaba natural que adaptara e integrara la prosodia y la oralidad persas (y su legado árabe) en sus propios poemas:

Que recuerden Samangán, el puente y la torre
y los cantos rodados y del calderero el marro,
donde vimos desde las murallas las montañas de mármol,
tendidos comimos y fuimos dichosos una hora y la noche…

Desde la traducción que crea un análogo del poema original, hasta la paráfrasis y la imitación, o los glosarios y notas al final de su obra completa (otra suerte de traducción), la de Bunting es inimaginable desprovista de su lectura crítica de otros usos poéticos en aras de ampliar las posibilidades de su propia lengua, y cuyas limitaciones analizó en un breve artículo que examina la célebre traducción de FitzGerald de las rubaí de Jayyam. Bunting lamenta, a pesar de las excelencias, su monotonía comparada con la diversidad rítmica del original, pues el inglés del traductor y sus contemporáneos de aquel entonces padecía una tara a la que se oponía Bunting y la vanguardista generación precedente:

Los poetas ingleses pugnan con excesiva constancia por ser sublimes y terminan por volverse monótonos y estar desprovistos de detalles que revelen la vida... Han sido más a menudo los esclavos y no los amos de sus metros...

Su movimiento, la sucesión de sus vocales, sus aliteraciones, han sido majestuosas demasiado a menudo, hasta el punto de que el esplendor verbal ha perdido sus virtudes en inglés; y cuando, recientemente, han pretendido restaurarlo por medio del uso del contraste, a menudo fracasan porque no dedican suficiente atención y esmero a nada que esté por debajo de lo sublime; porque no entienden que la cacofonía es al menos un arte tan intrincada como la armonía...

Bunting se refiere a la claridad y la precisión del detalle presentes en Homero, Dante o Firdusi, por ejemplo, frente a su ausencia en la poesía de, digamos, Milton. En la vida hay esplendor en efecto, pero no es espléndida siempre y muchas cosas sin duda habían ocurrido desde la muerte de Keats como para repetir los mismos procedimientos. Y esa conciencia crítica de la que Bunting es partícipe indujo un cambio esencial de la lectura del pasado poético por medio de la traducción, así como del estudio serio, nada académico, de poesías radicalmente otras.

Con todo, esta voz, esta relectura y este oído situaron por lo mismo a la obra de Bunting en un lugar excéntrico en la literatura inglesa (en sentido estricto) de su generación, pues la modernidad poética estadounidense (de Pound, el primer Eliot y William Carlos Williams) ejerció en él además considerable influencia. Donald Davie vio en el ejemplarizante Bunting, incluso ya hace treinta años, al único genuino poeta angloamericano, y las dificultades que presentó su recepción en una Inglaterra literaria poco habituada a sus procedimientos técnicos, así como en la estadounidense a causa de su léxico y referencias geográficas e históricas, lo mantuvieron en relativa oscuridad durante buena parte de su vida: es significativo pues, que su primer libro se hubiera publicado en Texas cuando ya contaba con cincuenta años. Fue el único poeta inglés incluido en la célebre antología que preparara Louis Zukofsky de poetas objetivistas (Reznikoff, Carlos Williams, Oppen, Rexroth, Rakossi et al.) aunque negara siempre, con George Oppen y los demás, que el “objetivismo” existiera siquiera como escuela o movimiento. Este conjunto fugaz de poetas pretendió depurar algunas perversiones que había adoptado el imaginismo poundiano en manos de sus cultivadores y epígonos. El “objetivismo” hacía hincapié en el poema más que en su asunto, es decir, el poema es un artefacto verbal, objeto integral, orgánico y condensado. Transcurridos cincuenta años, la obra de casi todos ellos, poco conocida en español por su complejidad y la exigencia a la que someten su propio idioma y medios expresivos, se revela mucho más perdurable que la discutiblemente meritoria de Bishop, Lowell o Berryman, por citar a varios poetas conocidos y más o menos contemporáneos. Los poemas de Bunting son, desde este aspecto, una transacción entre el poeta y su tema y no entre el poeta y sus hipotéticos lectores. Nada nuevo así formulado, la novedad reside en los resultados que saltan al oído.

