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Frías Catábasis
Julio Salgado
Paradiso
Buenos Aires, 2016.
Por Leonardo Martínez
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No. 91 / Julio - Agosto 2016



País de la selva, nombre con el que, acertadamente, Ricardo Rojas llama a esos retazos de la amazonia que avanzan en recios matorrales hasta las estribaciones de las serranías catamarqueñas, santiagueñas y tucumanas.

El país de la selva, nombre  para despertar una infancia y echarla a correr por los parajes nutridos de quebrachos, mistoles, chañares, algarrobos y talas que cobijan panales, iguanas, quirquinchos, chanchos del monte, víboras de la cruz, cabras salvajes, al legendario kakui y la mulánima,  entre otros seres naturales y sobrenaturales. Parajes del ensueño y la libertad donde los sentidos exploran, palmo a palmo los huecos del milagro.

En cada poema inauguramos la infancia, celebramos la infancia y la sacrificamos.

Antes del alumbramiento, lo sabemos por la sangre que nos alienta, cuando la memoria activa empieza a tejer un tapiz con lo posible y lo imposible, ambos en permanente alimento y ayuno, en contraposición amorosa, la memoria selecciona, echa al cajón del olvido y a la vez dignifica lo que tuvo que ver con los afectos, la ternura y la incipiente sensualidad. Y se desmadra en un río que nos acompañará toda la vida. La disposición de las palabras, entonces, responde a un libre manejo dinámico y sin ningún condicionamiento retórico.

Frías Catábasis muestra la condición de gran mural que rescata pedazos de la conciencia a grandes pinceladas fluidas y chorreadas, también activas, dispuestas casi al azar en el cuaderno. Es una colección de poemas que nació de la imperiosa necesidad de restaurar un tiempo y un espacio perdidos (Frías) recogidos en palabras oídas casualmente y, casualmente o no, almacenadas.

Diálogo entre un pasado remoto y otro pasado remoto, porque somos ese pasado que tratamos de agarrar en el torbellino que nos arrastra. Somos lo remoto, lo perdido, lo adivinado, gracias a un descenso a los umbrales de la memoria individual y de la memoria colectiva.

Y en medio de las aguas revueltas una antigua aparecida, indicándole al poeta su deber de salvación en el negro instante, instante negro y redentor.

Y es entonces cuando el poeta logra mirar de frente y por única vez el horrísono y convulso infierno y acarrear de vuelta los sones de su abandonada voz, o sea a su Eurídice idolatrada en los aires de la música. Es entonces cuando se desmorona el tiempo y se hacen añicos los sueños, quedándose solo urdiendo palabras.

Toda catábasis, todo descenso, búsqueda, inmersión, implica una anábasis o sea un ascenso. Un descenso para ir hacia tras, para ir hacia lo fundacional, a los oscuros  momentos del principio.

Dice Pascal Quignard: 'En nosotros deambulan sonidos no visuales, que ignoran para siempre la vista. Nos persiguieron sonidos antiguos. Aún no veíamos. Aún no respirábamos. Aún no gritábamos. Escuchábamos’. Todavía nos persiguen esos sonidos antiguos. Salgado poeta lo sabe y sale en su persecución, quiere capturar lo que está más allá del regurgitar de las entrañas de la selva santiagueña, lo que está en el recuerdo de un sonido prenatal.

Salgado, se me hace, cree en la obsesión y cree en los temas recurrentes que sostienen el alma del poeta, fuente en la que bebe y de la que saca reflejos, imágenes pintadas o mensajes de las criaturas que, esquivas, graban en el aire sus caricias o sus zarpazos.

Frías es su desvelo. Es esa comarca en las que descansan los cordones orientales de las Serranías de Ancasti,  cordones regados por el río de Albigasta, paraíso de charatas, pavas del monte, chanchos cerriles, kalankatis.

En el poema que empieza:

Voy conociendo el manto eucarístico de algunos animales
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Es melodioso el burbujeo    en las lastimaduras de las piedras
disimulando su apariencia en el yuyal.       Abras perfumadas
donde se observa la intermitente gota de agua   que sumándose
alimenta las vertientes       y en ocasiones -en su cristal-
reflejan la conmovedora  bestialidad de la naturaleza


desentraña de manera fugaz la riqueza del libro, que descubriremos sólo en su totalidad, a través de una lectura frenética e integral.

Adentro, en el bosque, lo imposible y lo posible configuran ese tapiz que la memoria crea y descubre, donde lo crudo fue el primer condumio a través de un desgarramiento o de un golpe acompañados del grito. Y no lo sabemos, pero lo sentimos, convivimos con los muertos. Son nuestra compañía y nuestros guías.

Al comienzo del libro aparece un personaje, una muchacha que acompaña a Salgado hasta el lugar del desastre ferroviario ocurrido en 1939 años antes del nacimiento del poeta. Es una muchacha de anteojos ahumados que se desdibuja, después que el poeta le abre la blusa.

Si hiciéramos conjeturas, yo diría que esa mujer es la poesía. Los anteojos ahumados el entresijo, el secreto del tránsito poético. La blusa que el poeta desprende, el camino hacia el corazón del poema.

Dice Salgado:

¿Hay alguna verdad en la muchacha que se acerca?
Aurora del deseo                   la que despide a los chamanes
y los arroja por el Universo
Son tantas las correcciones cuando la describo


Un poema no es definitivo en el alma del poeta. Es un rasgo genérico. En el transcurso de los años, ese poema sufrirá muchos cambios. Pero jamás alcanzará, aún en la última versión, su forma definitiva. La poesía es un constante hacerse a sí misma en el aliento de su creador.

Pero para nosotros sus lectores, los lectores del poeta Julio Salgado, Frías Catábasis, es una obra cerrada, cosida con las entretelas de los más amados desvelos, en las auroras que anuncian el despertar del  mundo de la poesía, cuando los sonidos se visten de colores y los colores agitan los sonidos del monte.



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