No. 99 / Mayo 2017


Parachoques

Un ferrocarril sobreterráneo

1. Migraciones


Pedro Serrano

Mientras el capital británico (que como casi todo capital de no servirle no es nacionalista) invertía su fortuna en tender las redes ferroviarias que cruzarían los Estados Unidos de este a oeste, otro ferrocarril subterráneo se fue urdiendo y hurgando de manera imperceptible, y recorriendo rutas muy distintas durante la primera mitad del siglo XIX. Este ferrocarril, cuyo nombre es una gran metáfora, fue un sistema ingeniado por las familias blancas antiesclavistas que se las idearon y penaron para establecerse estratégicamente a lo largo de los Estados Unidos y así poner en conexión una red de casas y caminos en las que los migrantes descansaban y se escondían y por los que avanzaban desde el sur esclavista hacia los estados del norte y hacia el Canadá.

Las familias de esclavos negros, como los refugiados en todo el mundo hoy en día, recorrían en la oscuridad, subrepticiamente, esas rutas apenas dibujadas, mal borradas, medio hechizas. Durante el día encontraban el refugio y la ayuda de esas familias blancas, libres sí, pero que dejaron sus casas y sus pueblos y se establecieron en lugares desconocidos y muchas veces inhóspitos por el simple afán de ayudarlos. La figuración trazada por este nombre inventado del ferrocarril subterráneo es a la vez mágica y precisa. Un ferrocarril subterráneo no se ve, pero sí que existe. La prueba es que muchas familias se subieron en él y en él viajaron. Podemos imaginarlas con sus atados de ropa y sus maletas rotas sentadas en las estaciones esperando su tren, o ya subidos en él, en compartimentos que por fin dan descanso, dejando que esa máquina de hierro los lleve hacia su salvación y dignidad. 

Si uno la lee literalmente, imagina un ferrocarril salido de un cuento de hadas, o de un Harry Potter avant la lettre, que desaparece durante el día y reaparece durante la noche. Es más, ahora que lo pienso, no dudo que este referente haya sido uno de los que le dio la idea, o la serie de ideas, a J.K. Rowling al escribir su libro. Las casas refugio de las novelas de Harry Potter son como esas casas, salidas de la nada, en las que los esclavos peregrinos y refugiados encontraban cobijo y calor de hogar. No las volverían a ver, pero esas familias arriesgaban también su vida para ayudarlos.

Este ferrocarril subterráneo, como el de Harry Potter rumbo a Hogwartz, no puede ser visto por quienes no están en el ajo. Durante el día todo vestigio desaparecía, y en su lugar quedaban la realidad pura y dura que veríamos todos, con sus espacios desconectados de campo abierto, manchados aquí y allá por una casa o un conjunto de casas cuya razón de ser quizás intrigó a más de uno. Mientras, los esclavos dormían en las casas de esa gente de bien, en el mejor sentido de la palabra pero por la noche el ferrocarril subterráneo se echaba a andar. De esa manera muchísimos esclavos lograron escapar a las leguleyas garras de sus dueños y encontraron la libertad en tierras menos opresoras.

Entre 1940 y 1941 el pintor afroamericano Jacob Lawrence creó una serie de 60 cuadros en témpera titulada The Migration Series (La serie de la migración) en la que retrata la migración de miles de afroamericanos que viajaron, ya en el siglo XX, desde el sur hacia los estados de los norte de los Estados Unidos. La serie, por supuesto, no habla de aquel ferrocarril subterráneo sino de la migración que escaba de las injustas Leyes de Jim Crow, con las que de 1876 a 1965 los blancos, principalmente del sur pero no solamente, volvieron a someter y a segregar a la población negra. Y aunque no retrata los años anteriores, quien la vea se va a cercar un poco más a su realidad. Los cuadros numerados en par se encuentran en el Museo de Arte Moderno de Nueva York y la otra mitad (los de números nones) está en la Phillips Collection de Washington. Una pequeña charla sobre esta serie se puede ver en inglés, pero creo que también en español, en https://www.khanacademy.org/humanities/ap-art-history/later-europe-and-americas/modernity-ap/v/lawrence-migration-long.

