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portada-imperio-100.jpgImperio
Rocío Cerón,
Ediciones Monte Carmelo, Comalcalco, 2008

 



 

Por Raúl Zurita
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Un trazo sobre el Imperio

Son los restos de una batalla, el registro de la muerte y del intento de las palabras por registrar los últimos bordes de lo que ya está para siempre fuera del lenguaje. Me ha parecido que Imperio de Rocío Cerón levanta una de esas muestras extremas que hacen del poema un sitio, una patria, donde se reúnen todos aquellos fragmentos dispersos, sílabas, restos que deja el huracán de una violencia inextirpable. Se trata de una violencia física, concreta, de guerras efectivamente libradas en innumerables escenarios y lugares, que hace que cada letra de este libro se abra como una perforación, como una herida, más conmovedora aún porque en la superficie del papel sólo se ven las perforaciones de las letras, no la sangre de los cuerpos. Pero al mismo tiempo, Imperio traza otro itinerario; una geografía que es la de la sobrevivencia, allí donde todo está a punto de ser definitivamente borrado, cancelado, y donde a los poemas les competerá cargar con aquel cúmulo casi impronunciable de catástrofes, de cercenamientos y muertes, que sumadas una a una nos muestran los tejidos sobre los que se escribe la existencia. Somos nosotros entonces, sus lectores, quienes al leer recorremos sus desolladas líneas otorgándoles su patria definitiva, su habitar, y estas palabras no quieren decir sino eso. Nosotros debemos aliviarles en parte su dolor y tumefacción, sanarlas un poco para que ellas vivan. Porque lo real es que somos parte de ese arrasamiento general que constituye sin más el hecho humano, el acto de estar vivos, y leer no es sino una metáfora de ese hecho irremediable. Me ha parecido que ese es el horizonte final sobre el cual se tiende la poesía de Rocío Cerón.

Es el lector entonces quien hará que los registros de estos poemas efectivamente existan, sorteen los deslindes de su batalla definitiva y nos muestren las infinidades de sucesos, de datos casi inaudibles de acontecimientos y situaciones que estuvieron a punto de no alcanzar a ser dichos, pero que sumados terminan conformando el hecho abrupto de la vida y de nuestros rostros en medio de ella. El costo también es mayor, el lector sabrá que los poemas han sobrevivido porque le tocó a él cargar con el silencio que ellos sobrellevaban. El que lee carga con la muerte de esas palabras y recorre en cada letra su propia muerte para que el poema viva y, junto con él, los sonidos, los cúmulos y osamentas con que diariamente la poesía y la vida se levantan frente al mar del silencio. Rocío Cerón nos muestra una de las caras más desnudas de esa lucha inmemorial con que las cosas se enfrentan a su dispersión y ocultamiento, lucha que no es sino la gigantesca metáfora de la batalla que infinidades de seres humanos libran sobre la faz de la tierra para convertirse en seres humanos y para continuar siéndolo. Es la lucha de las palabras contra su agonía, de los significados contra la no significación, del arcaico lenguaje de la poesía contra el lenguaje victorioso de la publicidad.

Es, creo, lo que refleja la secuencia de cinco partes en que está estructurado el libro. Ellas nos van presentando en un lenguaje oracular, arrasado de presentimientos, el entramado de una angustia extrema cuyo único alivio es con todo el hecho de nombrar, de escribir finalmente el poema, de alcanzar a decir los nombres. Esos nombres representan sitios concretos y a la vez hechos íntimos, referencias cruzadas por múltiples acepciones. Así “Buan” que es el título de la primera parte, significa en inglés antiguo y también en alto alemán, construir, morar (véase el ensayo de Heidegger “Construir, habitar, pensar”), pero es también el nombre de una isla en Corea del Sur que libró una lucha victoriosa contra la construcción de un vertedero nuclear. En la segunda parte llamada “Mirador” se mencionan unas coordenadas que corresponden exactamente a la de los acantilados blancos de Rosh Hanikrá en Israel, al norte, frontera con Líbano, también conocida como "ladera del cansancio", y que además es el lugar por donde entraron las huestes de Alejandro Magno a Israel. El nombre de la tercera parte, “Jabalya Mon Amour”, refiere tanto el nombre de una ciudad en la Franja de Gaza, Jabalya, que tiene un campo de refugiados que ha sido atacado en numerosas ocasiones por Israel, como el film de Alain Resnais y los diálogos de Marguerite Duras en Hiroshima Mon Amour.

Imperio nos evidencia así una suerte de arrasamiento, una herida de la cual ninguna esfera de lo real escapa; sitios, lugares geográficos, la humanidad entera si se quiere, pero también una familia o un solo ser humano. Es el campo de todas las significaciones erosionadas por la violencia, pero también de una única palabra que lucha por sostener su significado: la palabra “nombre”, la palabra “habitar”, la palabra “amour”. El poema continúa con “Signos” donde las referencias se hacen explícitas, tumefactas: la belleza, los cuerpos, el nombre de un arma (Browning HP-35), el hermano muerto por un francotirador, el padre, la madre, en un gran oratorio donde comprendemos que todas las guerras del mundo son una sola guerra, o, como Cerón lo expone admirablemente: “un cuerpo son cien cuerpos / cien cuerpos son un cuerpo”. Ya en el final, la remarcable parte V, “Vistas de un paisaje”, muestra una sucesión de tiempos en cada uno de los cuales se va viendo el espectáculo de los últimos restos, o mejor dicho, de las últimas palabras: una ciudad de la que sólo quedan los rastros cronometrados del poema que la nombra, de una casa “habitada por huestes que nada esperan”.

