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Deniz
Josué Ramírez
Ediciones Sin Nombre,
México, 2015.

Por Ingrid Valencia
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No. 91 / Julio 2016


Desviaciones microscópicas*


Lo que subyace en los versos son mezclas de resultado dañino:

la memoria de los hombres y sus horizontes trágicos
Josué Ramírez


Para mí, que la semana dura un día, me parece normal la existencia de lo simultáneo, me apego a esa disminución tajante de las fracciones de vida para inventar posibilidades. Tal es el caso de la escritura de poemas, que sucede aquí, allá y en medio del caos. Lo mismo es una luz que atraviesa el cristal de un microscopio que la explosión de mezclas semánticas en un cuarto de azotea. Digo azotea por no hablar del balcón porque un día Josué y yo parecíamos estar sobre todas las casas de la ciudad. El balcón era como cualquier otro, salvo por la advertencia del conteo sucesivo del tiempo que se acumulaba en otro sitio, no allí donde mutaban los prefijos y se aislaban las esdrújulas, sino en otro donde caían las horas, los minutos, como las gotas pausadas que dan forma a estalactitas y estalagmitas dentro de un húmedo topus uranus. Y es que el tiempo no importa demasiado.

Las conversaciones con amigos suelen organizar sociedades y fundar los principios de lo que sería una comunidad, de lo que sería, incluso, el lento parpadeo de la desaparición de nuestra existencia.

A la distancia y sin advertirlo, durante el diálogo se van construyendo figuras exógenas, mismas que entran en disputa por el espacio. No se sabe si estas representaciones serán desterradas, quemadas a fuego lento o trituradas con ayuda del agudo ruido de la desmemoria. Así, esta gran masa de enunciados y citas se irán diluyendo hasta abastecer la sed del ocio y traer un “acuérdate” con impaciencia.

Descubrí que si arriba es abajo y la derecha es también izquierda uno puede avanzar al lado contrario. ¿Cuál es ese lado contrario cuando se anulan los opuestos? Para mí, eso es la poesía: lo que se convierte en los pliegues de algo llamado patria, allí donde uno busca el origen de la broma, allí donde todo está equivocado.

Entonces a alguien se le ocurre decir que lo de afuera viene de adentro como esa humedad que se esparce por la piel hasta que se acaba y uno termina agrietándose como un mapa de islas perdidas hasta oxidarse y hundirse como el ancla de un barco que viaja hacia ninguna parte, es decir, hacia las falanges de Lucy entre la hierba milenaria donde las grietas de la piel también son las grietas de la tierra y las grietas de la casa son también las de una banca, la banca dañada por los trazos paralelos y sin interrupción que dan cabida a la continua mancha en el espejo, esa que nos devuelve temerosos al sudor de la parálisis y al vértigo.

Y qué hace uno cuando queda inmóvil sino mirarse detenidamente convertido en estatua para recibir las heces de los pájaros que copulan sobre nuestros hombros, como cierta lluvia que enjuaga los desaires de observar los puntos fijos, los traumas, los abandonos, las encrucijadas sin salida. Así cae la pérdida como una gran masa podrida que recorre todo el cuerpo hasta hallar su cauce en la alcantarilla, en los ríos, en los lagos, en los mares para de nuevo alzarse, ensuciar el horizonte y traer la carcajada. El deterioro alimenta a seres minúsculos, nos convertirnos en la máquina de residuos que abona la reproducción de lo ínfimo, como los círculos de una vida a la mitad de su camino, los infernales, los cómicos y devoradores de pasillos de macetas en fila, desprovistos de bondad y causantes de la dicha. No hay solemnidad que alcance al espectáculo que es sufrir indiferente al desastre que dejamos a nuestro paso. Habría que sospechar de las lágrimas, de los derrumbes.

Algo desaparece para reaparecer en otro lado.

Una noche, Deniz ya no despertó. Así un día dejaremos de nombrar las encrucijadas, la batalla, la inspección microscópica de los accidentes. Quedarán como en el libro de Josué los roces, las rayas en la banca, los surcos milimétricos del tacto y las representaciones cósmicas de los encuentros.


* Texto leído durante la presentación de Deniz.

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