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portada_resenas_tellez-baja.jpg A tiro de piedra
Daniel Téllez
Bonobos-UNAM,
México, 2014.

Por Gerardo Villanueva
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No. 75 / Diciembre 2014 - Enero 2015


Apuntes para un convite

 

Una serie de arcanos atraviesan las páginas. Entre sus hendiduras se asoma una época que puede ser todas las épocas. Disparos que pastan su mansedumbre. Alternativas para desintegrar los eslabones que componen una cadena que es la historia del poeta, de su entorno, de su tiempo. La estridencia viene por sí sola, el fragor fuera del pecho. Las anécdotas. Las pesadillas. Arriba, las constelaciones domestican sus enigmas, invisibles para tantos, evidentes para algunos (Cernuda era, sin dudarlo, un niño astrólogo); abajo, la poesía —montaraz—, se subleva como forma de realización de la naturaleza humana; aquí, donde las experiencias se viven.


Si de traer a colación se trata, he de invocar a María Zambrano, quien afirma que: “No toda la poesía aparece de la misma manera, porque no toda la poesía tiene la misma raíz. Hay la que, al trascender de sus raíces, queda despegada, extática, en el aire, encantada en su propia perfección, que en un paso más llega a ser narcisista, llega a reflejarse a sí misma, encerrándose en un círculo de espejos que nos devuelven alucinatoriamente la misma imagen, que no deja, sin embargo, de ser superficial.”  

Si de raíces se trata (usando las palabras de Zambrano) para soterrarse en esa experiencia de amplias posibilidades y sorprendentes arterias que es la Poesía, he de decir que, ha sido escarbando en el campo de la palabra publicada, donde curiosamente, en contadas ocasiones, la he visto. No obstante, cuando las excepciones aparecen, éstas suelen ser deliciosas y perduran en mi inconsciente, en mi oído, en mi historia, en mi memoria, o como quieran llamarle al receptáculo; lo importante es que se quedan acompañándome por largo tiempo.

Escribo aquí, entonces, en función de la carga de significado o, en su caso, de la carga emotiva, que me puedan generar o no algunos poemas.

Rascando en las raíces crecidas y frescas de cierta poesía latinoamericana reciente, he podido advertir algunos senderos que llevan de alguna u otra manera a dar con algunos —reitero, las posibilidades son amplísimas— ingredientes de sus propias fórmulas, y esto me hace invitar a la mesa a Paul Valéry cuando afirmaba que: "Durante este último medio siglo se han pronunciado una sucesión de fórmulas o de modas poéticas, desde el tipo estricto y fácilmente definible del Parnaso, hasta las producciones más disolutas y las tentativas más auténticamente libres. Es conveniente, y es importante, añadir a este conjunto de invenciones, ciertas recuperaciones, a menudo muy afortunadas: imitaciones, en los siglos XVI, XVII y XVIII, de formas puras o cultas, cuya elegancia es quizás imprescriptible". En el siglo XXI las fórmulas continúan desbaratandose para volverse a erguir en algo nuevo y más poderoso.

En el panorama inmediato he dado con autores que, a su vez, se han topado con ese algo poético en los cabellos bien peinados de las siempre seductoras artes y ciencias; que han sabido encontrar estallidos de poder en el cine, la música, la pintura, hasta en la biología —paradójicamente poética por naturaleza—, cosa que no está mal, si el autor (y hablando de cabellos) tiene unos cuantos de rigor en el método, y otros tantos de honestidad.

También hay ciertos cowboys quienes en su cabalgata, intencionalmente o no, buscan el encuentro poético —y a veces hasta lo encuentran con creces— en lugares insospechados: en cartografías antiguas, en el servicio médico forense, en los vertederos, en el canto de un ave, en cementerios de chatarra, en la pornografía y otros sitios que por sí mismos atraen por la belleza que en ellos se aloja, si se apunta bien la mirada.

Pero también ubico a quienes, sin mayor complicación, sin ir más allá, escarban en lugares cercanos, quiero decir, en lo inmediato, en lo rutinario, o en eso que denominaría como el polígono de lo popular, de aquello que como humanos nos es común. Aquí he contado pocos que se hayan topado con la revelación; y por toparse quiero decir, darse un mazazo y que duela, en serio. Hacer suya la experiencia colectiva y viceversa, eludiendo con elegancia ese reflejo superficial del que hablaba María Zambrano. Me atrevo a decir que este el caso Daniel Téllez, poeta de la pertenencia colectiva que es consciente de que en este siglo todavía resulta divertido transgredir mediante versos, y en cuya propuesta se da el lujo de salpicar una serie de secretos (verdades o no, aquí eso no importa) que nos conciernen a todos, en tanto formemos parte de una colectividad.

Ecléctica, libre e iconoclasta, la escritura de Téllez emerge como heredera, y a su vez, renovadora de algunos textos que forman parte de ese mexican Waste Land colectivo y personal al que se refiere Alberto Blanco en la contraportada de A tiro de piedra. Pienso en algunos ecos que de diversos orígenes y tiempos retumban por aquí: El turno del aullante, Las bodas químicas, La Santa, El pobrecito señor X, Sátira, el libro cabrón, entre otros. Pero también hay mucho de lo que atruena en otras coordenadas: Purgatorio, Mandorla, El solicitante descolocado, La tortuga ecuestre, por citar algunos.

