No. 73 / Octubre 2014



Hernán Lavín Cerda, la fiesta de la palabra

Por Carlos López


Con una actividad literaria —que incluye novela, poesía, ensayo— iniciada hace casi medio siglo en Chile, un país que viviría una convulsión con niveles casi dantescos de 20 años, pero con una tradición literaria envidiable, empezando por la renovación poética de Carlos Pezoa Véliz, luego por Vicente Huidobro, seguida de Nicanor Parra, el máximo creador de la antipoesía, iniciada por Virgilio Piñera en Cuba, Hernán Lavín Cerda, a quien le gusta jugar con su apellido, con la vida, con todo, con nosotros, que terminamos involucrándonos en el vértigo de sus grandes versos y sus poemas de largo aliento, se ha ganado el reconocimiento de quienes tenemos la dicha de conocerlo desde hace más de 20 años.

Lavín Cerda tiene la voz poética de un joven; trata a las cosas por su nombre, por lo que tal vez a algunos les parezca irreverente, iconoclasta. Oigamos el siguiente poema: «Dos estómagos»: «Dicen que las vacas tienen dos estómagos: uno para la mierda/ y otro para rumiarse a Dios, el primero/ y el último, el Gran Simpático,/ la primera y la última esperanza de los rumiantes// de siempre, nosotros, los más antiguos, ustedes,/ los más ambiguos, aquellos que aún están naciendo en el aire/ del Gran Simpático, la primera y última esperanza/ de los resucitados con alegría».

El animalario del poeta —en el que no hace falta desarrollar gran olfato para reconocerse—, sus personajes tan cercanos a nuestro contexto, aunque su estirpe sea milenaria, las preguntas ontológicas que plantea sin necesidad de abstracciones inentendibles, el lenguaje directo, accesible, su diálogo con otros bardos de su estirpe (César Vallejo, en primer lugar), todo se da cita en Visita de Woody Allen a Venecia, libro que tiene un timbre único, una voz singular.

En la poesía de Lavín Cerda hay hondura en la percepción de la realidad, en las rutas de la introspección, en el tono lúdico, subversivo. La manera irónica de poetizar el mundo es una de las características del oficio revolucionario de este autor, que bordea los límites entre las formas tradicionales de hacer poesía, la aventura del riesgo y el rigor de la academia. El poeta se renueva en cada libro, reinventa su pasión por la palabra viva, que transforma.

La sintaxis llana de Visita de Woody Allen a Venecia reconfirma el prodigio de la pluma sin tregua del autor, que entrega en cada título no sólo la suma de su erudición sino, también, su mirada abarcadora de mundos cotidianos que él, con magia, vuelve sorprendentes. Sus versos alcanzan vuelos convulsivos, invitan al viaje de la inteligencia. En el tren de la locura en que nos encontramos inmersos, se agradece la poesía que nos saca del aletargamiento, que opera en nosotros el milagro de la sonrisa y que, de paso, nos llena de cultura, signos, claves.

Lavín Cerda entiende a la poesía como un acto milagroso. Su libro es un viaje de la imaginación y por lo mismo real; data en distintas geografías algunos de sus poemas, en donde prevalece el verbo sobre todas las palabras, lo que le da un ritmo sorprendente a la travesía. Uno de los trabajos del poeta es hacer visible el vacío, volver tangible la nada. Para realizar esta alquimia se requiere paciencia, entrega, conocimiento, imaginación. Tantos años de oficiar como maestro de generaciones de poetas, tantos años de exorcizar demonios o de atraerlos, tanto pulir la piedra han revelado la rebelión, la inconformidad y le han dado al poeta la serenidad para escanciar sus mejores versos.



Hernán Lavín Cerda: