No. 97 / Marzo 2017


De la naturaleza de las cosas


Salpicaderas
Pedro Serrano


Alejandro Sandoval Ávila
El paso de las bestias y las aguas
Ediciones Sin Nombre
México, 2016, 104 pp.

No todos los libros de poemas tienen buenos títulos, pero cuando uno es bueno basta para entender o descifrar el libro al que alude. En el panorama de la poesía mexicana, para no alejarme demasiado, “El pobrecito señor X” de Ricardo Castillo, o “Peces de piel fugaz” de Coral Bracho, o “Fin de fiesta” de Francisco Segovia son títulos que se bastan a sí solos para explicar sus cometidos. Tal cosa sucede con El paso de las bestias y las aguas de Alejandro Sandoval Ávila.

Alejandro cuenta que los poemas que constituyen este libro surgieron casi de un mismo impulso, es decir que el libro se escribió en muy poco tiempo, siguiendo una necesidad que viene de la desolación, a partir de la muerte de su padre y de su madre. En este caso la anécdota es relevante porque permite ver en radiografía el contradictorio y simultáneo paso emocional que lo forzó: la falla inconmensurable de la que emana el amor, la falla en extensión de la vida en familia.

El libro abre, inmediatamente después de la dedicatoria “a la memoria de Ángeles y Víctor”, sus padres, con el siguiente epígrafe tomado de Alí Chumacero: “Ruega por mí y por mi impía estirpe”, y con ello nos lanza, dividido en cinco secciones, por tal delta familiar. Que un poema surja de la historia personal no quiere decir que dependa de ella, pero por otro lado, si bien es cierto que su fuerza o calidad se sostiene sólo en las palabras que lo forman, eso no obsta para que la sangre, el sudor o las lágrimas que lo produjeron sigan ahí, intactas, traducidas en palabras. Es en esta relación donde hay que hurgar, en ese frotar de la emoción con el lenguaje, no para explicarnos al autor, sino para ahondar en lo insondable que hace a un poema.

Voy a señalar algo relacionado con la prosodia y con la métrica, no porque quiera resaltar las indudables dotes versificadoras de su autor, sino porque la inconsciencia de su emanación apunta a su necesidad. “El paso de las bestias y las aguas” es un endecasílabo sostenido por una aliteración repetida de vocales “a” que lo alargan y aletargan. En ese sentido, recordando su originación, contiene el mismo material poético y es resultado del mismo impulso emocional que abunda en los poemas que recoje (además, para reafirmar tal conexión, en un libro dedicado a las estirpes familiares, si hay un sonido que inunde y pueble el nombre de su autor es precisamente la vocal “a”: Alejandro Sandoval Ávila).

Una de las iluminaciones de la literatura es el hecho inevitable de que, independientemente de sus autores, las lecturas que uno va haciendo se toquen. Leí El paso de las bestias y las aguas al mismo tiempo que Duskland, una de las primeras novelas de J. M. Coetzee (titulada en español por su traductor Javier Calvo Tierras de poniente), que narra el viaje de un aventurero en el siglo XVIII por una Sudáfrica todavía inexplorada por los europeos. El personaje ve cruzar desiertos, desfiladeros, montañas y ríos acompañado de un pequeño grupo de hotentotes domesticados, dos carromatos o vagones, y unas cuantas bestias de labor y mantenimiento. Entenderán que el título de Sandoval se impregnara de mi lectura de Coetzee, y que su novela apuntara mi lectura de estos poemas.

Quienes vivimos en una ciudad estamos ya poco acostumbrados a convivir con la naturaleza y la geografía. Sin embargo, como prueban los estudios de epigenética, muchas de nuestras experiencias como especie las seguimos llevando a flor de piel. Si nos remontamos unas cuantas generaciones, nos vamos a encontrar en el mismo mundo expuesto de Jacobus Coetzee, a merced y con necesidad de las bestias y de las aguas. Esta cercanía, de la cual apenas empezamos a separarnos, está más adentrada de lo que percibimos. Por eso nos quedamos extasiados cuando de repente, entre edificios y cables de luz, vemos cruzar una parvada. O cuando aparecen, monumentales y majestuosos, los dos grandes volcanes del Altiplano. Tenemos una relación con la naturaleza de la que no somos muy conscientes pero que cuando los vientos son propicios o la necesidad inescapable, se nos presenta con toda su fuerza.

Hay por supuesto aquí, con lo cargado del tema, una referencia directa a Jorge Manrique: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir”, en donde lo que somos se contempla como el fluir de unas aguas personalizadas corriendo hacia su disolución indiferenciada. Pero al añadir en paralelo la palabra “bestias”, los ríos de Manrique se animan y animalizan, se condensan en unas figuras separadas, y uno ve entonces avanzar a las bestias por esas aguas, ya no un río sino una marisma, la de la vida. Alejandro divide su libro en secciones que van de acuerdo a las personas del verbo: “María” y “El minotauro” como los personajes principales, los hijos como los testigos de una contienda dolorosa y a veces brutal.

El paso de las bestias y las aguas es un álbum familiar, una congregación en verso de un ambiente recorrido en esa compañía durante varios años, y cuya huella queda en sus actores para toda la vida. El título apunta hacia un espacio en que se confunden, pero no pierden su consistencia material separada, las bestias y las aguas. Poner en paralelo aguas y bestias es juntar en una imagen doble dos acciones y movimientos diferentes, el del fluir del agua y el del avanzar de las bestias. Todo esto, además, en un eje de coincidencia que une el pasar de unas y el pisar de las otras, con el sitio por el que pasan. Así, Alejandro Sandoval extiende su vida y la de sus familiares en un agua colectiva que avanza indiferenciada (en este sentido un yo colectivo), y a la vez unas bestias que, individualmente, cruzan esas aguas, a la vez que van por ellas. El Paso son estos poemas.