Pero está claro que una lectura atenta de la obra de Bunting permite concluir sin duda que ésta no es una mera continuación de los diversos y contradictorios presupuestos poundianos (como maliciosamente expresó Eliot) propugnados en los muy distintos periodos literarios del estadounidense. Poco antes de la segunda guerra mundial Bunting se alejó por razones políticas y morales de quien había sido hasta entonces su preceptor y sólo muchos años después la amistad, si bien epistolar y dilatada, se reanudó en el contexto de la conocida reclusión psiquiátrica de Pound. Bunting mismo se ocupó de enumerar su genealogía en el prólogo a su poesía reunida y en la que es preciso subrayar la mención de otro poeta que ha padecido similar marginación, Zukofsky:

Si acaso aprendí los trucos, fue sobre todo con poetas muertos hace tiempo y cuyos nombres son obvios: Wordsworth y Dante, Horacio, Wyat y Malherbe, Manutcheri y Firdusi, Villon, Whitman, Edmund Spenser; pero también dos hombres vivos me enseñaron mucho: Ezra Pound y su variante más austera y fría, Louis Zukofsky. No sería propio reunir mis poemas sin mencionarlos.

Una lectura atenta también permitiría concluir, ex post, como no podría ser de otra manera, que toda su obra, incluidas desde luego sus traducciones, preludia de múltiples modos la creación de Briggflatts, concluido en 1965, y cuya aparición llevó a Cyril Connolly a declarar que se trataba del poema extenso más importante publicado en Gran Bretaña desde los Cuatro cuartetos. El propósito de Bunting al destilar los veinte mil versos escritos y reducirlos a los setecientos definitivos era enseñarle el oficio al joven poeta Tom Pickard que había reclamado su magisterio y con ello escribir un poema concebido a la manera del inconcluso Preludio de Wordsworth: una suerte de autobiografía, pero no un registro de los hechos; es la formación de la mente del poeta en condensación extrema; es un repliegue del tiempo para unir el pasado con el presente, el entonces con el ahora; y mediante continuas yuxtaposiciones y disyunciones, es la composición de un objeto que satisface al oído, pues para Bunting:

La poesía, como la música, ha de escucharse. Versa sobre el sonido: sonidos largos y sonidos cortos, acentos fuertes y acentos débiles, las relaciones tonales de las vocales, las relaciones de las consonantes entre sí que son como el color instrumental en la música. La poesía yace inerte en la página hasta que una voz la vuelve a la vida, al igual que la música en el pentagrama no es más que una indicación para el intérprete. Un músico diestro puede imaginar el sonido, más o menos, y un lector diestro puede intentar escuchar, en su mente, lo que sus ojos ven impreso: pero nada satisfará a ambos hasta que sus oídos escuchen el sonido real en el aire. La poesía debe leerse en voz alta...

La lectura en silencio es el origen de la mitad de los malentendidos que han causado que el público desconfíe de la poesía. Sin el sonido, el lector mira los versos como la prosa, busca un sentido. La prosa ha de transmitir sentido, y no hay sentido como el que la prosa transmite que puede ser mejor expresado en la poesía. A la poesía esto no le incumbe.

La poesía no busca el sentido, sino la belleza; o si se insiste en emplear mal las palabras, su “sentido” es de otra índole, y yace en la relación entre los versos y las pautas del sonido, ora armónicos, ora contrastantes y opuestos, los cuales el escucha siente más que comprende, versos cuyo sonido trazado en el aire despierta emociones profundas que no tienen siquiera nombre en prosa...