Pero esos nombres concretos son también un no lugar, un punto ciego donde fatal e irremediablemente los presagios se irán cumpliendo. Como decía, será en rigor el que lee quien deberá llenar los espacios en blanco que median entre poema y poema, entre sección y sección, entre palabra y palabra. Antes de su propio fin, el poema de Cerón nos levantará la serie de unos cuantos instantes, de unos últimos paisajes en una sucesión que es desgarradora precisamente porque su final, su término definitivo, no es otro que el nuestro. Es el Nombre que cierra el libro:

(…) Estoy sentado frente una ausencia (cuerpo / saliva / osamenta) que lleva promesa de estaciones. Su mirada son todas las palabras  /  pabellón del grito /   que escriben, día a día, la historia de un Nombre. 

Nos damos cuenta entonces que desde el epígrafe de Virgilio, ese notable “somos arrastrados por los presagios”, hasta la palabra que cierra el Imperio, lo que Rocío Cerón ha levantado son las señales de ruta de un gran destierro. En el recorrido cifrado del poema hemos sido los testigos de una batalla que, como toda batalla, no tendrá vencedores ni vencidos, sino sólo vencidos y muertos. Sabemos además de unos sucesos: de la muerte de un hermano, del fin del padre, de una ciudad que “arde en fuga” porque “Nada asigna al sacrificio un lugar en la memoria”, pero sabemos también que todos estos datos no son sino la cara visible del derrumbe de nuestras propias palabras, de nuestros propios nombres, de lo que esgrimimos precariamente como una identidad y que signa la agonía de las lenguas que caracteriza más que nada el tiempo en que nos toco vivir. He sentido que es esa agonía el gran subtexto sobre el cual se tiende Imperio y que, en última instancia, de lo que están hablando los poemas oraculares de este libro, sus frases a menudo polivalentes, la oscuridad de sus presagios, es de un desalojo: el desalojo irremediable del lenguaje por la muerte.

Pero es por eso que se puede afirmar que “las palabras pesan más que el mundo”. Rocío Cerón nos enfrenta así a la paradoja de tener que experimentar simultáneamente un doble desgarro: leo porque no soy yo el que habla, y al mismo tiempo la afirmación contraria: leo porque no puedo sino ser yo el que habla. El lenguaje oracular de amplios fragmentos del poema nos convierte en los intérpretes y sabemos hace mucho que el problema nunca ha residido en los oráculos, sino en sus lectores, es decir, en nosotros. Exegetas entonces del oráculo de nosotros mismos, recorremos las cinco partes del  Imperio para cerciorarnos que los datos son exactos, que se nombra un padre, que se nombra una madre, que hay un hermano, que hay unas latitudes, un nombre: “Jabalya”, para comprobar que en la conmocionada naturaleza de la escritura de Cerón, una de sus condiciones más descuartizantes, radica en que la exactitud de su datos es siempre una exactitud en la que estamos concernidos: somos esas ciudades, somos nosotros esos acantilados.

La empresa entonces de la poesía de Rocío Cerón es la de repatriar, y desde una antigüedad indiscernible, los restos, como diría Dante, de la muerta poesía. El poeta se yergue así como el portador de las claves de un sistema de anotaciones que se ha perdido y su soledad no es otra que el costo de seguir practicando la exactitud de la contradicción, de la paradoja y de lo multivalente. Posiblemente, dentro de las provincias del castellano, la poesía mexicana es la que más fuertemente ha persistido en esa suerte de polisemia de significados y la que, a partir del ineludible Octavio Paz, más fuertemente ha marcado la noción del lenguaje como patria. En ese sentido este poema es profundamente un poema mexicano, o mejor dicho, un poema que debe ser también entendido bajo la idea de la patria como lengua y del poeta como el primer desterrado de esa patria. Quiero decir que Imperio es también el poema del desalojo de esa lengua, un poema del destierro de las palabras y de su fin.

Decía al comienzo que este poema era el registro de una de las luchas más desesperadas por nombrar desde este lado de las palabras, de las palabras que agonizan, aquello que por definición es lo que está desde siempre fuera del lenguaje: la muerte. Tanto en Muerte sin fin de Gorostiza, como en Réquiem del chileno Humberto Díaz Casanueva, por citar sólo dos ejemplos extraordinarios, el tema de la muerte excede sus representaciones tradicionales para instalarse en el corazón mismo de las palabras que nombran esa muerte. Esa es también una de las grandes particularidades de la poesía que en los últimos años ha venido escribiendo Rocío Cerón y ella pertenece, al menos en ese sentido, a la gran tradición de la poesía metafísica. Pero a diferencia de tanta escritura insufrible que se ampara en la oscuridad para apelar a profundidades que no están en ninguna parte, la profundidad de la poesía de Cerón es radical porque nos encontramos siempre con una superficie, o lo que es lo mismo, que sean cuales sean los lugares del Imperio, ellos nos remiten a la extensa y herida superficie de México, de sus millones y millones de habitantes, de sus a menudo desgarradores conflictos, de su a veces incomprensible violencia, pero también, y aquí hablo como un latinoamericano, de las más grandes y concretas esperanzas. Imperio es un vasto poema mexicano, un deslumbrante y desgarrador poema mexicano, que nos enseña una forma de morir, que nos pone a nosotros, los lectores, en el centro de esa muerte, pero que por eso mismo nos muestra también los trazados siempre ambiguos, dolorosos y heroicos a la vez, de nuestras vidas alzadas por un instante frente al mar final de lo irremediable, de lo insalvable, de lo que ya no tendrá palabras.

 


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