Detallista e irreverente, erótico y encriptado, su trabajo va más allá de la simple ornamentación, rompe con el estado de solemnidad que permea en la poesía mexicana y recupera los rituales de la vida cotidiana pasando por el territorio de la experimentación. Derroteros en una misma indagatoria. Regocijo de la memoria. Huida del presente. Ir y venir. Comenzar y recomenzar en un ejercicio de escritura reducida, pero con largo alcance.

¿Qué decir de esta nueva entrega? Sin intención de cortar el nudo gordiano de la escritura de Téllez, primero diré que lo que diga hoy sobre este nuevo libro, quizá nada tenga que ver con aquello que tenga que decir en uno, cinco o diez años más. He aquí uno de los efectos que más me sorprenden, yo lo llamo efecto camaleón, es decir, con esto me refiero al impacto que producen las distintas lecturas que se le pueden dar a lo largo del tiempo a una serie de textos que, a pesar de su supuesta inmovilidad, nos irán mostrando ciertos cambios del piel. Baste con revisitar aquél entrañable El aire oscuro o el sobresaliente Cielo del perezoso, cuyos momentos pasan y sobrepasan por esta cabeza con cierta facilidad a causa de sus necesarias relecturas. Aquí, en A tiro de piedra, en ese lenguaje encriptado que lo caracteriza, el poeta nos alerta al respecto: “En ciertos casos, Zurita, la escritura es camaleónica. Cambia a voluntad y ese mix de las junturas sólo trae a colación nuestra conversación, de manera inesperada, tirando de la lengua hasta que San Juan baje el dedo”.

Segundo: el placer que me genera la lectura de sus poemas pasa por el oído, luego me convierte en adicto por la notoria dificultad  (no hay textos difíciles sino lectores perezosos, creo que dijo José Kozer alguna vez) y el reto que implica el descubrimiento de sus enigmas (vuelvo a Alberto Blanco), y finalmente me genera curiosidad de conocer los instrumentos quirúrgicos que le sirven para trepanar el cráneo de la realidad —tan lejos y tan a tiro de piedra, vamos-, me invita a pasar un tiempo en una agradable y vivificante vivisección.

Tercero: diré que una clave para adentrarse en este A tiro de piedra está en uno de los epígrafes que se atribuye a Phillip Lopate: Como todo mundo debe saber, el ritual del convite empieza lejos de la mesa”. Y claro, a lo largo de los poemas, el autor trae a colación a algunos autores artífices de su escritura, y a otros, los lleva directamente a departir a la mesa, sin pasar por el trámite del coqueteo.

Nos encontramos ante un libro fuera de lo común a pesar de que trata de eventos que nos son comunes. Imaginemos entonces una mesa donde conviven todas las posibilidades: aquí hay lugar para cantar catorce veces o más, sin rencor, como los gallos de J. Alfred Prufrock en aquel poema de T. S. Eliot y recibir el latigazo del eco, desintegrado y reconstruido, a tiro de piedra. Hay espacio para el chicano power de aquel cuya profesión bebe o derrama pero "de ninguna forma/ pasará a la lista del montón". Un sitio especial para conversar en tono cordial con Zurita: "No hemos dado en el blanco, Zurita. Nuestra naturaleza opera en el espacio de lo programático". En esta mesa también habrá un grupo de gamberrotes a quienes les gusta que el Sr. Lobo y Caperucita estén en la cama. Un especial sitio de cabecera (modus operandi) para ese grandioso poeta de revelaciones visuales que es Raúl Renán: "He oído en augustas charlas de café con él, su voz clara al interior y la evocación y la tregua, a la manera de José Ángel Valente, y he signado, con su mano en ristre, el sigiloso poder súbito de la palabra, que alerta una salida".  Otro espacio para los vaticinios de un abuelo que sobre la calle Téllez de Madrid, le advierte al poeta, siendo éste un niño, sobre "una muralla de bloques de viviendas dentro de siete lustros".

Aquí también hay un espacio para joder —¡vaya que el verbo cobra relevancia!— con la "sediciosa sacrílega/ de mirada extenuada y labios carnosos", Nazedha Tolokónnikova, integrante del grupo punk ruso Pussy Riot, quien fuera arrestada en 2012 debido a su protesta contra el explícito apoyo de la iglesia ortodoxa rusa a la candidatura del hoy presidente Putin; exacto, aquel que más tiempo ha estado en ese cargo desde la caída de la URSS. "Madre de Dios. Virgen. Hecha a Putin", fueron palabras que la llevaron a prisión, pero también a estar, de conformidad con el poema, "entre las cien mujeres/ más deseadas del mundo, según la revista Askmen/ y de las 20 primeras de Maxim, versión rusa". Y también habrá un comensal como San Francisco de Asís,  quien modera la charla cuando dice: "Aquel día me alejé del mundo. Una lámpara de aceite ardió en mi nombre en el altar de todos los días".

"La literatura no es sino la sombra de una buena conversación, solía decir Borges, citando a Stevenson." Y aquí, en esta mesa que Téllez pone a disposición de sus lectores, se integran a la conversación ciertas intertextualidades que se dejan domesticar, interviús que unen puntos y renuevan sinapsis.

La escritura de Daniel Téllez se sustenta en un ejercicio consciente de que el siglo florece, como la próxima quinceañera en la que está por convertirse y que, al mismo tiempo, sabe que los límites literarios que impuso el XIX y anteriores, si bien no se han borrado del todo,
al menos, en algunos casos —éste es uno de ellos— se han superado mediante la construcción de objetos verbales mucho más afilados que aquellos a los que popularmente denominamos poemas. Es decir, que ahora se nos atraviesan artefactos, en cuya experiencia —diría el autor—, "se quebranta la esfera potencial del poema".

 

 


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