Aspirar a la condición de la música. Las suyas son sonatas por la misma razón que los de Pound son cantares y los de Petrarca sonetos. No era distinto de lo que Valéry afirmara sobre el simbolismo, el suyo, cuando recordaba que “nuestras mentes literarias aspiraban a extraer de la lengua, casi, los mismos efectos que producía en nuestro sistema nervioso sólo el sonido...”. No otra cosa se propuso Bunting. Nada nuevo otra vez, la novedad (make it new) es la voz poética (incluso sugería que la lectura en voz alta de Briggflatts se acompañase de la melancólica sonata L 33 de Scarlatti), la cual buscaba disponer sus versos como un mosaico, sin argamasa ni fisuras:

Peces voladores persiguen al barco,
azules alas delicadas, la gracia
revolotea en una cola de gasa,
la superficie del agua entre
el apetito y lo que se alcanza.
Dúctil verso sin reiteraciones
para el canto, no el esbozo; canta, canta,
suelta al aire la tonada,
ligera y pausada como lagartija,
quieta y súbita salamanquesa,
para humillar al amor, recuerda
nada.

El empleo por parte de Bunting de un enorme caudal de recursos prosódicos a su disposición, desde las aliteraciones de la poesía anglosajona, la onomatopeya, las metonimias y las rimas insólitas hasta el verso binario persa, el uso de la armonía y el contraste, las escasas metáforas, etcétera, culminaron un proyecto cuya publicación hace cuarenta años fue inusitada por el dinamismo y nervio que daba a su lengua cotidiana nuevas posibilidades expresivas. Tan inusitada como puede ser ahora su lectura en castellano, cuando ya ha sido más o menos canonizado y es parte integral de las corrientes antologías de lengua inglesa. El poema sigue una estricta estructura en sentido musical o topográfico: sus cinco secciones se presentan como una cordillera de cinco montañas con dos cumbres cada cual, salvo la central más elevada, con tres cumbres, y núcleo dramático de la composición. Sin embargo, sus efectos sonoros nada tienen que ver con la melodía ya difícilmente tolerable para nosotros de Poe o Tennyson, por ejemplo, y que en cambio se asemejan más a los recursos empleados por un poeta aún de vigente plenitud como Hopkins. El rango de la voz compositiva en Briggflatts puede ir desde la ligereza de

El útil mellado
         no talla la piedra;
mas un deshonrado
         e inquieto cantero

al darle forma a los
         adornos esquivos
llena su patio
         de trozos malogrados.

hasta la exposición de abruptos contrastes como:

De licencia
habríamos exterminado a los que hornean caca
pero ni el látigo o la daga
pueden machacar su pellejo.
Los guías en la cumbre exigen pagas
aunque el camino es azaroso
allende las barracas de vejetas recargadas
pestañeando cual lagartos
al muchacho roído por el lobo,
allende lomas chaflanadas, grises ciénagas
donde unos escabechan en salmuera
cadáveres podridos, otros,
más pobres, se escurren en las marismas
para arrancar un dedo, antebrazo u oreja,
y más allá jubilosos a las colinas
que visten los brezos y zarzas
donde los mendigos divulgan
sarpullido, fístula, chancro,
a estrechar hombros resbalosos, mezclar miembros
herpéticos a los muñones y mimar a los dementes.

En un breve y exasperado comentario a Briggflatts, Bunting describe su contenido en estos términos:

Los lugares comunes dan al poema su estructura: primavera, verano, otoño e invierno del año y de la vida del hombre, interrumpidos en medio y equilibrados por el viaje de Alejandro a los confines del mundo y su futilidad, y sellado y firmado al final con una confesión de nuestra ignorancia. El amor y la traición son las aventuras de la primavera, la sabiduría de los mayores y la lejanía de la muerte poco más que una lápida. En el verano no hay reposo a la ambición y al deseo de experiencias, que nunca son definitivas. Fracasan los que intentan forzar su destino, como Eric; pero quienes están resueltos a someterse, como en mi versión de Pasífae, acaso dan nacimiento a algo nuevo, aunque se trate de un monstruo. Lo que aprende Alejandro cuando ha extremado su vía por el mundo degradado es que el hombre es una nada despreciable y sin embargo puede vivir contento en la humildad. El otoño es para la reflexión: la grave elegía de Aneurino frente a la leyenda de Cutberto que veía a Dios en todo: amar sin expectativas, vagar sin posada, persistir sin esperanza. La vejez puede por fin percibir el encanto de las cosas que se han despreciado o pasado por alto: la escarcha, los perros ovejeros, las larvas danzarinas y sobre todo las estrellas que hacen del tiempo una paradoja y una broma hasta que podemos renunciar a nuestro propio tiempo, aunque lo hayamos desperdiciado. Y con todo no sabemos dónde estamos ni el porqué.

        Cháchara de viejas, sabiduría de pueblo. Ningún poema es profundo.

A pesar de sus muy vastos conocimientos, desde la lectura en silencio de partituras musicales desprovisto de fonógrafo, hasta la navegación de barcos ajenos de una costa a otra, Bunting fue siempre reacio a la petulancia erudita o las efusiones efectistas, por lo que sus ensayos no sobrepasan la decena y sus breves incursiones como catedrático universitario fueron más bien decepcionantes para todos. Toda información ajena a la composición que el lector trae consigo distrae del satisfactorio despliegue que el poema ha de desarrollar en las sucesivas lecturas en voz alta, de su unidad orgánica y autonomía.

Las traducciones de la obra de Bunting han sido intermitentes y en general decepcionantes en lengua española. La primera acaso sea la que Enrique Revol realizara de una sección de Villon y que finalmente quedó recogida en su antología de poesía inglesa publicada en Argentina en 1974. Ese mismo año el poeta mexicano Marco Antonio Montes de Oca traduce con poco acierto dos odas incluidas en la antología de traducciones El surco y la brasa. Caso aparte por su especial importancia es la fundamental versión de “La ruta de Orotava” de Andrés Sánchez Robayna que en los años ochenta acrecienta el interés por la obra de Bunting. Cabe apenas consignar que en 1991 Martha Blok tradujo dos poemas más para la revista Poesía y Poética. Otra importante contribución española es la efectuada por Emiliano Fernández Prado y Faustino Álvarez Álvarez que en Cuadernos hispanoamericanos vertieron en 1995 algunos poemas juveniles encontrados entre los papeles póstumos de Basilio Fernández. Quien esto escribe publicó desde 1988 varias tentativas de traducción de los poemas de Bunting en diversas revistas de Iberoamérica y España, las cuales, muy revisadas y a menudo enteramente rescritas, finalmente se vieron recogidas en una antología de su poesía publicada por Lumen en 2004 (la cual incluyó algunas de Fernández y Álvarez, y la importante versión de Sánchez Robayna). El poeta y traductor Jordi Doce, al reseñar dicho volumen en las páginas de La Vanguardia de España ofreció su traducción de “On the Fly-leaf of Pound’s Cantos”, además de “Lo que el gerente le dijo a mi amigo”. (Tengo noticia de que en 2004 se publicó en la revista El poeta y su trabajo una traducción de Ricardo Cázares, y otras más en una antología chilena más o menos reciente de poesía en lengua inglesa, This be the verse.)



Las diversas teorías de la traducción que han proliferado hasta la extenuación en el pasado siglo sirven sobre todo como señales en el camino, pues cada caso requiere tácticas distintas que dependen sobre todo de las exigencias del poema mismo, de su lectura profunda y exhaustiva, por lo que una valoración cabal y fundada de la traducción de un poema como Briggflatts, por ejemplo, apenas tiene validez si ésta se enjuicia verso por verso. Aunque las generalizaciones son a menudo inútiles, el fin, ya suficientemente acreditado es el mismo: un poema viable en el idioma al que se traduce, es decir, una operación literaria. Pero de ninguna manera una operación que tenga por meta la plena naturalización del original en la lengua, pues no se trata de una imitación o apropiación, como señalara Paz, sino de muy otra cosa: se trata de acercar el lector al poema y no al revés, de dejar de ser presa del propio idioma, o para decirlo con el ensayista y traductor Eliot Weinberger: “Metáfora: de lo familiar a lo extraño. Traducción: de lo extraño a lo familiar. La metáfora fallida es demasiado extraña; una traducción fallida es demasiado familiar”. Una traslación que procura ofrecer los mismos efectos con otros medios (baste este ejemplo de una oda de Bunting: “A thrush in the syringa sings: / hunger ruffles my wings” queda así: “Entona un zorzal en la celinda: / el hambre mis alas riza”), además de todos los lugares ya comunes de la tarea entendida en el sentido moderno y suficientemente comentada en las páginas precedentes pero que en el caso de Briggflatts, por la observación benjaminiana de que si la música no precisa de traducción y la poesía lírica es la que más se aproxima a la música las dificultades de su traducción son las más acusadas, impone una reiterada advertencia en el entendido de que ninguna traducción es definitiva nunca: el sonido prevalece sobre el sentido, pues lo contrario traicionaría la esencia de un poema creado para ser leído en voz alta. Esta traducción no es otra cosa que un instante más de las sucesivas reencarnaciones del poema.

