No. 65 / Diciembre 2013-Enero 2014

 
Por Pura López Colomé


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No. 65 / Diciembre 2013-Enero 2014


Poesía y traducción:
Diálogo con quien se deje animar

Pura López Colomé
 

Reto al (a la) más pintado(a) a traducir este título a cualquier lengua. En él o ella se hallará mi interlocutor ideal.

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Será la Edad, serán las Circunstancias, será el Sereno. Últimamente he reflexionado mucho en torno al tema de la traducción poética, en busca ya, a estas alturas, de las tres o cuatro verdades que la constituyen. Mucho se ha escrito al respecto, sobre todo desde los claustros académicos, aunque también desde los artísticos. En lo particular, son estos los que me interesan, como me interesa la poesía en calidad de centro de mi, de la, vida, y no lo que se concluye acerca de ella, los intentos (más/menos afortunados) por asir lo inasible, por desenmascarar el secreto arrojándolo a escena, bajo la luz de un reflector, evidenciándolo cual mero acto de prestidigitación lingüística.

Tres textos me parecen esenciales. En primer lugar —y no por multicitada ha perdido un gramo de vigencia—, “La tarea del traductor” de Walter Benjamin, que erróneamente se ha considerado dirigido a quienes traducen literatura en general, pues su verdad de fondo tiene que ver, en todo caso, con la poesía y la necesidad imperiosa de verterla a las “otras” lenguas del mundo, con tal de revertir su escondida pureza, no otra que la del lenguaje mismo. Con razón tanta gente que dice dedicarse a la traducción no lo entiende. Qué bueno, más a mi favor. Se trata, como sabemos, de una aproximación filosófica, casi religiosa, venerante. En segundo, “El poeta como traductor”, de Charles Tomlinson, quien le llama a las cosas por su nombre y pone los puntos sobre las íes, desde la conciencia de quien ha luchado con el ángel. Y, en tercero, “Por qué importa la traducción”, novísimo libro de Edith Grossman, quien, si bien se ocupa apenas de la poesía en traducción en un pequeño y final apartado, sí esclarece algunos puntos clave y, sobre todo, ofrece ejemplos de lo que personalmente más admira, sin sentirse obligada a explicar por qué.

Curiosamente, las mejores realizaciones que en este campo se han dado durante los últimos tiempos en México, cumplen con lo más profundo que estos autores proponen como condición sine qua non. Con esto ocurre lo mismo que con la “Filosofía de la composición” de Edgar Allan Poe: no es posible crear siguiendo cada uno de sus pasos; en todo caso, después de haber escrito, uno debe ir al ensayo y comprobar si cuenta o no con lo que Poe sugiere. Así, lo que han logrado entrever Benjamin, Tomlinson o Grossman como elementos constitutivos de una buena traducción resultaría esquivo, inasible, abstracto, vaguísimo o francamente una especie de ideal inalcanzable en calidad de norma a seguir. En cambio, si recurrimos a ellos de regreso, comprobaremos las bondades, la maravilla o los descalabros del poema a todo color.

Quienes nos hemos pasado la vida merodeando al más intenso, más cargado de energía, más complejo y económico ser de palabras —distinguiendo su presencia sólo a ratos y en contadas ocasiones—, precisamente por lo que revela, no nos conformamos, y seguimos a la espera de una aparición más: no nos resignamos a no volverlo a ver. Creo que lo mismo funciona para cualquier actividad artística que se tome en serio. Dietrich Fischer-Dieskau, el octogenario barítono alemán (responsable de que la poesía no haya muerto del todo en alemán, gracias al ímpetu que dio al Lied), afirmó en una entrevista haberse pasado la vida merodeando el “Winterreise” de Schubert, habiéndolo grabado profesionalmente cincuenta y tantas veces. ¿Habrá logrado, finalmente, ver de frente a Schubert, distinguir en la negra superficie de esa córnea el brillo de un mar interior? La respuesta vendría de inmediato, al escuchar su última grabación: Schubert lo ha visto a él. Uno puede traducir, entonces, no merced a la prolongada inmersión en la poesía de un equis poeta, sino a la prolongada inmersión de ella en uno. Mucho —todo nuestro tiempo concedido tal vez— hay que acercarse a esos umbrales, sin embargo: vivir ahí, en realidad, para que los resultados no parezcan un mero alarde, rayano en lo temerario.

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Filólogo de pro, si los hay; maestro de maestros; sabio con estilo propio, de la estirpe de don Alfonso Reyes; no simple acumulador de conocimientos, sino sobre todo artista de la erudición, Antonio Alatorre ha transitado por este camino de ida y vuelta por placer, he ahí su privilegio. Su ensayo introductorio a las Flores de sonetos es una de las lecturas más gratas y emocionantes que hay, porque no pretende lucirse y se luce; quiere hablar de las delicias del poema original, del poema en traducción y del poema que uno se apropia sin querer sólo mediante el disfrute de la lectura. Ya ubicado a sus anchas en ella, al lector se le llega a olvidar que lo que tiene delante fue escrito hace cuatro siglos; que los conceptos de traducción, imitación y apropiación se combinaban armoniosamente, desdibujándose sus fronteras; que hubo sonetos cuyas traducciones fueron “forzadas” o “espontáneas”; en breve, que se trataba de que el poema sonara, que contara con un lenguaje eficaz. Rara avis, Alatorre da al buen entendedor una lección de abandono al fenómeno poético, sin tener que probar para ello que él mismo escribe o traduce poesía. Nos convence de que “se entiende de golpe, se goza de golpe”, y hasta después vendrá “el apetito de reflexión, de ahondamiento en las palabras”. Digo que es muy extraño, porque quien valora estas tareas, de uno u otro modo, desde una u otra orilla, lleva agua a su molino, defiende su propia labor como “la buena” (cosa de la que yo misma no quedaré exenta más adelante). Alatorre, no; él lo enseña a uno a ser liberal, abierto, a dejarse llevar: a no abrigar ni la menor duda de que la belleza brillará por su presencia.

Ciertamente, nuestra época, o al menos el siglo XX, comparte con el siglo XVI de Alatorre el eclecticismo, el deseo de que el poema “funcione”. Y así como los poemas más admirados en el Siglo de Oro eran los más traducidos, a Rilke, Pessoa, Valéry, T. S. Eliot, Pound o Williams se les ha recreado de las más diversas maneras, utilizando los más distintos criterios. Mi generación tuvo la enorme fortuna de contar con Octavio Paz como espíritu tutelar, quien a su vez había conocido a los Contemporáneos e interactuado con ellos (para muestra sólo hay que dirigirse al la poesía de Edna St. Vincent Milay, en versión de Gorostiza, o a la de Emily Dickinson, en versión de Ortiz de Montellano). Quería enriquecer de verdad nuestra literatura, ampliar sus horizontes, hacer avanzar a la tradición dotándola de lo que otras voces en otras latitudes, dueñas de otras visiones y muy otras virtudes formales, podían expresar. Las publicaciones que él animó siempre contaron con poemas de todo el mundo en espléndidas versiones. En esos otros países —aquí al lado, por no ir más lejos— han tratado de hacer esto mismo desde siempre, como parte de una tradición flexible. Como muestra si acaso, doy un ejemplo vivido en carne propia.

Forrest Gander, poeta/traductor, traductor/poeta, tradujo, para mi increíble buena suerte, el poema “La muerte del beso”, oscilaciones en que pretendí, por medio de una prosa autobiográfica al otro lado del péndulo decididamente lírico, abundar en el quid de mi desarrollo poético. Llegado el momento de arrojarme por voluntad al pozo, hallando un espejo filológico —perteneciente a los Siglos de Oro— de lo que la poesía estaba revelando sobre mi vida mediante las palabras dislate y deslate (ingenua de mí, “nombrando” a la locura), descubrí que Coro-minas proponía un hallazgo de hallazgos en inglés: “a shooting off... a jest, a foolish speech”. Víctima del tiro con la palabra que todo lo cobra caro, me di cuenta de que me estaba vengando de mí misma, de alguna manera. Nada de esto sabía —ni tenía por qué intuir— Forrest Gander. Sin consultarme en lo más mínimo, hizo sus propias pesquisas. Y en vez de recurrir a equivalencias, intercambios de lo que está en inglés por español o viceversa, como ya lo había hecho en algún otro poema, o recrear echando mano de su “imaginación”, incluyó algo (en apariencia) totalmente nuevo —poniendo al descubierto, según George Steiner, “algo nuevo que ya estaba ahí”—, escondido en los rincones de una lectura profunda: “shooting off, or better, matter issuing from a wound”. Me tomó en serio, puso mi llaga a la vista. Sin recurrir a tragicómicos anecdotarios, leyó lo que verdaderamente había ocurrido y seguía ocurriendo, sin disfraces literarios o entrecomilladas burlas de uno mismo. El dolor me hizo respetarlo aún más como traductor y poeta. ¿Cómo se lo demostré?: no dije esta boca es mía. En silencio reconocí al traductor que sabe lo que está haciendo, lo que significa escribir poesía, o que la poesía se escriba.

 



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Fotografía de Pura López Colomé tomada de:
www.versefest.ca