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José Carlos Llop
(Palma de Mallorca, España, 1956)

 

La playa de las mujeres

Algunas mujeres se desnudan frente al mar
si no conocen a nadie y nadie las conoce.
Se trata del sol y el mar, aunque es cierto
que también se saben observadas,
y se establece un juego, una complicidad
pasiva que no sería la misma
de sentirse conocidas. Aquí el agua
es un símbolo del eterno femenino
y un refugio de sus paradojas.
Las mujeres se entregan a quien no conocen
y luego regresan tranquilamente a sus casas.
El lenguaje de su deseo es éste
y está bordado en la cenefa de los manteles:
el amor del hombre de paso, del viajero
a punto de marcharse. Y el adiós
sin compromiso. Así se repite el ciclo
de civilización y naturaleza. Ellas
tienen los útiles –vasija, telar o azada–
y saben cuidar la tierra y extraer sus frutos.
Ellas fundan como se ponen un vestido.
Ellos sólo poseen la oscura lengua del cazador
y sus viejas tretas; las mujeres prescinden
de eso y los aman con ojos húmedos
mientras celebran el alfabeto de los cuerpos
como quien desvía el curso del riego
en las acequias del huerto.
Sin que el viajero, el hombre de paso,
el nómada, pueda entender nada,
salvo saberse un instrumento más,
como la vasija, el telar o la azada.
Un instrumento de su magia, que es la vida,
a la que ellas, de repente, se regalan.
Y luego regresan tranquilamente a sus casas.
Donde los amigos, los padres, los maridos.
Los estables.




EL OJO DE DIOS es un satélite que enfoca sus cámaras
sobre uno de los abalorios que flotan
en la casa negra del espacio. Ese abalorio
es de colores: azul magenta, blanco de nieve,
verde boscoso y distintas tierras.
El ojo de Dios no lo ha elegido al azar, pero sí
con cierto cansancio, de tanto contemplarlo.
Pues ese abalorio es el mundo y en él todo es viejo:
el sufrimiento y el goce y también los días grises,
que se protegen de ambos extremos. Aún así
el ojo de Dios sigue maravillándose de lo que ve:
una manada de renos atrapada en el hielo,
el aleteo del colibrí en la jungla inundada,
un insecto de oro sobre los líquenes de ámbar,
el vuelo de un martín-pescador contra el agua.
Pero cuando la visión adopta una nueva lente
los colores se rompen como en un microscopio fractal
y el ojo ve a un hombre que muere solo y a una mujer
que ha perdido la memoria y llama por teléfono
sin saber a dónde llama; el ojo mide el miedo de Mozart
al escribir el Réquiem y conoce su especie; como conoce
el miedo en el interior de los barracones de la muerte
y sabe de su medida y de hasta qué punto son comparables
uno y otro. Un hombre y una mujer discuten y un gato
pasea por el jardín, ajeno al dolor de palabras y silencios.
Y el satélite modifica su trayectoria y es Bach
frente a la espineta como si Bach fuera un Buda
que ve en la naturaleza el templo de Dios
y así la celebra. Pero los hombres pasan
y cuando el ojo se vuelva ciego habrán pasado todos.

 


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