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No. 94 / Noviembre 2016


Comida y símbolo*


Por Amalia Lejavitzer


La cocina es un fenómeno cultural complejo porque implica dos dimensiones para su comprensión. La dimensión material que tiene que ver con la obtención del alimento y los modos de prepararlo, pero también con las prácticas de comensalidad y con lo que cada cultura considera adecuado para el consumo humano. Este último punto colinda con la dimensión de lo inmaterial, ya que el alimento se vuelve símbolo, pues la comida define la identidad cultural alimentaria de un determinado grupo humano: somos lo que comemos, expresaba Brilliat–Savarin.

Cada cultura, conforme a sus costumbres, sus hábitos, sus creencias, sus valores, su manera de concebir el mundo, y asimismo según su hábitat y su entorno natural, determina qué alimentos son buenos para comer, parafraseando el título de uno de los libros del antropólogo Marvin Harris. Así, mientras unos hombres comen carne de cerdo, otros la abominan; mientras algunos permiten el consumo de carne de vaca otros la prohíben. Hoy en día hay personas que aprecian las preparaciones con lengua de res, pero a esas mismas personas les repugna tan sólo pensar que los romanos de la antigüedad servían lenguas de flamencos o de ruiseñores en sus banquetes.

Desde un punto de vista biológico, son perfectamente comestibles un sinnúmero de alimentos que los seres humanos no comen. De hecho, la diversidad de prohibiciones explícitas o tácitas respecto al consumo de ciertos alimentos es enorme: caballo, mono, rata, insectos, peces (con o sin escamas), vísceras, perro, son productos que algunos pueblos aborrecen y otros, por el contrario, consideran verdaderos manjares.

Los tabúes alimentarios se sostienen por creencias religiosas, por preocupaciones filosóficas o simplemente por prevención sanitaria. Sin embargo, más allá de proteger, física y espiritualmente, a los miembros de la comunidad a quienes se prohíbe determinado alimento, la preceptiva sobre qué es permitido comer, y, por lo tanto, qué productos integran la dieta de cada cultura constituye un factor de identidad que distingue al grupo y que lo diferencia de lo otro.

En este sentido, la cocina romana de la antigüedad debe pensarse en el contexto alimentario de la dieta mediterránea, entendiendo el Mediterráneo como un mosaico cultural que se extiende al norte y al sur de ese mar, cuyo extremo son los países del Levante. Desde la antigüedad se ha considerado que los límites más ciertos de las culturas mediterráneas son los que demarcan los olivares, ya que el árbol del olivo requiere de un clima templado durante todo el año, y no se da en tierras que disten más de sesenta kilómetros del mar. De aquí que el jugo de las aceitunas, el aceite de oliva, sea uno de los ingredientes distintivos de las cocinas mediterráneas, y que junto con el trigo y el vino haya integrado, desde tiempos legendarios la llamada tríada de la alimentación mediterránea, plasmada de manera alegórica en diversos mitos, como el de las Enótropos, o las Viñadoras. Según cuenta Ovidio en sus Metamorfosis, cada una de las tres hermanas tenía el don de convertir en aceite, vino o trigo aquello que tocara, por eso sus nombres: Elaia (“aceite”), Eno (“vino”) y Spermo (“grano” y, por extensión, “trigo”).

En el panteón griego y en el romano, las divinidades protectoras, y hacedoras, de estos tres alimentos ocuparon un lugar de honor. Para dirimir qué deidad se haría con la posesión del Ática, se determinó que el triunfo sería para quien entregara el don más valioso a sus habitantes: triunfó Atenea, porque de la nada hizo brotar un árbol de olivo y enseñó a los atenienses cómo cultivarlo, de aquí que esta diosa sea llamada “la inventora del olivo”.

Por su parte, Dioniso (Baco para los latinos) trajo consigo la vid desde los confines de Asia Menor. A su paso por Atenas la obsequió al rey Icarios en agradecimiento de su hospitalidad, y le indicó cómo obtener de la uva una bebida, hasta entonces desconocida: el vino. Sin embargo, el descubrimiento causó a Icarios no sólo la ebriedad, sino la muerte, pues al dar a probar el vino, sin diluir, a sus ciudadanos, estos pensaron que habían sido envenenados a causa de los efectos de la embriaguez. En consecuencia, se debe a Dioniso el invento del vino y la enseñanza de beberlo mezclado con agua, es decir, el modo civilizado de beber.

Dice Marcel Detienne que la mezcla del vino implica un tipo de vida cultivada; en este sentido la vid se vuelve símbolo de civilización. No parece casualidad que, además del cultivo de viñas y olivares, y del consumo civilizado del vino en el simposio, Atenas haya legado a la humanidad la oratoria, la democracia, la filosofía y el teatro en sus expresiones más plenas. El Ática representa de manera emblemática la civilización y la cultura.

