No. 102 / Septiembre 2017




A Manuel Andrade


Pedro Serrano

Hace unas pocas noches murió mi amigo Manuel Andrade. Escribirlo es entrar en el desconcierto. A él le gustaba ese reto, de las palabras, de su desconcierto. Leo esta tarde, y transcribo no sé por qué necesidad, las siguientes palabras de los Escritos póstumos de Franz Kafka: “soy un hombre sin ningún sentido de la orientación y voy a Praga como a una ciudad desconocida. Quiero escribirte, pero no sé tu dirección, te la pido, tú me la das, yo apercibo esto y ya no necesito preguntártelo nunca más, tu dirección es para mí algo antiguo, así apercibimos la ciencia. Pero si quiero visitarte, tendré que preguntar una y otra vez en cada esquina y en cada cruce, nunca podré prescindir de los transeúntes, y una apercepción es en este caso imposible. Claro que es posible que me canse y entre en un café situado en el camino para descansar un rato, y también es posible que renuncie a la visita, pero el caso es que aún sigo sin apercibir. ‘Así se explica naturalmente…’, esto no debe asombrar, pues desde un principio todo es obligado anticipadamente a aferrarse a la apercepción como a una barandilla. ‘A partir de la misma teoría se explica…’, esto es una pequeña muestra de habilidad. Tras esta frase viene, hasta donde puedo ver, su única demostración, que tú has tenido que conocer primero y no como conclusión. ‘Uno se protege instintivamente…’, la frase es un traidor…”. Leo lo que escribió Kafka en 1906 y estoy con Manuel, como si la brizna del sentido nos alcanzara a ambos. De la misma manera, busco, o recurro a la imagen de una acuarela que vi hace unos meses de Paul Nash, The Wanderer, en la que una sombra se interna en un bosque después de recorrer un prado extendido. La figura ha escarpado antes una elevación, a pie de cuadro, pero esa difícil acción está en el pasado. Como si ya no se pudiera, dijera Kafka, apercibir lo que ahora es inusitado. Como si en el cuadro, más impresión que narración, se entrara en un mensaje que toca el desconcierto con que inicio este escrito y que se extiende en la desorientación de la experiencia: del personaje que cruza el cuadro de Nash, del personaje que se desorienta en la reflexión de Kafka. Manuel Andrade se interna ahora en un bosque que es suyo propio, en su propia Praga, y nos guía con él sin barandilla, y también afuera esperando, aferrados en ambos casos a sus palabras, a nuestro desconcierto.


Manuel Andrade
Honores a la bandera

Si te contara de esa extraña noche,
no lo ibas a creer; pero ahí está Roberto,
que fue el instigador, que te lo cuente…
Nos fuimos caminando hasta la casa,
por Calzada de Tlalpan,
desde aquel Cine Roble de Reforma y París,
donde ponían la muestra,
después de ver, en última función,
una cinta de Bergman, no me acuerdo
si Sonata de otoño, mas digamos
que Sonata de otoño…
Al salir, entre rostros incontables,
nos formamos,
sin saber ni querer, en una fila
que se arremolinaba para ver,
entre las muchas personalidades
que salían desde el área reservada,
por primera vez y última a la diva.
Aunque no venía al caso en esa sala,
la Doña sonreía, altiva, envuelta
en el gran halo de su propio mito,
y aunque anciana,
era muy guapa de pura autoestima:
muy su suéter morado de cuello de tortuga,
muy su abrigo de piel y pantalones blancos;
se dejaba admirar por la tacaña chusma
que, sorprendida ante su majestad,
no era capaz siquiera de interrumpir su paso
para pedirle autógrafos. La Doña,
a finales de los años setenta,
caminaba como reina sonámbula
en las cenizas de la época de oro
del cine nacional,
y estaba más en su papel que nunca…
La miré a esta distancia,
y como los demás, quedé asombrado
con su rostro perfecto,
porque era más hermoso
y mucho más brillante que en las cintas:
hecho todo de luz, como una estrella…
Y su rostro magnífico,
al contrastar con sus infortunados
recuerdos de montones de películas,
iluminó rocoso y decadente
el humo de Paseo de la Reforma,
cuando salimos felices, sabiendo
que no traíamos lana para un taxi,
y que ya no había metro…
Porque también sabíamos que no nos importaba,
que después de ese duelo inexistente,
inventado y casual, sostenido por la Ullman,
la Bergman y la Doña, podíamos caminar y platicar
toda una larga noche, hasta la casa
como quien da una vuelta por las ruinas…
Ahora ya no recuerdo qué pasaba después.
Y no fue un sueño,
mas me percato de que voy juntando
dos noches distintas: la del cine,
con esa inopinada aparición, graciosa, de la Doña,
y otra en el Gran Bar León,
que fue más bien de copas.
Y cuando te lo digo
me saltan ya también a la memoria
escenas de otras noches,
en especial de aquella en la que fuimos
a otro afamado centro cultural
que se llamaba el King Kong: una fichera
le aplicó el dos de bastos a Roberto,
y nos dejó sin un mugroso peso...
Pero da igual. Yo sé que caminamos
por esa noche azul y otra cualquiera,
primero por Reforma, y después
por Avenida Juárez, por Donceles,
hasta llegar, lo que se dice, al centro
del país, al mero Zócalo,
en donde a nuestro buen amigo Angustias
–como lo bautizaron en la prepa–
se le ocurrió que habríamos de orinar…
Veo su mirada pícara incitándome
a hacer la travesura, oigo su típico
¡Ándale, Compadre!, y todavía me río,
y no atino a negarme... Alucina la escena:
era un amanecer arrebolado,
y aunque no había bandera, ciertamente,
estábamos completamente solos,
en esa inmensidad de la explanada,
mirando al sur, y meando tan a gusto
en el asta bandera. No imaginas
con qué satisfacción: era ese mismo júbilo
con el que platicábamos de cosas imposibles;
pero a la vez era un júbilo nuevo:
el de dos teporochos posando para la fotografía
y la posteridad, suponiendo que si alguien, muchos años
después, pedía nuestra opinión sobre la patria,
podríamos regresar a ese curioso amanecer
y recordarnos encantados con nuestra juventud,
con nuestra larga, absurda caminata,
con Bergman y la Doña… En eso, oímos
acelerados pasos de soldados
que salían de Palacio: echamos a correr
sin haber terminado de orinar, y no paramos
ni volteamos atrás, aunque cuando salimos de la plaza
ya no escuchamos nada…
Al fin nos detuvimos, pálidos y mareados de tanto aire,
y nuestras carcajadas duraron desde entonces
hasta hoy que te lo cuento: los mejores
honores que rendimos jamás a la bandera,
aunque no hubo bandera ni nosotros
fuimos capaces de rendirle honores…


Este poema pertenece al libro Partes de vida de Manuel Andrade, y fue incluido en 359 Delicados (con Filtro), una antología de la poesía actual en México que hicimos Carlos López Beltrán y yo.

* Este texto se ilustra con una imagen de The Wanderer de Paul Nash, tomada del sitio de The British Museum y se utiliza bajo una licencia Creative Commons.