Para quien quiera adentrarse en la complicada historia de esa época, y de su trazo social hasta nuestros días, Gilead, de la novelista y filósofa Marilynne Robinson, muestra con sutileza y de manera aguda ese difícil trazo de la vida social de los Estados Unidos a través del esfuerzo y contradicciones de ese puñado de familias blancas.

En Gilead, el abuelo del protagonista, ministro calvinista de una pequeña congregación en Iowa, había sido un furibundo abolicionista que peleó en la Guerra Civil. Por su pueblo y su iglesia pasaron esas familias en los años del Ferrocarril Subterráneo. Después se perdieron, para su horror, todos sus vestigios. Leer la trilogía de novelas que Robinson ha dedicado a este pueblo (En casa y Lila son los otros dos títulos de la trilogía, publicados todos por Galaxia Gutemberg en traducción de Vicente Campos González esta última y de Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté las dos primeras) es aprender mucho, de manera oblicua y certera, de la realidad de ese país.

La imagen del ferrocarril subterráneo es una de las metáforas más hermosas que conozco para contar un hecho real. La invención de tal término peculiar fue una manera de acercar a un nombre una realidad que existía y no existía. Tomado de las cosas que entonces sucedían, sirvió para iluminar, de manera hermética y eufemística, una realidad distinta que también estaba sucediendo.

El ferrocarril, que en el siglo XIX movió a muchísima gente que antes no había tenido oportunidad de ir más allá de cinco kilómetros a la redonda de donde vivían, se convirtió al volverse subterráneo e imaginario en metáfora de sobrevivencia. El motivo y la necesidad del viaje, el viaje como salvación y nueva vida, encontraría su vía para nombrar esa obra de caridad y obra de salvación que la humanidad se dio entonces a si misma, de manos de los que podían, a manos de quienes lo necesitaban.

En estos momentos en que la realidad del mundo se parece mucho a ese momento, en el sentido de que se llena de barreras, de Hungría a México y de Haití a Palestina, que por todos lados impide el libre tránsito de los necesitados, la imagen del ferrocarril subterráneo me ha venido de manera recurrente a la mente cuando pienso y cuando hablo de la traducción de poesía. Ante las barreras reales que se están levantando, he empezado a pensar en la traducción de poesía como un ferrocarril sobreterráneo.

Y así como las poderosas líneas de vías de trenes, con sus estaciones monumentales y sus estaciones de paso, sirvió para dar nombre oculto a ese camino secreto de mujeres y hombres, esa vía oscura de salvación del alma humana me ha hecho pensar en la traducción con otra vía de ferrocarril, esta no subterránea sino más bien levitante que nos lleva de un lugar a otro, de una lengua a otra, de una realidad y una cultura a otras, sin tener que parar en aduanas —aunque pagando, eso sí, derechos de paso, pues de algo tienen que vivir las almas caritativas que son esas casas refugio de los traductores y traductoras.

A quienes terminan por beneficiar, aquí y en cualquier lugar, esas referencias nacionalistas es precisamente a esos capitales, los menos interesados en preservar en sus países el medio ambiente, en cuidar a sus conciudadanos y mantener sus tradiciones vivas. Sin embargo, son los primeros que se enredan estentóreamente en las banderas del nacionalismo, en Estados Unidos, en Hungría, en Inglaterra o en México, para aislarnos de los demás. Contra esas acciones e intenciones, la traducción es una manera efectiva, figurativa y real a la vez, de seguirnos tocando, de seguir estando en contacto, de seguir necesitándonos unas a las otras. Leer traducciones de poesía nos hace circular y ser unos con otros, pues los poemas pertenecen anfibiamente a ambas literaturas, a ambas culturas, a ambas realidades. Son a la vez hechos en su lengua y hechos de donde se leen, Leyendo traducciones nos hacemos, a nosotros también, viajeros y maquinistas de ese ferrocarril sobreterráno que nos reivindica como especie y como individuos.