No. 91 / Julio - Agosto 2016


Celajes y celosías: Pedro Poitevin, Perplejidades.
Cooperativa La Joplin,
México, 2014.


Salpicaderas 4
Pedro Serrano


Los celajes son las siluetas de nubes apenas esbozadas en el horizonte marino, y también las ventanas o claraboyas desde donde se las ve, y por extensión quizás y unión de ambos sentidos, los celajes presagios y deseos. Las celosías, a su vez, son los enrejados que se ponen en las ventanas y que permiten a la vez ver hacia fuera y ocultar a quien ve.

 
Los celajes son las siluetas de nubes apenas esbozadas en el horizonte marino, y también las ventanas o claraboyas desde donde se las ve, y por extensión quizás y unión de ambos sentidos, los celajes presagios y deseos. Las celosías, a su vez, son los enrejados que se ponen en las ventanas y que permiten a la vez ver hacia fuera y ocultar a quien ve. Las dos palabras que dan título a mi escrito, celajes y celosías, son las que rigen este libro: por un lado el espacio y la ventana abierta a su extensión, por el otro la retícula que la organiza y que protege su interioridad; allá las nubosidades que enmarcan el azul, adentro la ominosidad del presagio y la trama que lo contiene. Perplejo quiere decir, en sus orígenes, estar cubierto por una red (de ahí la palabra plexo, por ejemplo), y es esta disposición de profundidad y reticulado, me parece, lo que organiza la construcción poética de Perplejidades. En este ajustado libro, Pedro Poitevin va trenzando una red de líneas que parecerían pugnar por un sentido exacto, pero que terminan por dispersarse. Y ahí está su libertad. En el soneto XV de "Corona diurna" (la “Corona” es una serie de 15 sonetos que forman un solo dispositivo) Poitevin escribe: "En nada me equivoco. A mi rutina la sostiene un prisma pentagonal, un cíclico sofisma que me retrata mal y que conjura espectros de una mítica figura. Son siete caras y son quince aristas que voy armando con un par de pistas." Podríamos empezar por creer, a primera vista y engañados tanto por estas palabras como por los datos biográficos, que Poitevin hace los poemas como modelos para armar. Que su manera de trabajar es establecer, o solo establecer, puntos o aristas para desde ahí trazar las líneas que darán un área y luego un perímetro y finalmente un volumen a sus objetos.

Pero leer así, lineal, perimetral o voluminalmente es perdernos de algo elemental: que un poema, inevitablemente, incluso el más abstracto, está cargado de referencialidad, e incluso el más referencial, posee para sostenerse elementos abstractos, y que esta doble afirmación es abismal, o para decirlo en términos de la filosofía de la ciencia, que su separación es inconmensurable. Un poema es a la vez referencial y abstracto, pertenece a diversos universos, forma parte de opuestas intenciones de escrituración y es, finalmente, imposible de pescar. Un poema siempre está contradiciéndose, desafirmando lo que parece que sentenció, desdoblándose en este o aquel sentido. Un poema, un buen poema, es imposible de alfiletear en este o aquel tapiz, en esta o aquella ecuación. Es por eso, precisamente, que Potevin escribe poemas: porque en los poemas pasan cosas que no suceden en la lógica matemática, aunque en su caso, y a esto volveré más adelante, estén no relacionadas sino extrañamente derivadas.

