No. 89 / Mayo 2016



Fernand Verhesen: Un embrollo cristalino y la traducción como autoría

Parachoques
Pedro Serrano


A lo largo de todo el siglo XX la traducción ha sido parte consustancial de la escritura de poesía. De Ezra Pound a Octavio Paz, sin el ejercicio continuo de la traducción su obra no sería lo que es. John Ashbery, la figura más influyente en la poesía norteamericana de la segunda mitad del siglo XX, y uno de los últimos traductores de Rimbaud al inglés, reivindica a Rimbaud no solo como parte de su propia tradición sino como pulsión activa de una modernidad actual:

“Por algún lado en la raíz de todo esto”, dice Ashbery en el prólogo a su traducción de Les Illuminations, “el cristalino embrollo de las Iluminaciones de Rimbaud, como la desordenada colección de diapositivas de una linterna mágica, en sus propias palabras, cada una de ellas, en sus palabras, un ‘intenso y rápido sueño’, sigue aún emitiendo latidos. Si somos absolutamente modernos,  —y lo somos— es porque Rimbaud nos ha ordenado serlo.” Y una de las marcas indudables de la modernidad, de ese desliz que nos hace ser otros, es precisamente el ejercicio de la traducción. En los cuatro poetas mencionados —incluido Rimbaud con la biblia— la traducción no solo es parte consustancial de su obra sino que está presente en las porciones más originales de su cuerpo escritural.

Pero quisiera ir un poco más allá en el aliento de esta reflexión: para no reducirnos a términos históricos, yo diría que una de las marcas de modernidad en toda poesía, y aquí me puedo remontar al Libro de Job de Fray Luis de León en español, por dar un solo ejemplo de hace unos cuantos siglos que es aún cristalinamente vigente, es la huella de la traducción. Con la traducción la marca de modernidad se extiende e incluye a un delta de enormes ramificaciones en donde todas las aguas terminan por bañarse al mismo tiempo en muy distintos ríos, de Japón a la poesía prehispánica y de la poesía sufí a Groenlandia.

Uno de los ejemplos más fecundos, y en este sentido más instigadores para la reflexión sobre la traducción como elemento central en una lengua determinada es, en francés, el poeta belga Fernand Verhesen (pronúnciese a la vez Veresén y Ferjhesn). Su actividad tanto editorial como de difusión durante la segunda mitad del siglo XX son centrales para entender la traducción de poesía no solo como escritura sino como una acción pública de desestabilización de las verdades unívocas sobre lengua e historia literarias. En esta voluntad plural e internacionalista de la que Bruselas tiene que sentirse orgullosa ahora más que nunca, Verhesen creó en 1954 el Centro Internacional de Estudios Poéticos que, como su nombre lo indica, fue durante más de cuarenta años un espacio de investigación y una biblioteca, cuya pretensión era la de incorporar y abarcar el ejercicio de la poesía en todas las lenguas posibles.

Un año después de su fundación, Verhesen inició la publicación de una revista que desde la primera vez que la tuve en mis manos me fascinó, no solo por la sobriedad de su textura, ni por lo que incluía,  sino por lo que prometía. Antes, muchos años antes de que la palabra correo, a través de los emails, volviera a ser de uso inmediato y constante, el poeta belga de apellido flamenco y escritura en francés, decidió llamar a su publicación Correo, que pone el énfasis en la vinculación, en el acto de ir corriendo de un lugar a otro, de funcionar como agente y poner en contacto. Para dar una idea de la diversidad de esta revista maravillosa, en el número 201, que corresponde al primer trimestre del año 1994, Le Courrier du centre International d’Études Poétiques (y no me dirán que el nombre de la revista no es fascinante, para quien por primera vez se encuentra con él) publicó un ensayo sobre poesía narrativa del poeta libanés Salah Stetié, y uno sobre la vanguardia estadounidense y el minimalismo, escrito por uno de los poetas actuales más interesantes de ese país, August Kleinzahler.

