No. 76 / Febrero 2015



Atisbos en el cocodrilo-poeta*

Josu Landa

No he sido un estudioso sistemático de la obra del gran poeta de Silao. No soy una autoridad en la obra del 'cocodrilo-poeta'. Puedo ufanarme, no obstante, de haber mantenido una relación bastante intensa con parte de su poesía, en cierto momento ya lejano de mi vida.

Si mi memoria no me despista, debo al excelente poeta venezolano Ramón Ordaz las primeras noticias sobre Efraín Huerta.

Mi consagración a la poesía empezó a afirmarse hacia finales de los años 70 del siglo pasado. Luego de haber sufrido diez años de franquismo y de haber ofrendado buena parte de mi juventud al activismo político-estudiantil, tras mi regreso a Venezuela, no son de extrañar mis afinidades con todo lo que sonara a escritura rebelde y contestataria.

Durante la década de los 70, Venezuela seguía siendo una de las más calientes trincheras de la Guerra Fría. Hablo de los tiempos en que subía una marea de anhelo y vindicación, tras las inmolaciones sacrificiales del Che y sus exiguas fuerzas en Bolivia, el 68 mexicano, la derrota a sangre y fuego de la izquierda venezolana, el brutal derrocamiento de Allende y la hecatombe popular chilena. Hablo de aquellos días aciagos, cuando el Departamento de Estado norteamericano prohijaba las dictaduras de Argentina, Chile, Uruguay y otros países, al tiempo que empleaba, en diversos planes hegemonistas, los ejércitos que había organizado a modo, en Colombia, Nicaragua, El Salvador, Guatemala y otras 'repúblicas bananeras'.

En una atmósfera política, social e ideológica como la descrita, una poesía como la de Efraín Huerta tenía ampliamente asegurada la simpatía de quienes, como uno, sintieron el llamado de la poesía como vía de realización humana.

Recuerdo, asimismo, que una de las secuelas de mi único encuentro personal con el renombrado poeta venezolano Víctor Valera Mora, un día de 1979 en el que tuvo la deferencia de visitarnos en el taller de poesía del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, fueron tres o cuatro detalles relacionados con Efraín Huerta. Otro puente hacia la poesía de éste fue la provocadora tematización de la gran urbe moderna por parte de otro relevante poeta venezolano, Juan Calzadilla, en su poemario Oh smog (1977), aparte de Esta ciudad mi sangre, del ya referido Ramón Ordaz.

Por supuesto, debo tener en cuenta igualmente la lectura directa de algunos poemas sueltos de Huerta. Me resulta muy difícil recordar si venían en las páginas de Zona Franca, la revista de Juan Liscano, en alguna antología de alcances internacionales, en Imagen (una de las publicaciones culturales del Estado venezolano), en el influyente Papel Literario (suplemento del diario El Nacional) dirigido por Luis Alberto Crespo...

De este viaje penoso y agridulce a tiempos pretéritos, extraigo con meridiana nitidez lo que nos atraía de Efraín Huerta: un poderoso espíritu de vanguardia; una idea del compromiso poético-político compatible con un auténtico estro y con una impugnación palmaria del "realismo socialista"; la reformulación parcial de los motivos y lugares comunes de las vanguardias del primer tercio del siglo XX, de lo que deriva una singular 'lírica de la ciudad', en gran medida y por diversas vías, deudora de Las flores del mal, de Baudelaire.

criticon-efrain-huerta.jpgUn segundo momento de encuentro con la poesía de Efraín Huerta se da en 1983, residiendo ya en México, cuando me hago de un ejemplar de la primera edición (1944) de Los hombres del alba, en la Biblioteca Central de la UNAM. Aquella incursión en ese libro capital de Huerta y de la poesía mexicana del siglo XX me deparó la impresión de estar ante una poesía muy vital, resistente al tiempo. Con frecuencia se toma como anomalía histórica la irrupción 'tardía', en diversos puntos de América Latina, de iniciativas y movimientos vanguardistas. Quienes así piensan asumen con rigidez eurocéntrica unas fechas de referencia (la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX) y pierden de vista la existencia de un 'espíritu de vanguardia' transtemporal. América Latina ha sido el territorio de la renovación constante del espíritu de vanguardia y poemarios como Los hombres del alba así lo confirman, con su sentido de modernidad contestataria, con su expresión radical e irreverente, con sus reverberaciones de desazón rimbaudiana y acedia existencialiasta y con sus visos de simbolismo y surrealismo.

