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portada-eternidad.jpg Cada día la eternidad
Carlso Zamora
Ediciones Unión, La Habana, 2011.

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No. 78/Abril 2015


Del violín

El oro bajo la cuerda;
la cuerda rota: cadalso
del espíritu. Descalzo
el amor. Su celo muerda
toda la paz, aunque pierda
la brida antigua, el aliento.
Descalzo el encantamiento
del violín. La cuerda rota,
como una herida que brota
sin cesar y sin lamento.

Derecho del violín: daga
sin ojo para mi suerte.
“Dulce cántico de muerte”
—pide la cuerda que vaga
sin mi favor—. ¿Quién le paga?
(no es su mano; lo supiera.)
Derecho del violín. Quiera
mi suerte trocarse en nota.
Por el violín. Porque rota
la esperanza compusiera.

 

Los caminos perdidos

Las ruedas de un tren, afiladas;
encima las preguntas: Mi hija quiere saber
por qué surca sin piedad mi espalda
y como un nuevo trazo de color, estruja
su curiosidad.
Alargan, como ella, los brazos
niños de ojos cercanos.
Y unas mujeres ensayan adioses y navajas.

¿Repartimos el pan? dice mi hija
esparciendo unas migajas.
Y aquellos cierran los ojos
de la salivación.
Yo seducido por las manos de todos,
creyéndome el andén
del viaje larguísimo y estrecho
que ha sido la última vida.

Puedo inventar esa historia: el tren silbante
y la ciudad de altavoces. Una mentira
para jugar a los disfraces.

Pero son los recodos y la luz escasa.
Y el remendarse el corazón para salir a la
intemperie.
Con los flancos desnudos y un deseo de aspirar
el aire
que no nos pertenece.

Recoger yo las migajas como la cosecha rota;
y repartir aun ese poco de lumbre.
Sin más noción de prójimo que un café desvaído.

El lobo, les cuento, se disfraza de tedio y llega
con las ojeras clásicas. Ellos
no pueden entender.
Aun con alguna cicatriz,
sospechan.

Hay que cerrar los ojos.
Es un espejismo esa sangre que silba solidaria.
No hay estaciones aquí: No llueve más
que en la memoria.
Somos parias por cada nacimiento.

Sobre mi espalda el tren, pesado.
Ellos diciendo adiós
sin tomarse las manos.

 

Despojos

Se asoma el abuelo y niega.
No es el azul. Las flores: rotas.
Un pájaro atraviesa el sol y muere en sus ojos.
“Lloverá”, dice, anclado en la madera del sillón.
Dibujan los niños figuras en el polvo.
Atraviesa el café las cortinas, colorea
el sonido del agua, que adormece al viejo.
“Nada”, musita entre sueños.
Una nube grisácea bajo el párpado
le recuerda otra sed.
Es tarde.
La lluvia borra su voz sin sorprenderle.

 

 


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