Veamos por ejemplo un simple verso de este mismo poema que parece totalitario e inequívoco pero que en realidad está desestabilizándose a sí mismo continuamente, espolvoreando: "Todo es ficción. En nada me equivoco", había dicho Poitevin en el verso anterior a la cita anterior. Si nos fijamos, nos daremos cuenta de que, aparte del oxímoron léxico implícito entre la ficción y la negación del equívoco (pues si en nada me equivoco nada es ficción, y si todo es ficción, todo es también equívoco), la totalidad de las partículas elementales de este verso —puntuación, ritmo, preposiciones, primera persona— están desestabilizando la firmeza de cada una de ambas afirmaciones en particular, dejando incluso la mera posibilidad del oxímoron mal parado, metiendo en él una cantidad de resquicios por los que se cuela toda cantidad posible de vientos, abriendo el sentido de sus afirmaciones a muchísimas vistas. Incluso, puestos ya en los deslices de sus sentidos, “En nada me equivoco” puede leerse también como un “por nada”, es decir: “casi me equivoco”. Estos deslizamientos de las palabras hacia otros significados, que a Poitevin le vienen de Borges y a éste de Quevedo, van a aparecer de manera más marcada en otros poemas. “En esa luna especular la ofensa” que aparece en los poemas “Codicia” y “Soberbia”, sonetos 8 y 9 de la segunda corona de este libro, la palabra “especular, funciona en uno como verbo y en el otro como adjetivo.

Me he centrado en estos dos versos (“Todo es ficción. En nada me equivoco”), porque de algún modo dejan ver la rara estructura con la que está armado el libro, y también el aire, la luz, el paisaje, la oscuridad, la rutina y los desajustes que contiene: sus celajes y sus celosías. Me hacen pensar en el desastrado personaje de "Ash Wednesday" subiendo alterado y aterrorizado las escaleras de una torre redonda y viendo por una de sus ventanas hacia fuera, y también en el niño Coleridge maravillado ante unas escaleras de caracol que en una casa señorial suben en cristalizada arquitectura desde el suelo hacia arriba. Lo que pareciera querer ser una afirmación de suficiencia y pedantería y superioridad —que está a la vez contenida y dicha en el acomodo de sus palabras: “En nada me equivoco”, “Un prisma pentagonal”, “Son siete caras y son quince aristas”—, termina convirtiéndose en una declaración de humildad, de desatino, de entrega a las mañosas manos del lector.

Después de percibido este enfoque, podemos ver ahora cómo el sentido del inicio del poema queda mucho mas claro: “Y el largo anochecer de mis ficciones revela en el celaje del ocaso la realidad que un buen lector acaso iría adivinando poco a poco”. Un mal lector más bien, he de reconocer, pues ha sido necesario citar los versos en su continuidad a veces, sin respetar sus cesuras, o cortarlos y pegarlos, o leerlos de atrás para adelante. Todos sabemos que los poemas no son estructuras secuenciales sino dispositivos simultáneos, solo que para mostrarlo hay que hacer este tipo de operaciones. Gracias a eso puedo decir ahora que Perplejidades elabora un mundo dual, por un lado un mundo siempre distinto en que el poeta se abisma, pero también un mundo en el que “todos los días es lo mismo”. Mágico y aburrido a la vez. Pensemos que, en la  teoría de la información, (y supongo que el referente es intencional) la perplejidad indica la posibilidad de presencia o existencia de algo (lo estoy diciendo muy crudamente), en una matematización del reticulado. Lo que aquí se perpleja, digamos, es la vida misma, los acontecimientos que nos suceden, la planicie y la sorpresa que conllevan.

Me he centrado en uno de los poemas del libro que mejor muestran esta disposición, disposición en ambos sentidos quiero decir: por un lado la manera particular en la que Pedro los ha acomodado, el modo en que dispuso que se mostraran, pero también, y esto es muy importante, su entrega a manos del lector, las ganas del poema de contar y de estar. ¿Por qué digo esto? Porque los poemas de este libro tienen una manera de mostrarse, manera de producirse, manera de nacer y manera de organizarse peculiares. No todos son sonetos pero la mayoría lo son, en muchas disposiciones innovativas; y todos, excepto uno, encajan en formas métricas silábicamente estables. Quiero contar una anécdota que quizás sirva para entender la manera y el porqué de los sonetos en Pedro Poitevin. Hace tiempo me preguntó una periodista argentina, en una entrevista de radio, una de esas entrevistas en donde la virtud de la entrevistadora hace que uno piense con intensidad, por qué escribía sonetos. La conversación se había ido cargando, así que cuando caímos en esa pregunta yo estaba ya en el meollo de su respuesta, a pesar de que era algo que nunca me había preguntado. Estaba mentalmente sentado en el pupitrede la escuela en secundaria, marcando en la madera (vandalizando más bien) con una pluma una especie de carretera que recorría infatigable, y juntando una cosa con otra le contesté que el soneto era una manera de contenerme, de darme forma, de no desbordarme. El soneto, creo que le dije, me ayuda a encarrilar la rabia. No estoy diciendo, no se me vaya a malentender, que las razones de Poitevin son parecidas a las mías. El suyo no es un libro surgido del enojo sino más bien un libro profundamente triste, en muchos momentos, aunque también lleno de sentido del humor, de descubrimientos cotidianos, de perplejidades.