Eurípides en las Bacantes, hace decir a Tiresias, viejo sabio y adivino, que solo hay dos principios para los hombres: Dioniso, que descubrió el vino y lo ofreció a los mortales para olvidar los males y curar las penas, y Deméter, que nutre a los humanos con el alimento.

En efecto, Deméter, madre nutricia, otorga a los hombres el trigo y los demás cereales, protege el grano, luego su cosecha. Homero la llama diosa de hermosa cabellera, porque sus rubios cabellos trenzados emulan espigas mecidas al viento. Los romanos, por su parte, la nombraron Ceres, y esta divinidad no sólo confiere su nombre a los cereales, a los que dio origen, sino que además entrega los instrumentos para la labranza –el arado y la trilla– y para la molienda.

Otra vez aquí se encuentra representado el valor civilizador del trabajo del campo: “El hambre siempre acompaña al holgazán” sentencia Hesíodo en Los trabajos y los días. Vino, aceite y pan son metonimia del cultivo de la tierra, de las labores de labranza que hacen humano al homínido. En última instancia, vino, aceite y pan son símbolo de la civilización frente a la barbarie, al salvajismo, a lo otro. En este sentido son una alegoría de gran belleza los versos de la Odisea que narran cuando Ulises vence al Cíclope, embriagándolo con vino y clavándole una estaca ardiente de olivo en la frente. Homero describe a Polifemo como un monstruo que no se alimenta de pan, que come carnes crudas, incluso humanas, y que nada cultiva en sus tierras.

Más allá del elevado valor simbólico que adquirieron el aceite, el pan y el vino, la alimentación mediterránea es más que esta tríada. Es una alimentación basada fundamentalmente en vegetales y legumbres. Los romanos solían tener en el fondo de sus casas un huerto doméstico (hortus domesticus), donde cultivaban los productos básicos para su cocina: lechugas, acelgas, coles, rábanos, puerros, calabazas y hierbas de olor como ruda, menta o cilantro.

El principal aporte proteínico era obtenido del queso, hecho con leche de vaca, de oveja o de cabra. También el pescado ocupó un lugar prominente en la dieta mediterránea, que apreciaba su consumo y que no excluía casi ninguna especie: congrios, doradas, rombos, morenas, salmonetes, anguilas, atunes y sardinas fueron estimados por igual. De hecho, hoy conservamos apenas once versos de un extenso poema escrito por Arquéstrato de Siracusa, escritor y gastrónomo quien en sus versos hacía un recorrido por las costas de Grecia enumerando los más sabrosos ejemplares de peces y los lugares óptimos para su pesca.

Como postre o como colación, las frutas, frescas o en conservas, y los frutos secos también estuvieron presentes en el régimen mediterráneo. Esta dieta en verdad se trataba de una alimentación sobria y moderada, baja en grasas y, por ello, desde la antigüedad hasta nuestros días, ha sido tenida por paradigma de una alimentación saludable.

Una alimentación frugal, es decir, basada en los frutos obtenidos de la tierra representa una vida sencilla, en armonía con la naturaleza y libre de gula y excesos. De aquí que la dieta mediterránea se vuelve un espacio metafórico donde confluyen la dietética, recurso terapéutico para conservar la salud, y la cocina, símbolo de la cultura. Hay que recordar que, de los seres vivos, el hombre es la única especie que cocina.

La cocina se convierte en un microcosmos donde el cocinero actúa, al igual que el poeta de Huidobro, como un creador absoluto —“un pequeño Dios” —, que configura y transforma unas materias en otras. También alquimista y mago. El valor simbólico, e incluso ontológico, del alimento vinculado con la idea de creación, del mundo conocido, pero además de infinitos mundos posibles, y del hombre mismo, está presente desde antiguo: por ejemplo, en “el pan de vida” del cristianismo o en “el hombre de maíz” de la cosmogonía maya.

La actividad del cocinero vista como alegoría del quehacer del creador o del poeta también es antigua. Marco Valerio Marcial, escritor romano, comparaba sus libros de epigramas con una cena, rica y variada, que preparaba a sus invitados: sus lectores. En tiempos más recientes, Pablo Neruda reflexionaba sobre su oficio poético y su materia prima, las palabras, con esta hermosa alegoría culinaria: “las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas…” (Confieso que he vivido).

* Este fragmento forma parte del texto “Entre la frugalidad y el exceso: apuntes de cocina romana imperial”, de próxima edición en Cocina y literatura. Ensayos literarios sobre gastronomía y ensayos gastronómicos sobre literatura (LOM, Chile, 2017).