En un número un poco posterior del Courrier, el 206, de abril-junio de 1995, Verhesen publicó un pequeño obituario sobre el poeta argentino Roberto Juarroz, a quien Verhesen había traducido del español. Juarroz, autor de una “poesía vertical” que es a la vez título de su obra completa y resultado de una repetida reflexión filosófica sobre la naturaleza y el poder del poema (“por algún lado en la raíz de todo esto”), va a tener una influencia decisiva en el pensamiento de Verhesen. “Surge”, dice Verhesen en el ensayo sobre Juarroz, “al multiplicarse la puesta en escena de una poesía vertical la traza de una línea de alta tensión que atraviesa la Nada, y deja que como el pespunte en los confines de un doble escarpado, se inscriban algunos pasos irrefutables por la arista.” Quienes hayan frecuentad la abismal repetición de los poemas de Juarroz entenderán la exactitud de las palabras de Verhesen al describir, no sus poemas sino su poesía.

En estos momentos en que el desborde de las fronteras y los atentados nihilistas de Bruselas ponen en crisis los valores del esfuerzo común de las sociedades europeas, vale la pena plantarse en el año 1949 para entender las iniciativas de Fernand Verhesen como parte de esa idea de una Europa transitable no solo en lo económico, sino por la virtud de la traducción y el ejercicio corriente del poema. Además del Centro, en ese mismo año Verhesen fundó la editorial Le Cormier, y poco después creó el Premio Internacional de las Bienales de Poesía de Lieja. Ese fue el primer premio de carácter internacional que, como señaló Guillermo Sheridan, obtuvo Octavio Paz. Su observación realza el valor de ese premio, que obtuvieran entre otros, como señaló en su momento Pierre Maurry, el polaco Zbigniew Herbert, el libanés Adonis, el francés André du Bouchet y el polaco Antonio Ramos Rosa.

En septiembre de 2000, en el marco de los Talleres de Traducción de la Bienal Internacional de Poesía de ese mismo año, la poeta Rose-Marie François tuvo la iniciativa de convocar a 27 poetas de distintas lenguas a traducir un poema de Verhesen extraído del libro Les clartés mitoyennes, publicado precisamente por Le Cormier en 1978 y que se publicó en forma de libro en L’arbre à Parolesen 2001. Transcribo mi traducción de ese poema:

Rehacer el espacio
en torno de ese centro
Ser un lugar sin paredes
sangrevisible
Extender las manos
          en la hierba
establecer el camino
          más liso
Cada mañana se abre el silencio
una sola fuente rige
          toda palabra
Quién eres tú quién soy yo
salvo ese rostro que nos une
Te despiertas apenas
y arrojas un grito
Ya la luz deslumbra esta isla
aún oscilante bajo el viento

Releo ese poema ahora, al que no había vuelto en muchos años, y me doy cuenta de que es casi un pequeño tratado sobre la traducción de poesía. Quien escribe, quien traduce, rehace el espacio en torno de ese centro que no es el del poema original pero que está en él. El poema original es un lugar sin paredes, un nudo de viento, pero es también la sangre visible en la materialización de ese poema. Quien traduce extiende las manos y busca a tientas establecer el camino más liso entre esa manifestación original y su nueva parusía. Cada mañana, en cada nuevo intento de traducción, lo que se abre es el silencio, y desde ahí se avanza, Una sola fuente, el origen, rige todas las palabras, en una lengua y otra. Por eso, nos preguntamos al traducir, ¿quién soy yo, quién eres tú, además de ese poema que nos une, en una lengua y otra. Terminar de traducir un poema es despertar a ese poema. Despertar uno y despertar del poema. La traducción es un nuevo grito de nacimiento, la boca abierta a la expresión que quería W. H. Auden. Lo que está ahí es el poema, de nuevo, en una nueva lengua, una isla más a la deriva, viva y oscilante, bajo el viento y la luz.