Lo que quiero decir es que la forma métrica del soneto, y las otras formas que ha ido encontrando, le ha permitido a Poitevin escribir lo que ha escrito, vivir lo que le ha pasado, recoger y repasar sus experiencias. Al final de su estupendo prólogo (creo que todos los libros deberían tener su prólogo, a la manera de Borges, o de los "atogakis" que se incluyen en la parte posterior de los libros de poemas japoneses), Pedro escribió el siguiente recorrido o itinerario: “Primero vinieron los palíndromos medidos, y luego, en el decurso de una liberación personal, paralela, llegaron los sonetos. Con un poco de suerte, pronto estaré escribiendo en verso libre”. Esto no es un programa de trabajo sino la observación de un fenómenode vida. Poitevin, en efecto, empezó haciendo palíndromos, de todo tipo y en muy variadas formas, como relata en el divertidísimo soneto narrativo, “Anédota”, en el que sucede el siguiente diálogo con un taxista: “¿Usted es escritor? —Pues más bien matemático. —¡Mejor! ¿De qué publica libros? ¿De ajedrez? —De frases al derecho y al revés. —Palíndromos”, deduce el culto taxista. Pero la deriva de esta experiencia de escritura lo ha ido llevando a otras playas, otros enredos, otras perplejidades, y este libro es su itinerario.

Mencionar el hecho de que Poitevin es matemático podría parecer un recurso fácil, o incluso no del todo significativo. No es el caso. Ser matemático está en el centro de la disposición de Poitevin hacia la poesía, de la disposición de sus poemas: “¿Qué hace un lógico matemático escribiendo un libro de poesía?” se preguntaba al inicio de su prólogo. Gracias a esta declaración retórica en forma de pregunta pude caer en cuenta de que Pedro se fue internando en los vericuetos del poema de una manera paulatina, cuidadosa, escrupulosa, dubitativa, progresiva, escalonada, hesitante. Primero midió, calculó, vio todo el plano que tenía enfrente y solo después soltó la cuerda y se echó a correr. Empezó haciendo palíndromos, que son acomodos bizantinos de las letras que viajan mágicamente en ambas direcciones, pero que son, por más ingenio que contengan, estructuras fijas. No les quito, aclaro, ni su magia ni su misterio, ni el extraño oficio de la mente que los compone, ni su oficio extraño en la mente de quien los lee. Simplemente, pienso, son lo mas cercano que, en el lenguaje, se puede manifestar algo parecido a las matemáticas—recordemos si no a los cabalistas.

Arriesgo entonces que los palíndromos son un tipo de estructuras lingüísticas en que los matemáticos se pueden sentir tranquilos. O todavía mejor: son unos bajeles de palabras en los que los matemáticos se pueden aventurar sin que la ansiedad los paralice. Si imaginamos la expedición vital de Pedro Poitevin como una incursión en el poema, creo que empezó con la forma más delimitada que existe—y delimitada no quiere decir que sea ni más limitada ni menos exigente. Su proceso de liberación, de expansión, de internamiento en esa expedición, que es en sí un proceso de escritura, lo llevó primero a las formas fijas, al soneto, con miles de experimentaciones (porque quien haya leído sus palíndromos se dará cuenta que también están llenos de juegos, de recovecos, de búsquedas, así que más que de progreso, habría que hablar de incursiones en mares distintos), a las décimas, a las villanelas, a las ya mencionadas coronas de sonetos. Y tal como le sucedió en los palíndromos, Potevin ha encontrado la manera de colar y de encajar su vida en estas nuevas formalizaciones. Es como si trabajara en constelaciones matemáticas, me imagino. Como si necesitara toda una órbita no de referencias sino de postulaciones, sino de conjeturas, para desde ahí despegar hacia el espacio abierto. Por eso la "celosía" del poema del que he hablado.