Lo que a continuación sigue es la primera sección de Briggflatts. La Peggy de la dedicatoria es la niña mencionada a partir de la cuarta estrofa y que reaparece al final del poema; la cita procede de unas coplas del Libro de Alexandre y su contexto es este (estrofas 1950 y 1954):

El mes era de mayo / un tiempo glorioso,
quando fazen las aves / un solaz deleitoso,
son cubiertos los prados / de vestido fermoso,
da sospiros la dueña / la que non ha esposo…

Los días son bien grandes, / los campos reverdidos,
son los paxarïellos / de mal pelo exidos,
los tábanos que muerden / no son aún venidos,
luchan los monagones / en bragas, sin vestidos.

El poema final es la duodécima oda del segundo libro que las recoge, y fue añadida a la edición ya definitiva de su poesía completa en 1985, el año de su muerte:

Basil Bunting

Briggflatts

Una autobiografía
A Peggy
                   Son los paxarïellos de mal pelo exidos

I

Jáctate, toro tenorino,
con el madrigal del Rawthey discanta,
cada guija su parte
en la primavera tardía de los cerros.
Danza de puntas toro,
negro frente al espino.
Ridículo y hermoso
sigue a saltos las sombras
de la mañana al meridiano.
Espino en el cuero del toro
y en toda el abra
repletos los surcos de espino,
que al lución solan el camino.

Un cantero ritma su escoda
con el gorjeo de la alondra,
escucha mientras el mármol reposa,
tiende la regla
al borde de una letra,
las yemas verifican
hasta que la piedra deletrea un nombre
que a nadie nombra,
un hombre revocado.
¡Alondra dolida que por subir labora!
La escoda solemne recalca:
en la cárcava de la sepultura
él reposa. Nosotros, podredura.

La ruina arrecia contra el filo,
el trigo se alza tembloroso
en la boñiga. Rawthey tiembla.
La lengua se alela, el oído yerra
de temor a la primavera.
Con arena estrega la piedra,
arenisca húmeda que arranca
la rudeza. Los dedos
en la piedra estregada lastimados.
El cantero dice: el azar
nos da las rocas.
Nadie aquí la puerta acerroja,
el amor es pura congoja.

Piedra tersa cual piel,
fría como los muertos que echan
en un carromato de noche.
La luna se posa en el cerro,
pero habrá de llover.
En la piedra bajo costales
dos niños acostados,
escuchan mear al caballo,
el silbo del cantero,
los arreos susurrarle a las varas,
chirriar la pina al eje,
el trompicón del aro en lo rodado,
cascajo triturado.

Jersey y jersey, calceta y calceta,
cabeza en brazo recio,
se besan en la lluvia,
magullados por la cama de mármol.
En Garsdale, amanece;
en Hawes, té de la lata.
La lluvia cesa, los costales
humean al sol. Se enderezan.
De alambre cobrizo el mostacho,
los ojos que la mar reflejan
y el habla báltica de canto llano
declaran: en aquel berrueco
unos acabaron con Hachacruenta.

