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Carlos Ernesto García
(Santa Tecla, El Salvador, 1960)


Yo no tengo casa

La mitad de lo que amaba ya no está conmigo
Unos (casi todos) se han quedado
Otros simplemente partieron

Mi hermano urgentemente me escribe de México:
La casa se derrumba
hay que venderla
y pienso:
¿es que aún tenemos casa?

Mi padre se quedó sin comprarse aquella camisa
o aquel pantalón que tanto le gustaba
sin ir al cine los domingos
sin viajar al país con el que tanto soñó
y se conformó con visitar un parque
en donde mirarle el rostro al caballo
y al general que lo montaba en una estatua
Todo por comprarnos una casa
Una pequeña y modesta casa donde vivir
y a la que hoy solamente se le ocurre derrumbarse

Por mí
que se derrumbe si quiere
Si la mitad de lo que amaba ya no está conmigo
si los niños no se amelcochan frente a la ventana
y si a mi hermana se le quebró la sonrisa frente al espejo
aquella terrible noche de junio
antes de la tormenta y el canto del gallo
si el llanto metálico de un niño
no me provoca una tremenda ternura
que haga nacer una canción de amor entre mis manos
por mí que se derrumbe;
y que vuelvan a construir un día si quieren
pero será sobre cenizas

Mi voz
no vibrará más en sus paredes
Tus cartas de amor Mariana
no llegarán con su olor a perfume hasta mis manos
Al caer la Navidad estaré siempre lejos
y solitarias habitaciones poblarán la casa
que según cuenta mi hermano en su carta:
ya perdió sus primeros cristales

Está bien
que se derrumbe si quiere
si es así
olvidarla será mi venganza
porque yo hace tiempo
mucho tiempo
          que no tengo casa.




Boulevard del ejército

Arrastran sus cuerpos por el pavimento.
Intentan que alguien abra la puerta
pero nadie hace nada.
El conductor del autobús
con la mirada fija y perdida
es un sujeto indiferente.
El resto de pasajeros
sólo curiosean por las ventanillas
haciendo tímidos comentarios en voz baja.
Como queriendo decir:
Es un cálido día manchado de sangre.

El tráfico avanza lentamente
esperando que los cuerpos zigzagueantes
se retiren del camino
hasta colocarse moribundos en la acera.
Algunas mujeres lloran
imaginando quizá a sus hijos o maridos.
Los más pequeños
no pueden evitar imitarlas
y también lloran.
La confusión es enorme
Son muchos los cuerpos que ruedan
y se mueven a duras penas
producto de las heridas.

A lo lejos resuenan pequeñas detonaciones.
El tránsito recupera poco a poco
su monótona normalidad.

A los costados
entre los arriates verdes
se ven banderas rojas
colgadas de las ramas
o sujetas a las vallas metálicas
de una fábrica de zapatos.
Detrás de un barril oxidado
un niño que se esconde
me mira fijamente.
Sus ojos me persiguen
atravesando el cristal de mi ventana
Preguntando qué haré ahora
que lo he visto todo.

Pasados los años
lo encontré con su voz muda entre la multitud
por la calle Corrientes o cerca del Notre Dame
oculto tras los marsupiales en Melbourne
vagando descalzo por Chongqing
a media noche y sin rumbo fijo.
Y continúo petrificado sin el valor suficiente
de gritar al chófer del autobús que abra la puerta
para que aquel niño pueda subir y se salve.

 



 


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