Otra de las delicadas maravillas que este libro ofrece es su carácter cotidiano, su paso por todos los días: poemas a sus hijos, rastreos de la mujer ajena, penalidades del soltero, desencuentros del casado, historias de la vida real en suma, como la ya mencionada del taxista que lo llevaba a la FIL de Guadalajara. Me recuerda de alguna manera el libro Building Stories del dibujante estadounidense Chris Ware. No me quiero internar, porque lo desconozco y además porque no me parecería discreto, en los meandros de su vida sentimental, pero los primeros poemas del libro, que narran una separación, pueden leerse también como la de un cambio de mentalidad: “un haz de fibras” que implica un no retorno —no por nada se llama la sección que los incluye “Primeros pasos”. Escribe Poitevin: “Pero en la geometría del momento palpita un haz de fibras que hilvanara la deriva sutil del pensamiento, y el análisis vence porque para todo épsilon exiguo en tu argumento, hay un delta que se abre y nos separa.” Si bien en poesía los primeros pasos son siempre los últimos, el cambio al que me refiero aquí es el de alguien acostumbrado a un pensamiento algorítmico —y los palíndromos tienen la apariencia de algoritmos, creo, aunque su condición mágica radica precisamente en que no lo son— que ha terminado por vaciarse en una red.

Pedro Poitevin, se preguntaba en su prólogo se dejaría ir en la caída libre del verso libre. No lo sé. Lo que sí sé es que su escritura, busque los meollos que busque y recorra los meandros que recorra, va por muy buen camino, en una mezcla de dispersamiento y exactitud, como la parábola del balón en el gol de su hijo en el siguiente poema titulado [Gol] “Olímpico” en donde la experiencia propia y la del hijo emparejan su trazo para explotar simultáneamente en escritura, recuerdo y hecho: “Pinceles al descubierto contorneando un  abanico, los tiros libres de Zico me dejaban boquiabierto. Tiro de esquina. Despierto de mi ensueño de ragazzo. Mi hijo es quien lanza un zarpazo que cruza el tiempo y lo curva. Soy uno más en la turbaque grita gol, gol, golazo.” Pero la pregunta que se hace no es ociosa. Regresando a ella, hay un par de páginas opuestas, tanto en su disposición en el libro como en su sentido, que por lo que ofrece permite vislumbrar una respuesta. En la página de la izquierda aparece un soneto titulado “Versos”, que termina diciendo que esos sus versos “Se declaran, sentidos, en secreto, eternos enemigos del soneto”. Es la única manera posible de escribir sonetos, me parece: a contracorriente, en contra de sí mismos. En la página opuesta viene un poema titulado “Poema”, y que tiene la peculiaridad de serel único del libro que no está escrito en una forma métrica fija: “No el apogeo de la pera a punto de desprenderse de la rama [sino] la arquitectura herida de la fruta que rueda por el suelo. No el poema poblado de eternidades, sino el que sabe a lo que sabe la vida de la muerte.” Es un poema que yo diría gravitacional, en el que el peso de los versos va dado por esa energía, una de las más leves del universo pero una de las que más nos afectan, la gravedad, que nos hace andar de pie y que también nos deposita en la muerte. Quizás el tanteo que Poitevin va haciendo trata de eso, de tocar esta vida a la que la muerte da peso, irregularidad, consistencia.