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Frías Catábasis
Julio Salgado
Paradiso
Buenos Aires, 2016.
 
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No. 91 / Julio 2016


Frías

Frías, departamento Choya (Santiago del Estero). 16 de enero de 1939,
en el calor del alba un tren cayó al agua. Dicen que por mucho tiempo
los 18 obreros que transportaba se confundieron con troncos y animales
arrastrados por la corriente del río Albigasta. De los poblados vecinos se
acercó la gente. Familias con carros y viandas, acamparon en las
inmediaciones seguros de obtener argumento en futuros relatos. No
llegué a verlo, cuando pasó, no había nacido.




Catábasis

La suave entrada de la ignota culebra en la retama. El
corazón del ucle horadado por la avispa. La permanente conjetura
del gusano de seda en el ancoche. La estridente caída en diagonal
sobre los talas de los loros. La sensual exploración de las charatas en
los molles. El onírico espionaje del kakuy en el mistol. La limitada
ceremonia con que insiste el escarabajo en el chañar. El violento
relámpago de la lengua del chelko en el vinal…




Fuera de lugar. El agua de la vertiente cuenta en la memoria. Aproximándome
resoplo y bebo. Pequeñísimas estrellas arenosas ensayan la turbiedad de frescura
perfecta. Un perfume parecido al nogal, sabor que funde caracoles y raíces complejas,
representan la intimidad de un pasado hecho en la sed, abrevada por lo
que brota en las piedras.

. . .

Fuimos al río y cavamos como los niños, imaginando ese lecho abandonado y
seco casi para siempre y sí, allí estaba un pavoroso trozo de hierro comido por
el óxido, un ente inmenso y viejo. Buscábamos afanosamente sus ruedas, los brazos
inmóviles de sus palancas, más aún quisimos al maquinista muerto, al
temor de su osamenta, la cabellera o el birrete… Sólo pudimos llegar a la caldera,
limpiar sus tubos, sus atrofiados laberintos y parrillas y jugar, jugar durante
meses.

. . .

Espera. Recuerdo el canal en la Boca del Tigre cargado de aguas verdosas. En
la ribera algunos espinillos y palanchos. El hombre llevaba un viejo panamá
en una siesta de 40º. Vagaba con un pantalón de baño azul y flores blancas.
Con aire distinguido inspeccionaba alrededor detrás de gruesos anteojos.
Vendedores cargaban pan en un canasto. Sonreía, más parecía un jadeo, quizá
habría una cuota de alcohol. Lo he observado y me he dicho en el momento que
en su ir y venir allí escarbaba la inquietud. Cuando aún faltaba para la oración
el hombre ya no estaba. Alguien dijo: en el agua hay un sombrero.




MATA el río. El río mata.
Aguarda mientras asciendes desde el reparo de su lecho.
Su vecindad es hambre de la noche escapa por el borde.
Sientes que se desata hasta llegar al puente.
Flota como si bajara de la luna al remanso.
Se eriza. Se desvanece.
Pregunta a qué le debo.
La hoja donde escribo –le dices–
está sobre la mesa.
Cuento un dibujo.
A veces era un pájaro o una corzuela
que yace iluminada con poca luz en la penumbra
rastreo la forma con un lápiz
tapo la verdadera oscuridad que lleva adentro
para llegar con un borrón hasta su cuello.
No ves al animal. Ves lo contrario de lo cierto.
Luego rearmo en el boceto. Regreso a un libro.
El río no pregunta. Se mece.



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