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portada-eternidad.jpg Cada día la eternidad
Carlos Zamora
Ediciones Unión,
La Habana, 2011.

Por María Luisa Manero Serna
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No. 78/Abril 2015


La poesía se enfrenta al continuo vasto y múltiple del mundo, y ante él, puede pretender representarlo o deconstruirlo a través del sonido y de la imagen. En ambos casos, nos encontramos ante un lenguaje copioso, exuberante. Pero ésta no es la única posibilidad de la literatura. Hay poéticas del elemento único, de lo parcial, del punto, en las que predomina una sensación de silencio. Un silencio que cobra significación a través de indicios. “Del apagado concierto / una voz: mínima escala”, escribe Carlos Zamora en su “Elogio de la tristeza”. Ese concierto puede referir a la totalidad del universo de lo externo, de un estado interior, o incluso del arte, de manera que la obra sería una línea delgada en el mundo vasto y múltiple de la poesía. Estos versos sirven de punto de partida para aproximarnos al lenguaje de Cada día la eternidad.

“Poemas de la última estación”, primera parte del libro, resalta por su musicalidad, la cual se construye a partir de la rima y la aliteración. Con ciertos ecos simbolistas, utiliza la sinestesia para tejer una red de relaciones entre sonoridad y luz, entre la música y una naturaleza cambiante. Así, esa voz única que resalta a la orquesta silenciosa es también una luz que expresa la sombra que la envuelve. El texto menciona constantemente la presencia de estas sombras y nos remite al motivo clásico del arte como  opacidad de lo real.

La puntualidad de los poemas se ve resaltada por sus títulos, ya que aclaran la idea u objeto particular que el texto toma como motivo de creación. El nombre se convierte en su núcleo de significado. A través de éste, se vuelve explícito el elemento mínimo que ha sido traducido al lenguaje poético. Así Zamora nos muestra poemas desdoblados.

“Día de la ciudad” contrasta al remitir a una urbe inmensa, monstruosa, orgánica, como una bestia de historia:

Día en que los sueños se visten de conquistadores y
purgan culpas ajenas con la anuencia de la ciudad

Día en que tomé una ciudad de otros, una ciudad
recién amanecida, con las alas mojadas de tanto
cortejar la noche y debí amarla callado, como se
mira al tiempo desovar en las cúpulas
(...)

Retomando a Lezama Lima como teórico, podríamos decir que se configura una sobrenaturaleza de la ciudad, una penetración de la imagen en la ciudad perdida, que se da a través de la libre convivencia de tiempos e impresiones.

Si “Poemas de la última estación” abstrae los elementos esenciales de luz y sonido, la segunda parte, “Una luz que no sé de dónde viene”, se vincula de forma más cruda con lo matérico, y adquiere en ello una fuerte vitalidad. Mas no se encierra en el punto mínimo de la materia, sino que se abre y representa la convivencia, el estar en el mundo, y también el orden público y la pobreza.


Nací albatros pero debí curarme:
los hijos crecieron en mis ojos
y tan poca esperanza no alcanzaba
para dar de comer.
(...).

Desdice, con esta alusión, al poeta idealizado de Baudelaire y nos muestra una voluntad de conjuntar creación y contexto, de aceptación de los lazos que nos unen con lo aparentemente ajeno.

Los recursos líricos de ambos capítulos se conjugan en la última parte del libro, “Cada día la eternidad”, para mostrar una búsqueda de contactos con el otro, con la materia y con el universo interior, búsqueda implicada en el tiempo de lo cotidiano. Las particularidades, los universos mínimos que están presentes en toda la obra cobran aquí un sentido temporal de repetición, la cual, en su rutina, va formando la idea de lo eterno.

Cada día la eternidad es atravesado por dos imágenes en espejo: el río y el tren, tiempo que transcurre implicado en cultura y naturaleza, lo material y lo inaprensible. Isotopías de ambos fluyen a través del texto. Los poemas son las pequeñas ventanas del ferrocarril, que nos comunican, con fragmentos, con el interior de ese túnel en movimiento.

 


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