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Alfonso Orejel Soria
(Los Mochis, Sinaloa, 1961)*

 

Hacía frío                                  

 

Mamá

ayer nos encontramos

en la vieja casa.             

Sentías frío

y te acogí en mis brazos.

Dialogamos con lágrimas.

Bebí tu café

y atisbé mi infancia

en el fondo de la taza.

Una tímida luz

derramó tu sonrisa

al despedirme.

Prometí volver,

era mejor mi silencio:

no te quise decir

que estabas muerta.

 

 




Los primos

 

    Cuando murió mi hermana Lucina

    el orgullo me anudó la garganta,

    andaba lurio por la casa

    mostrando los escondites a mis primos

    que venían desde Guadalajara

    al velorio

    a sumar su llanto al nuestro.

    Para hacerme respetar

    les conté historias de ánimas

    que vagaban por la casa

    y de un aljibe secreto

   donde flotaba el cadáver

   de un fantasma.

   Y contábamos chistes en voz baja

   sofocando con las manos

   las ruidosas carcajadas.

   Vestimos un luto incómodo

   que nos hacía ver guapos.

   Jugamos a las vencidas,

   escupimos desde la azotea,

   les enseñé un murciélago seco

   y presumimos los cinco muertos

   frescos que tenía la familia

   mientras el pecho se nos hinchaba

   de vanidad.

   Ellos nos hablaron de su ciudad,

   de su circo de tres pistas,

   de un zoológico inmenso

   poblado de fieras de a de veras

   de pizzerías en esquinas

   y de películas que se estrenarían aquí

   dentro de un año.

   Yo, para que dejaran de reír

   los llevaba hasta el ataúd

   donde yacía mi hermana.

   Allí el orgullo era sólo nuestro

   pues mi familia

   ponía el muerto.

   De pronto,

   al asomarme a la caja

   me di cuenta que Lucina

   estaba inerte,

   que la luz no habitaría jamás

   sus ojos negros,

   que esa sonrisa disecada

   era la última,

   que mi madre se hundiría cada vez más

   en una orfandad abrumadora.

   El escalofrío lamió mi espalda.

   Quise alejarme de mis primos,

   que se esfumaran al instante.

   Detrás de una puerta

   sentí descender una lágrima

   hasta desvanecerse.

   Morir cada dos años

   se hizo en casa una costumbre.

   Juanito había muerto de cáncer,

   Mi abuela Gueya, de tristeza,

   y ahora Lucina,

   que era hermosa y buena

   como la luz que nos palpa la cara.

   ¿Quién seguía en esta lista

   dictada por el azar o dios?

   Corrí en busca de mis primos

   que iban a jugar a las escondidas

   con Nacho y Mino, mis hermanos.

   Me apresuré a refugiarme

   en el lugar más remoto

   para esconderme
                             de la muerte.

 

 




Soledad


En esa casa donde se hizo una costumbre
morir cada dos años
mamá encendía una veladora
por las tardes.
Rodeada de su propia soledad,
deslizaba una oración
a Dios que siempre se dio tiempo
de escucharla.
Le encomendaba a sus hijos
y al nombrar a Lucina
su voz se desangraba.
Ponía un vaso con agua
como una cortesía
a la Virgen de Guadalupe
que sin pena alguna
la desairaba.
Un ángel con racimos de uvas
la veía desde su eternidad
de porcelana.
Sobre la blancura del mantel
reinaba un florero
con rosas que derramaron
todas sus lágrimas.
La noche había tejido
su enredadera sombría.
Mi madre caminaba
por esta inmensa casa
poblada por ausencias
y sombras tímidas.
A veces
ella misma
era una sombra
que arrastraba
su alma.
Con su dolor a cuestas
vivir le resultaba
una carga.
Mi madre
se sintió deshonrada
al ver morir cuatro hijos,
culpable de vivir,
de respirar un aire
que no sentía suyo.
Y después
el silencio,
los ojos en la nada,
esta furia callada,
este encierro
en esa vida suya,
tan ajena, tan lejana.
El río caudaloso
de sus lágrimas
le permitió morir un poco,
desentenderse
de sí misma.
Mi madre estuvo muerta
durante algunos meses
pero una mañana
por fin
la luz
volvió a mojar
sus ojos
y nos abrió los brazos.

*Estos poemas forman parte del libro ganador del Premio Gilberto Owen 2008, con sede en Sinaloa.

 


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