No creo que Fernand Verhesen estuviera en desacuerdo conmigo con esta lectura de su poema. En A la lisiére des mots (En el linde de las palabras), su libro sobre la traducción poética, publicado en 2003 en Bruselas por La Lettre Volée, señala que “quizás sea posible, yendo de uno a otro punto, dibujar una línea virtual que se sostenga desde el interior y figure el paso, sin comienzo ni fin, de una poética. Estos puntos no trazan definitivamente una línea media, de un dudoso compromiso o de fáciles resoluciones ante situaciones conflictivas. Se requiere, al contrario, de una exigencia extrema, de la definición precisa del lugar en el que cada uno de estos puntos de convergencia o de afrontamiento hace posible que toda orientación pueda ser vivida a partir de los indicios proporcionados por el autor. Atrapar, pero de entrada subsumir con atención, estos puntos determinantes, y repetir mil veces la tentativa de medir así su alcance. Tentativas quizás airosas, ya que el traductor ha dejado surgir en él este momento de equilibro inestable en donde los elementos constitutivos de la escritura o más bien las funciones vitales del poema coinciden con los del original, un poco como por un milagro. Pero no hay milagro alguno. No hay más que vigilancia sensible y escrupulosa.”

La escritura teórica de Verhesen en este ensayo es equivalente, y tan complicada y precisa como la del poema citado. El punto de encuentro entre un poema original y su traducción es un trayecto, a la vez exacto y abismal, y requiere toda la atención y diligencia de quien traduce, equivalentes a las del poeta a la hora de escribir su poema. Es precisamente August Kleinzahler quien, en un ensayo reciente sobre el traductor del japonés al inglés Hiroaki Sako, publicado por la London Review of Books el 21 de enero de 2016, escribe lo siguiente: “El acto de hacer un poema —que es una cosa hecha, como un broche asirio o la salsa boloñesa (de ahí la palabra makar, “hacedor”, poeta en escocés antiguo)— requiere de un gran número de decisiones, docenas cuando menos, casi seguramente cientos de decisiones, incluso para el más pequeño de los poemas. La traducción de un poema de una lengua a otra requiere también de un largo, y no muy diferente rango de decisiones o, por más estrecha que la distinción pueda ser, elecciones, para poder entregar el poema, respirando aún, en una lengua, cultura y muchas veces época diferente.”

En su libro Verhesen recorre las ideas sobre traducción desarrolladas por Paul Valéry, Maurice Blanchot y André du Bouchét entre otros, que valdría la pena revisitar, nada más para atender y profundizar no solo en las reflexiones del propio Fernand Verhesen sino en su actividad como traductor de poesía. Porque, me parece, ya es hora de incorporar y ver la obra de traducción como obra de creación en una lengua y una literatura determinadas, y en los casos en los que el traductor es también poeta, incorporarla al corpus de su obra, añadiéndole no solo sus hallazgos sino la complejidad de la relación. En este sentido, hay que ver las traducciones que hizo Verhesen del poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade o del argentino Roberto Juarroz, como extensiones de su obra, tan válidas y legítimas como los volúmenes individuales de sus libros de poemas propios. Como el propio Verhesen dice, “toda traducción se presenta, por naturaleza, como una interrogación sobre la actividad poética”. Y si es tal, entonces, en el caso de Verhesen, que es poeta, como en el caso de Octavio Paz, o de William Carlos Williams, o de T. S. Eliot que tradujo a Saint John Perse, esa interrogación, y la respuesta a esa interrogación, son equivalentes a su propia escritura. Es más, son parte legítima de su propia escritura.

“La elección que hace el traductor”, dice Verhesen, “de traducir determinados poemas no responde en absoluto a un tipo de falta compensatoria, como se ha sugerido. Respondería más bien al deseo o a la necesidad que siente el traductor de experimentar otra identidad, no para enriquecer de una manera egoísta la suya propia (a pesar de que ese enriquecimiento sea enorme), sino para encontrar en sí mismo la confirmación de que el acto poético no puede darse, no puede vivirse, sino en la confluencia, en el cruzamiento, de identidades múltiples y diversas.” Y si el acto poético solo se puede vivir en un crucero, ¿no es el crucero de las traducciones uno de los más legítimos actos de creación?