Con Los hombres del alba, un Efraín Huerta todavía joven —el libro aparece en 1944, pero había sido terminado diez años antes, cuando el poeta rondaba los 20 años de su edad— demuestra haber concretado algo que caracteriza a todo gran poeta: haber efectuado una síntesis creativa de los más relevantes avatares de la tradición, tras haber desdeñado poéticas inaceptables. Entre éstas, la más llamativa es la que propugnaba el llamado 'realismo socialista'. Efraín Huerta antepuso su autonomía de poeta indómito, su libertad de criterio, a los imperativos de una política estética antihumana por antinatural, como la del realismo socialista. Es obligante justipreciar el arrojo y el valor de haber rechazado el programa estético de la Internacional comunista, pese a haber sido toda su vida un comunista, con partido o sin partido. Si algo distingue al cocodrilo-poeta, es su inmensa y polimorfa libertad de expresión: la manera como hilvana una irreductible autonomía estética con un fraseo de largo aliento o con esquirlas epigramáticas, según el caso: lo mismo enviones verbales, como los de los poemas de viajes, que las diversas andanadas de "poemínimos" o parodias de manifiestos y corridos como los que dedica a Lupe Posada o al caracol.

Entonces, pude comprobar por qué Efraín Huerta se había convertido en una referencia notable para la izquierda poética y cultural Latinoamérica. Con un oficio que nada habría de envidiar, por ejemplo, al de Neruda o al del Octavio Paz de La estación violenta —libro muy posterior al de Huerta— éste enderezaba su espíritu de vanguardia hacia una lírica comprometida con las novedades del tiempo histórico y con la impugnación contra todas las formas de la injusticia; también con lo más raigalmente humano: el amor, la mujer, el gozo de vivir, tanto al filo de los placeres como al del sufrimiento.

El resorte radical de toda poesía verdadera es el demasiado humano impulso erótico. Eros preside nuestro constante tender hacia los demás, con independencia de que nos escuchen o no. Si ese ímpetu es la medida de la condición poética de las composiciones de todo poeta, salta a la vista que Efraín Huerta alcanza las cotas más altas. Además de ser el fondo implícito de su poesía, en su caso, los más diversos avatares del viejo dios griego encuadran en el que acaso sea el mayor amor de Huerta: la ciudad de México, con sus mil caras, con sus mil dones, con sus mil infiernos, inasible, jugando a mostrarse y ocultarse, siendo la misma de siempre que siempre es diferente.

Con lecturas posteriores a las mencionadas —facilitadas, sobre todo, por las sucesivas ediciones de su obra poética, por parte del Fondo de Cultura Económica— he podido atisbar, en la poesía de Efraín Huerta, una suerte de absolutización de la polis, como máxima expresión de su entrega a las artes y mañas de Eros, como irradiación de un ímpetu genésico por el que emerge una política cósmica: algo mucho más vital que la ya inefable política cotidiana que padecemos en México y el resto de América Latina. Eso puede explicar un atributo prominente de la poesía de Huerta, que locuciones como "compromiso político" y similares, opacan: su condición radicalmente civil. A fin de cuentas, podría afirmarse que la cualidad extraformal más nítidamente definitoria de toda la poesía de Efraín Huerta es su civilidad. A veces he pensado que el poeta que parece haber abandonado para siempre su natal Silao se esmeró en conjugar la militancia comunista con el engagement existencialista. Ahora tiendo a considerar que el conjunto de su obra, en toda su riqueza de mensajes y maniobras formales, puede verse como una actualización ejemplar del eterno retorno de la civilidad poética, fenómeno antropológico ante el que cláusulas como "compromiso artístico-poético" y semejantes suenan a miopía crítica.

criticon-los-hombres-del-alba.jpgLa obra poética de Efraín Huerta supera la antigua y estéril disyunción entre esteticismo y arte comprometido. No es que los poemas de Huerta, en oposición al 'artepurismo', se identifiquen con el polo del compromiso: es que son obras políticas, es que son parte de la vida de la polis, por ser parte de la vida del hombre que las compone y que está bien asentado en lo que apenas es simulacro de ciudad-estado. Quién sabe por qué genio maligno o encantamiento, hoy en día, se tiende a ver a la poesía como una especie de excrecencia marciana en las sociedades contemporáneas, tan plácidamente conformes con el opio de la cultura mediática. El polimorfismo de la poesía de Huerta y la fuerza del estro que la sostiene nos interpelan, ahora, con la memoria antropológica de la eterna simbiosis entre civitas, religión y poesía. Es posible, pues, que la obra poética de Efraín Huerta concrete en buena medida la reconstitución de la condición raigalmente política de la poesía en la era de la 'política sin polis', es decir, en los tiempos en que las que llamamos 'ciudades' son meros conglomerados humanos amorfos, simples yuxtaposiciones de residuos de antiguas formaciones sociales corregidas y aumentadas por el nuevo urbanismo, que no terminan de dar con una modalidad propia y respetable de lo político y logran su endeble cohesión, a punta de aparatos como el de pseudoeducación, los de comunicación masiva, los de simulación politiquera y jurídica y afines.

