No. 86 / Febrero 2015


Leer un poema:
Reencuentro con Julio Cortázar


 

Carmen Villoro

 

Eran los años setenta. La poesía de los españoles: Antonio Machado, Rafael Alberti, García Lorca, Miguel Hernández, sonaban en la voz de Juan Manuel Serrat en un LP que giraba en mi tornamesa Fisher. Cambiar el mundo, en ese entonces, comenzaba por usar huaraches de suela de llanta y correas de cuero rudo, blusa de manta bordada por manos indígenas, morral de lana al hombro. Adentro del morral: algunos libros, entre ellos, una novela extraña y fascinante, Rayuela, de Julio Cortázar. El desconocido Paris de los cincuentas por el que se perdía la Maga se confundía en mi imaginación adolescente con una ciudad que yo aprendí a querer y a caminar en esos días: la Ciudad de México. Tomaba el tranvía que me llevaba desde Avenida Coyoacán hasta Revolución donde se asentaba la Prepa del Colegio Madrid. Rememoro las largas caminatas por Insurgentes Sur bajo la lluvia vespertina, la parada obligatoria en las tortas de Don Polo en Félix Cuevas o en el café sofisticado de unos italianos: “Ginos”, un gusto pequeñoburgués que nos permitíamos con ligereza mientras hablábamos, con la pedantería de los 16 años, de marxismo y psicoanálisis, temas que no entendíamos –como tampoco entendíamos la novela Rayuela- tomando sorbos de un aromático y espumoso capuchino, bebida novedosa para nosotros, el grupo de muchachos para quienes en realidad todo era, aunque complejo, nuevo, estimulante y contagioso.

Margarita Gallardo, la maestra de la clase de literatura latinoamericana, una fan confesa de Julio Cortázar, nos hacía escribir al alimón con él. Leíamos la mitad de un cuento, cerrábamos el libro y teníamos que inventar el resto. Recuerdo, por ejemplo, el cuento “Carta a una señorita en Paris”, de su primer libro Bestiario, en el que un hombre platica a su amiga que su pequeña hija vomita conejitos. La tarea consistía en responder la carta desde la voz de la amiga –la señorita en Paris- haciendo recomendaciones al personaje sobre cómo lidiar con esa extraña y singular enfermedad. Fue así como me comenzó a gustar la escritura: tragando conejitos que no eran míos y devoré sus libros escritos hasta entonces: esa joya que se llama Historias de cronopios y famas; sus cinco libros de cuentos Bestiario, Final del juego, Las armas secretas, Todos los fuegos el fuego, Octaedro, y la novela Rayuela.

El universo de Cortázar se convirtió en un referente de mi generación. Veíamos que el piso se plegaba de repente formando una escalera y reíamos con las instrucciones de cómo llevar a cabo un acto natural como subirla. El escritor nos dotaba de esa mirada suya que causaba niveles de abstracción y realidad como un deporte mental extremo o un entretenimiento inteligente. Sus textos nos hacían percibir que había otra dimensión, otras, detrás de la experiencia inmediata, y que el mundo era curioso y grave, comprensible e incomprensible, real y fantástico a la vez, familiar y siniestro.

En esa novela extraña de Julio Cortázar encontré el primer poema en prosa que leí en mi vida, me refiero al capítulo 7 de la misma. Hago ahora esta lectura detenida para entender por qué, desde ese entonces, me pareció que el texto describía, como jamás lo había hecho nadie, la experiencia del amor. Transcribo un fragmento:

 

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

 

En el encuentro con el otro hay un acto de conocimiento y de creación. El amante se siente tocado por la presencia de su amada al mismo tiempo que, en ese instante, la construye para reconocerse en ella. Con un dedo (imagino el índice) como en el fresco “La creación” de Miguel Ángel, en donde Dios da vida a Adán, el amante, en una habitación cualquiera del Boulevard Saint Germain, o de Corrientes, o en la esquina de Copilco y Universidad, con el movimiento suave de su dedo dibuja la existencia del objeto de amor. No es que el otro no exista, tiene una presencia real, es un ser de carne y hueso, pero es la mirada del amante la que lo hace ser ese objeto de amor, ese objeto especial que de manera mágica y extraordinaria embona con el deseo del amante. Eso que yo quiero de ti, que necesito para depositar mi amor, para sentir la completud fugaz, la irrepetible unión en la que me disuelvo, es algo que yo dibujo en ti, que surge desde ti y a ti regresa con el certificado de autenticidad que yo le doy. El autoengaño de una certeza que da sentido al vínculo amoroso. Leo el siguiente fragmento:

 

Me miras, de cerca me miras, cada vez más cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

 

La cercanía de los dos rostros, los pares de ojos que, al acercarse, pierden la perspectiva: el ojo del cíclope que ve el otro único ojo y se refleja en él. “Jugamos al cíclope”, dice el poeta, y la palabra juego cobra sentido desde la concepción de Winnicott como ese espacio transicional entre el mundo interno y la realidad exterior, espacio de experiencia donde conviven imaginación y realidad que nos permite descansar de la “ardua tarea de mantenerlas siempre separadas”.

El juego y el amor son elementos de una misma serie de fenómenos creados. “Jugamos” es el plural que revela un pacto, esa complicidad de dos que necesitan de un espacio inventado. Las imágenes lo dicen todo: primero son dos las bocas que “luchan tibiamente”, después se van volviendo una sola substancia: “como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces”. Los amantes no sólo se juntan, se fusionan en un todo en el que los opuestos se diluyen, “el dolor es dulce”, y la “instantánea muerte es bella”. “Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura.” Y el verso final: “y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua” condensa en sus trazos frágiles el encuentro fortuito y milagroso.