La sangre fiera palpita en su lengua,
palabras parcas.
Alrededor de Stainmore se reúnen
cráneos rapados para cascos de acero.
Sus riachos resuenan en la caliza,
murmuran en la turba.
El carro atascado empuja al caballo cuesta abajo.
En el aire tan apacible
caminan con esfuerzo, cantan,
y francos dejan en el aire la tonada.
El avefría escondidiza,
del ribazo balidos,
se calman todos los sonidos.

El pulso de ella el paso,
palma opuesta a la palma,
hasta llenar la zanja,
la piedra blanca como malva
desprecia al abra.
Madera nudosa, apenas se raja,
rescoldada hasta la ceniza;
aroma de manzanas en octubre.
El camino de nuevo,
al trote.
Mojados, tibios, miran
meditar al cantero
en la fecha y el nombre.

Enjuaga la lluvia el camino,
el toro escurre y se lamenta.
Amargas gachas de centeno en el brasero,
crema y té negro,
carne, corteza y migaja.
Con los padres en cama
los niños enjutan su ropa.
A ella le ha desatado la cinta
de las bragas de franela listada
frente a la hornilla. Nudo
en la áspera estera de trapo
los dedos cardan
su greña de viril morada.

Voces gratas y generosas urden
sobre la noche descubierta
palabras que lo confirman y encantan
hasta de las aves el alba.
Ella alcanza el agua de lluvia
en el tonel y una franela
para lavarlo palmo a palmo,
tocando los guijarros.
El luciente lución es parte del prodigio.
El cantero se inflama:
¡palabras!
La pluma es muy ligera.
Escribe con una puntera.

Todo nacimiento es un crimen
y toda sentencia la vida.
¿Limpia de moho y trizas
rodará la bola en línea recta?
No hay esperanza de retorno.
Los sabuesos vacilan y se pierden,
la deshonra aparta la pluma.
El amor muerto ni sangra ni asfixia
sólo empuja el codo del dibujante.
Mudado, ¿qué puede decirle
a ella, mudada o acaso muerta?
El gozo mengua.
La culpa queda idéntica.

Es difícil hallar palabras breves,
formas para el tallado y el desecho:
rey de York, Hachacruenta,
rey de Orcania, rey de Dublín.
No atiende al llanto;
rotula la piedra erigida
sobre el amor apartado, no sea
que una dicha insufrible impida
huir a Stainmore,
buscar
a la alondra, la escoda,
los riachos y los atos
y el golpe del machado.

La bosta no ha de manchar el mosaico
del lución. La alondra transida
cae para anidar en los despojos empapados;
el Rawthey truculento, sucio.
Afanarse con la escoda, el espino derribado,
niebla en los cerros. Reos de la primavera
y de que la primavera acabara
los años amputados duelen luego
de que el toro es carne, el amor ventaja.
Es más fácil morir que recordar.
A la fecha y al nombre
rajados en blanda pizarra
algunos meses los arrasan.

Del Segundo Libro de Odas

12
                                      Perche no spero

Ya no esperamos volver ahora,
balandra, al plomizo muelle
donde atracamos dos veces y las dos renuentes
para zarpar en la calma soltamos las sogas
cuando de la mar se sofocó en un murmullo la risa
y el petrel indeciso se alzó con una cháchara
tartamuda y rencorosa,

qué desolados se ven los canalizos,
balandra, y la carta manchada,
tiesa, vieja, incierta y arrugada,
que parece contradecir el cuaderno del piloto.
En los bancos desnudos pocos pájaros se hinchan
al ver el reflujo verterse en un paso estrecho
como un arroyo ruidoso.

Pronto, mientras el chubasco del noroeste exprime sus nubes,
balandra, nos pondremos de facha
para salir de la arena y que la media luna haga
lo que quiera, colgada del puerto en los obenques
como luz de anclaje. No nos queda rumbo por trazar,
sólo la deriva prolongada, la observación malhumorada, y esperar,
esperar.

1980


1 Una versión algo diferente de este artículo se publicó originalmente en Poesía en traducción, edición de Jordi Doce, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2008.

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