En medio del avatar mexicano de la modernidad urbanizante del mundo —reflejo supremo de una invertebrada modernización de un país como México— el Cocodrilo-poeta, en pleno siglo XX, asumiendo con avidez las determinaciones históricas de su actualidad, decide ser fiel a la raigal índole civil —y, por ende, política— de la poesía y el poeta. No es que el poeta, por un lado, supuestamente confinado en su inmaculada vocación artística, opta por dar entrada en el palacio de cristal de su verbo a la lucha de clases, sino que él mismo es una de las manifestaciones de la disparidad entre los niveles de identificación o enajenación del individuo con respecto al orden comunitario, así como de la inveterada pugna de intereses inherente a toda urbe. De ahí esa suerte de absolutización reactiva de la polis efectuada por Huerta; pero, sobre todo, la inserción de su voz en los dominios del ágora y de la escena —esto es, el espacio de la tragedia y la comedia (por cierto, las dos caras de Dioniso). Se diría, entonces, que el modo de ser poeta que encarna Efraín Huerta, tiende a plegarse en algo al movimiento que, según Hegel, emprende el individuo inmerso en los niveles más primarios de la socialidad, hasta alcanzar el plano de la eticidad (Sittlichkeit), esto es: el estado de concordancia entre las aspiraciones de la persona y el espacio público.

Ya encarrerado en esas vislumbres, me atrevo a conjeturar que Efraín Huerta demostró poseer una facultad muy extraña entre los mejores poetas de nuestra más reciente tradición: actualizar a los épicos, trágicos y cómicos griegos —una trinidad que nuestro poeta encarnó en su solitaria unidad— para expresar con el debido rigor artístico la posibilidad de una superación, vitalmente realizadora, de las contradicciones intracomunitarias. Ese hallazgo helénico, que comprensiblemente deslumbró al joven Nietzsche, aflora en la civilidad —ostensible y, para algunos, escandalosa y en extremo sorprendente— de una poesía como la de Huerta, a poco que se advierta la clara tonalidad épica, trágica y cómica (irónica, satírica, desvergonzada) de tal o cual poema de los que nos legó. Habría que ver quiénes de los que con-vivieron su tiempo con Efraín Huerta, desde las trincheras del compromiso y aún la acción política (Paul Èluard, César Vallejo, Miguel Hernández, Rafael Alberti, Pablo Neruda, Louis Aragon, Octavio Paz con su punto de inflexión en el 68 y Jean-Paul Sartre, entre muchos otros) puede ostender las mismas prendas.

Esa superación de la engañosa contraposición entre esteticismo y compromiso parece darse en términos de una conciliación de un rigor formal y unos valores estéticos exigentes con la asunción ético-política de los asuntos que unen y separan a la comunidad de referencia. Conciliación a la que se adjuntan otras: la que opera entre lo popular y lo culto, entre lo íntimo y lo público, entre lo erótico y lo egótico, entre Apolo y Dioniso —bien que auspiciada por Hermes—, entre lo antiguo y lo moderno.

Todo ello permite captar el fondo de las operaciones huertianas como la audaz ampliación 'humanizante' de los motivos típicos de la poesía de tonalidad marxista, verbigracia el del 'sujeto histórico'. Al menos en Los hombres del alba, son los condenados y condenadas de la tierra quienes habitan la palabra poética, más allá de agentes político-sociales como el proletario, el miliciano, el guerrillero y afines. Basta con detener la mirada en poemas como "La muchacha ebria" o con observar quiénes son esos "hombres del alba", para comprobarlo: los "caídos de sueño y esperanzas", los que "hablan del día... que nos les pertenece [y en el que] son más esclavos", los que "aman la noche y sus lecciones escalofriantes", aquellos que, finalmente, son "los más puros", acaso porque son ellos mismos "pedazos de alba".

Siento en verdad no contar con el tiempo y el espacio necesarios para rastrear en diversos poemas de Efraín Huerta las cifras de estos atisbos, que tan sumaria y primariamente acabo de señalar. Queda como labor pendiente, más allá de este cálido y más que merecido homenaje al poeta, organizado por la Casa del Poeta Ramón López Velarde.



* Texto leído el 16 de octubre de 2014, en el homenaje a Efraín Huerta auspiciado por la Casa del Poeta Ramón López Velarde.



Contenido especial dedicado a Efraín Huerta en el número 70 de Periódico de Poesía, junio de 2014.