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Deniz
Josué Ramírez
Ediciones Sin Nombre,
México, 2015.

 
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No. 91 / Julio - Agosto 2016


Neblina

No hay retina que retenga en su punto amarillo
por lo que su alrededor es nulo.
Ese dedo que ahora ve,
lo ve y de inmediato desaparece.
Ve un montón de cosas y seres confusos:
yo entre esas cosas y seres.
Ése es el diagnóstico.
No es cuestión de lentes o lupa sino de celulitas y celulitas;
va quedando ciego el ojo como en medio de una niebla gris.
Ya no aprecia el espacio.
Se va olvidando rápidamente, o muy despacio el espacio.
No sabe ya en qué mundo vive,
porque el ferrocarril que era su existencia,
ya no es suyo,
dejó de pertenecerle porque no logra leer aquel pasaje,
este encabezado, la nota que al pie de página
fue fracción de un decir hace mucho tiempo, degustado.
Su historia acabó hace tiempo.
Ahora sólo le falta llegar a término.
Como está negado a ese placer que es la lectura,
su vida de lector, no dice nada, si no dice sí,
porque ya no hay nada qué decir-escribir.
Pero los días…
Sin embargo, a más de cinco que lo miran y lo vieron con desprecio,
que lo dan por muerto, les gusta pensar que sufre, amargo,
en el desprecio del ninguneo y, en el fondo, tienen razón, y lo envidian.

Y no. Y que bueno. De vida vive esta quietud.
Pero en realidad nada de esto le preocupa.
Sólo que tampoco importa, desde que ya no ve
sino unas manchas amarillas,
y como buen viejo le quedan recuerdos;
algunos aburridos; otros, interesantes, lo entretienen.

 

 

Noticia

Era del año la tarde anterior a la noche más larga de 2014,
entre cervezas y tequila, Diego Toledo y Salvador Quiroz
escuchaban del poeta ebrio los parabienes de la nueva vía,
la del cambio del cambio. Axel Arañó preparaba
la carne para las hamburguesas cuadradas, y Claudia
Rodríguez Borja una ensalada para mi paladar inédita:
pequeños tomates verdes picados con cilantro y queso cotija,
bañado con aceite de oliva y unas gotas de vinagre de manzana.
Mis hijos, Matías e Ireri, y Adriana ―hermana de Claudia―
rondando la conversación esperaban con paciencia la hora de comer
bajo el crepúsculo. En eso sonó mi cel., y leí al sesgo el nombre
de Fernando Fernández, quien después de saludarme y enterarse
de que estaba bien contento con mis hijos y los entrañables amigos
y preguntarme dónde estás, me dijo: «Juan Almela ha muerto,
hace una hora y media. Estoy con David Huerta. Lamento
darte esta mala noticia.» Lloré, le dije gracias, muchas gracias
por avisarme. Mañana vuelvo a la Ciudad de México
y le pregunté cómo murió don Juan: «Se quedó dormido; ya no despertó».
Le dije a Fer: «La vida le dio ese regalo: quedarse dormido».
Porque don Juan me dijo eso alguna vez, cuando hablamos de la muerte.
Hoy es el día más corto del año, el primer domingo sin Juan Almela,
el portentoso Gerardo Deniz, mi Delmar, y anoche
mirando las estrellas pensé que su poesía estará en muchas habitaciones,
brillando, después de que él se apagó muy lentamente. Recuerdo
cuando me dijo por primera vez Parasol, y era domingo.
Algunos lo leímos siendo jóvenes, y él era, como nosotros ahora,
un hombre con más de medio siglo, y sus versos los más jóvenes:
vibrantes, vigorosos. Recuerdo sus poemas muchas veces, cada rato.
Hoy, regresando del sepelio, le dije uno al taxista, quien mirándome
por el retrovisor sonreía, porque mi advertencia era muy cierta:
poemas frescos, de joven. Le recité aquél de Picos pardos donde
van los vigilantes de los grandes almacenes, realizando su rondín
y en la sección de camas se encuentran a una viejita con el corazón
de patito asustado. Y vi la ciudad por la ventana, las avenidas,
y supe que ya se ha ido Juan Almela, Gerardo Deniz, mi Delmar,
un hombre sin héroes, un hombre que supo de amarguras y regustos
exquisitos, un poeta de sintaxis intrincada; complejo y claro como pocos,
capaz de revolver culturas, lenguas y situaciones humanas con ironía
y contento, gustoso de ver en la composición bioquímica
el frenesí poético y la puntualidad de la música, con la que se nupció
tantas tardes de ron y charla. Adiós don Juan, hombre de cabello nevado,
amigo y maestro, querido y leído e insustituible poeta
que nos recordó que el tiempo no es un tema sino una experiencia
que verifica lo pasado. En mi mente lo vi de niño dibujando círculos
en bicicleta en Ginebra, Suiza, al tiempo que vi cómo su padre
detenía el coche para deja pasar a una gallina, y, más tarde,
lo vi en un laboratorio: puesta la bata blanca, detrás de los frascos
y los tubos de ensayo, como si fuesen los recipiente




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